El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince parece haber superado la muerte de su padre, Héctor Abad Gómez, asesinado a tiros por paramilitares en 1987.
«Uno no puede quedarse en eso», dice el escritor de «El olvido que queremos», un libro (Planeta, 2006) sobre su familia que acaba de ser llevado al cine por el español Fernando Trueba, conocido por dirigir, entre otras, «Belle Époque» y «El sueño del mono loco».
«Hay gente que se queda en cierto periodo de su vida —continúa el antioqueño—, sea triste o feliz. Pero yo, quizá porque tengo mala memoria, prefiero vivir más en el presente».
Hoy Abad Faciolince, de 61 años, habla del asesinato de su padre, un reputado médico, profesor y activista, con la naturalidad de quien superó el duelo y perdonó a los victimarios.
Un proceso que, admite, no todos los colombianos víctimas de la violencia pueden realizarpor falta de educación.
Abad Gómez murió a sus 65 años tras ser baleado por dos hombres en moto en una calle de Medellín. Dedicó su vida a defender los derechos a la salud, la vida digna y la educación.
Su activismo, exacerbado tras la muerte por cáncer de una de sus cinco hijas (Héctor, el menor de los seis, es el único hombre), hizo que lo tacharan de comunista y guerrillero durante uno de los periodos más sangrientos de la guerra en Colombia.
El médico que parecía intocable por su reputación en la academia y la vida pública cayó asesinado, como tantos otros colombianos, a manos del paramilitarismo.
Su hijo quiso defender el legado del «médico social», un término acuñado por él mismo, en un entrañable libro sobre la paternidad, el amor y el virtuosismo que le valió al autor el reconocimiento mundial.
Ahora ese libro se adaptó al cine en una superproducción que ganó un premio Goya y lideró taquillas en España y que ahora espera hacer lo mismo en Colombia.
BBC Mundo entrevistó al autor del libro, protagonista parcial de la película e hijo de uno de los médicos más influyentes de la historia de Colombia.
-¿Qué siente cada vez que vuelve al tema del asesinato de padre? ¿Se siente revictimizado?
-Después de haber pasado tanto tiempo, 34 años de su muerte, es algo que tengo muy resuelto. Ya no lo siento como lo sentía cuando escribí el libro, hace 15 años. Ya me siento tranquilo, poco rencoroso, poco víctima.
Como ha sido mi libro más leído, el que más reconocimiento y amigos me ha traído, sí tengo que volver a ello constantemente. En un momento lo rechacé, pero ya tengo claro que es lo que me tocó en la vida: ser el escritor de un libro, nada más. Hay autores que no tienen ni un libro. Yo tengo uno.
-¿Cree que otras víctimas en Colombia podrían hacer un ejercicio así, de pasar la página?
-Para cualquier circunstancia de la vida, y por eso es tan importante la educación, y tan triste que en Colombia no sea así, tener recursos culturales es muy salvador y sanador y terapéutico.
Cuando yo escribí el libro y mi papá estaba medio olvidado y los paramilitares estaban dando una versión parcializada y asquerosa de lo que pasó, me impulsó la idea de que no podíamos dejar que nuestra versión no fuera la que se impusiera en la opinión pública.
Pero claro, yo tenía los recursos culturales. Para eso me formó mi padre: para poder hablar, escribir, argumentar. Hay víctimas que tienen recursos económicos y eso ayuda. Pero tener recursos culturales, un poema, una canción, es muy valioso para hacer un duelo.
Y puede ser a nivel popular también, ojo: uno oye «Elegía a Jaime Molina» (un vallenato de Rafael Escalona) y entiende que hay una forma de honrar la amistad y superar un duelo de un amigo con solo oír una canción.
Entonces, los recursos culturales, incluso retóricos, fueron una forma para mí de impedir que se robaran la narrativa sobre la muerte de mi padre.
-¿Fue el libro, y ahora la película, una suerte de venganza?
-Para mí Hamlet es fundamental. Porque ahí se plantean dos venganzas. Una es el recuerdo. Y otra es la venganza. Y esa segunda tiene una forma artística de hacerse, como Hamlet, que hizo una obra de teatro para mostrar cómo mataron a su padre.
Él fue más adelante: quiso ir a matar al asesino de su padre. Pero para mí bastó la venganza simbólica, que fue contar los hechos.
-Una película no sería una venganza menor: esta es una superproducción, con un reputado director, de talante internacional.
-Sí, claro, la película se siente como una venganza simbólica al asesinato.
El cine es como una derrota a la muerte, porque en él la gente parece viva.
Como reúne imágenes, sonidos, palabras, música, tiene una noción de realidad enorme. Eso también lo puede tener un libro, pero para poder conseguirlo hay que tener una cultura libresca muy alta.
Para mí es un motivo más de descanso pensar que mi versión fue adaptada en una película que permite una ilusión de verdad tan fuerte y potente y masiva.
Ya no hay espina clavada. Me siento absolutamente vengado en el sentido bonito de la venganza.
