Durante más de dos décadas, Sunny encontraba un refugio seguro a bordo de los autobuses que atraviesan Londres por la noche, un destino al que llegó luego de que su solicitud de asilo fue rechazada. Esta es su historia.
Espera pacientemente, el viento penetra en su chaqueta gastada y el frío del invierno le muerde las extremidades.
Es pasada la medianoche y sus piernas están cansadas, pero se mantiene firme y sonríe cuando el autobús se detiene. Se hace a un lado para dejar que otros pasajeros aborden, saluda la ya familiar cara del conductor con una suave inclinación de cabeza y coloca su tarjeta de pago Oyster en el lugar indicado.
Aliviado al encontrar vacío su lugar favorito en la parte posterior de la plata baja, se desliza en su asiento y se pone cómodo para el largo viaje que viene por delante.
Sunny abraza su bolso contra su pecho, siente que sus manos arrugadas comienzan a descongelarse y cierra los ojos.
Dejando atrás el olor a pollo frito y el ruido del tráfico nocturno de Londres, su mente va a la deriva.
Se ve a sí mismo más joven, arrodillado en oración entre los muros de hormigón de una prisión nigeriana, esperando a ser ejecutado. Su delito era luchar por la democracia.
Un guardia irrumpe en la celda, lo pone de pie y lo empuja por pasillos silenciosos, hacia la luz cegadora del sol, donde lo espera un automóvil.
Familiares y amigos han comprado su libertad, pagando a todos, desde los funcionarios de la prisión hasta la azafata en el vuelo a Londres.
Sunny regresa al presente cuando un puñado de hombres borrachos, cantando desafinados, se mueve por las puertas y sube a la cubierta superior. Deben ser las tres o las cuatro de la mañana, calcula, la hora habitual para los problemas.
Alrededor de esta hora, Sunny a menudo nota tres grupos distintos a su alrededor. Es lo habitual del Londres moderno. Hay quienes vinieron a este país para tener una vida mejor, lo que los lleva a realizar trabajos de limpieza nocturnos.
Otro grupo, en su mayoría nativos británicos, se dirige a su casa desde clubes nocturnos, habla en voz alta y come comida rápida.
Y finalmente están las personas sin hogar, aquellos que no tienen a dónde ir, para quienes los autobuses son un lugar para descansar.
Como iguales, por un rato
Sunny no se molesta con los demás, pues ha aprendido a disfrutar del bullicio. Cuando sonríen, él sonríe. Cuando se ríen, él también se ríe.
Es sorprendente cómo unos pocos gestos pueden evaporar los límites de las clases, despojando a los ingleses más reservados de sus inhibiciones para que puedan conversar con las personas sin hogar como iguales, aunque sea por un rato.
Sunny intenta recordar la última vez que se sintió tan feliz como estos hombres ebrios.
Quizás fue cuando su solicitud de asilo todavía estaba bajo revisión. En aquel entonces, estaba lleno de gratitud por su segunda oportunidad en la vida.
Tomó un curso de realización de documentales, para informar sobre la vida de las personas sin hogar de Londres, sin imaginarse que pronto estaría en su lugar.
Sunny esperaba un futuro brillante, seguro bajo la protección de Su Majestad la Reina, esa figura decorativa familiar de los carteles coloniales desteñidos por el sol en Nigeria. Pero su solicitud de asilo fue rechazada.
Eso lo dejó con dos opciones: regresar a su país bajo el duro régimen de los militares, donde su sentencia de muerte finalmente se llevaría a cabo, o pasar a la clandestinidad.
No fue una elección difícil.
Así es que comenzó 21 años como nómada en los autobuses de Londres, pues Sunny se dio cuenta rápidamente de que eran más seguros y cálidos que las calles.
Tres o cuatro viajes nocturnos
Fue una ministra de la iglesia, una mujer de inquebrantable generosidad, quien primero le compró un pase mensual para ahorrarle las tarifas nocturnas.
Continuó haciéndolo, mes tras mes, y otros amigos lo hacían si ella no podía hacerlo.
Durante el día, Sunny era voluntario en las iglesias: asistía a varias de Londres. Cuando terminaba su trabajo, a menudo se dirigía a una biblioteca de Westminster, donde podía ponerse al día con las noticias o retomar lo que había dejado en el libro que había estado leyendo.
Luego le preguntaba al gerente de un restaurante si le podía guardar algo de comida; asegura que rara vez le rechazan la petición.
Pero a más tardar a las 9 de la noche, invariablemente subía a un autobús para el primero de tres, tal vez cuatro, viajes nocturnos a través de la capital británica.
Pronto descubrió las mejores rutas para un buen descanso. Estaba el confiable N29, desde el céntrico Trafalgar Square hasta el suburbio norteño de Wood Green.
Pero la ruta 25, que transitaban 24 horas, ofrecía el sueño ininterrumpido más largo.
En el tráfico, tomaba dos horas llegar desde el centro de Londres a Ilford, donde, si era realmente era afortunado, un conductor podría sentir lástima y dejarlo durmiendo a bordo en la terminal.
Más a menudo, los pasajeros sin hogar, tal vez cuatro o cinco, serían despertados y bajados del vehículo hasta que llegara el próximo conductor.
La mayoría eran mujeres indigentes, británicas o africanas, que usaban el autobús como refugio de la amenaza de agresión sexual. Cargadas de maletas, agradecían por la ayuda de Sunny que las acompañaba dentro y fuera del autobús.