-En el libro no se siente esa misma tranquilidad. Hay temas que usted prefiere obviar.
-Claro, hay temas que no pude tocar en el libro y que hoy ya puedo hablar tranquilo de eso.
Una de mis hermanas, por ejemplo, perdió completamente la cabeza después de la muerte de mi papá y estuvo en tratamientos psiquiátricos muy serios. Ella se enloqueció.
Pero en el momento del libro eso era incontable. Porque si yo me metía ahí, ella podía volver a caer en eso. Pero como ella ya hablado de eso públicamente pues ya podemos hablarlo acá.
-¿Qué sintió cuando vio la película?
-Si es raro que le trasladen a uno a otro lenguaje algo que escribió, imagínese lo que es que le trasladen a uno su propia vida. Es doblemente fuerte, violento, conmovedor.
Las dos primeras veces que vi la película sentí un gran estupor. Me preguntaban qué sentía y yo no podía decir nada, estaba apabullado. Solo hasta la tercera vez pude empezar a sentirla y juzgarla. No me sentía triste, pero me salían muchas lágrimas.
-¿Qué habría pensado su papá de la película?
-Pues mire que cuando mi hermana Martha se muere del cáncer, mi papá escribió en El Espectador un artículo titulado «La niña que se convirtió en leyenda». Incluso contrató a alguien para que hiciera una película, hasta que se dio cuenta de que hacer una película era una idea descabellada.
Pero yo creo que él buscaba sanarse a través de convertir esa historia en un cuento bonito.
Entonces yo creo que él estaría feliz de ver esta película. Por supuesto no habría querido que lo mataran, pero tenía la ilusión de que, si lo mataban, su legado y su historia quedaran marcados.
Con la película ya no importa tanto si la historia de mi hermana o mi papá son verdad o no, porque se convierten en leyenda.
-Algunos le critican a la película que no tenga grises, que no esté la crítica a su padre que sí hay en el libro.
-Eso es verdad, pero no importa, porque hay un momento en el que está bien hacer un tipo de cine en el que se propone un personaje ideal.
Puede que mi papá fuera menos que ideal, o que tuviera más zonas grises. Pero no importa, porque se trata de darles a los colombianos, a la imaginación de este país, algo distinto a los prototipos del mal, de la viveza, del horror.
En un país con tantos protagonistas de cosas horribles, ¿por qué no hacerle un monumento a alguien que se parece mucho a un personaje ideal?
-Se plantea un personaje ideal, así como un mundo ideal que por supuesto no existe.
-Es que así me educó mi padre: con la ilusión de que el mundo es bueno y la vida es maravillosa.
-¿Y usted educó así a sus hijos?
-En cierto sentido yo quise reproducir la educación que yo había recibido. Aunque sea mentirosa, yo creo que es importante la ilusión de que la vida es lo mejor. Porque si no es mucho más difícil vivirla.
-¿Tener un padre tan bueno puede ser malo?
-Hombre, es complicado. Porque sí, uno se supone que tiene que liberarse, salir del mundo doméstico, de su casa protegida, y ver la calle y la selva y el mundo de los conflictos.
Y con mi papá era muy difícil tener conflictos, porque era muy tolerante. No había pelea.
Entonces creo que es difícil tener un padre bueno, sí, pero no malo. Pase lo que pase, tarde o temprano uno se enfrenta a su padre, le echa culpas, y todos los padres siempre nos equivocamos.
-El libro y la película bien podrían ser una historia más de la violencia en Colombia. Pero no: usted escribió una historia de amor. ¿Cuál es el país que se refleja en esa obra, que no es el país de la violencia?
-Es que yo detesto la violencia. No me interesa. He escrito sobre ella porque la realidad me ha obligado.
Pero yo crecí en un mundo absolutamente no violento. Y había una exaltación de virtudes como la solidaridad, la generosidad, la felicidad de portarse bien y ser buena persona.
Y yo creo que sí, que en Colombia prima el virtuosismo sobre la violencia.
-La película habla de vacunas, de lavarse las manos, del peligro de las inflexiones. Es como si la hubieran hecho pensada para estrenarla en medio de una pandemia.
-Es impresionante. La grabaron en 2019. Yo la vi cuando la pandemia no había empezado.
-Y no son solo los detalles. La crítica que su padre hacía de la medicina, de que está demasiado desligada de la prevención y las problemáticas sociales, quedó patente en la pandemia.
-Pues es que mi papá concebía el oficio del médico muy cercano al del político. Hasta se inventó una palabra, la poliatría que ejerce el poliatra, para hablar del político como un médico de la polis. La poliatría era la ciencia que curaba una polis que estaba enferma.
Su lectura de la violencia, por ejemplo, fue desde la epidemiología. Y la solución que él proponían a la violencia era médica: que todo el mundo tenga acceso a agua limpia, a alcantarillado, a inmunizarse, al aire limpio, y al afecto de los otros.