Viajar ligero
Sunny siempre viajaba ligero. Una pequeña bolsa de mano le permitió evitar el estigma de la falta de vivienda durante el día.
Algunas personas sin hogar se recostaban en varios asientos, pero él prefería no molestar a otros pasajeros.
Le llevó un tiempo aprender todos los trucos. Al principio no le preocupaba dónde sentarse. Pero luego peleó con dos hombres que molestaban a una mujer desprevenida.
Los persiguió, pero pensó que era mejor evitar el conflicto siempre que fuera posible.
El piso inferior, entendió, era de personas razonables, de familias y ancianos. Los problemas rara vez surgían tan cerca del conductor. Los asientos traseros eran los mejores, no solo para reposar la cabeza, sino también para la tranquilidad.
Pero siempre hay distracciones: el tambaleo del autobús, las luces de neón, los ruidosos pasajeros nocturnos y el zumbido del motor. Dos horas de sueño profundo durante toda una noche eran un logro.
Al amanecer, o cuando tenía hambre, lo que ocurriera primero, se dirigía a un McDonald’s.
Nunca suplicó por comida, pero el amable personal de la sucursal de Leicester Square le daba comida y le dejaría afeitarse en los baños. Los demás clientes también solían ser amables.
O, si los tiempos se daban, podía ir a la sucursal 24 horas en Haringey, a mitad de camino de la ruta N29. Allí podía disfrutar de una paz que era rara en las sucursales del centro de Londres, descansar la cabeza sobre una mesa y continuar su sueño.
Durante varias navidades, Sunny rompió su rutina e intentó ir a refugios nocturnos de invierno proporcionados por iglesias.
Siete diferentes crearon turnos para atenderlos. Pero al estar en diferentes lugares de Londres, hacían un éxodo diario de personas, los «muertos vivientes», decían, que trataban de llegar a su siguiente cama antes del toque de queda de la noche.
Sunny se dio cuenta de que prefería el autobús a tumbarse en suelo, hombro con hombro con otros.
Era difícil dormir con el olor a tabaco, alcohol y cuerpos sin bañarse. Y, por supuesto, los gritos de los demás mientras estaban allí, atormentados por pesadillas.
Testigo del tiempo
Desde los asientos de los autobuses de Londres, Sunny observó la cara cambiante de Londres. Poco a poco, la población blanca disminuyó. Y las filas de las personas sin hogar se expandieron.
En este espacio tan diverso, se convirtió en experto en detectar caras o dialectos y saber su origen. Y desarrolló un sexto sentido para los problemas, señales de advertencia en los gestos: la sonrisa de los adolescentes problemáticos, los labios fruncidos de un racista explosivo.
Hubo cosas que podrían resultar en confrontación: fanáticos del fútbol borrachos y una mujer con velo; viajeros cansados y personas que usan el altavoz; miembros de pandillas y sus rivales locales.
En los meses posteriores al referendo del Brexit de 2016, la hostilidad hacia los inmigrantes parecía volverse más común. «Vuelve a casa», se convirtió en un estribillo habitual.
Sunny no culpó al gobierno británico por sus predicamentos. Si su propio país no hubiera estado tan mal, no habría estado ahí en primer lugar.
Finalmente, el centro de refugiados en la iglesia de Notre Dame de Francia, cerca de Leicester Square, Londres, presentó una solicitud de permiso de residencia en su nombre.
Si las personas demuestran que han vivido continuamente en Reino Unido durante 20 años, pueden calificar para quedarse ahí. Pero Sunny había pasado ese tiempo evitando todos los registros, evadiendo la detección. ¿Cómo podía demostrar que había estado allí todo este tiempo?
«Entiendo que su cliente actualmente no tiene hogar, pero aún requerimos evidencia documental para mostrar residencia continua desde 1995 hasta la fecha actual», decía una carta del ministerio del Interior.
«Evidencia como facturas de servicios públicos, estados de cuenta bancarios, contratos de arrendamiento…», continuaba.
Sunny pidió a los conductores de autobuses más amables que le escribieran una carta de apoyo. Uno lo hizo, confirmando que era «un pasajero regular durante toda la noche».
Las iglesias en las que se había presentado voluntario a lo largo de los años proporcionaron testimonios de apoyo y encontraron fotografías antiguas que registraban su presencia en eventos de caridad.
Su testimonio en imágenes
En la actualidad Sunny toma fotos. Busca dentro de su bolso la cámara desechable que le han dado para contar su historia como parte de un proyecto de fotografía.
Levantando el visor hacia su ojo, Sunny pone el dedo firmemente el botón del flash y hace una pausa para ajustar su composición. Un clic y libera el botón.
La fotografía no mostrará solo filas de asientos casi vacíos en la cubierta inferior de un autobús de Londres. Es una imagen de la vida como un hombre libre.
A la edad de 55 años, en 2017, Sunny recibió permiso de residencia. Le tomó un año, pero finalmente tuvo el derecho a ser refugiado, a trabajar, a existir. Y estaba agradecido.
Casi llega a su parada, en las afueras del sur de Londres, pese a que todavía no está acostumbrado a viajar con un destino.
Incluso ahora se duerme en los autobuses, aunque con más frecuencia durante el día que en la noche. Durante tanto tiempo un santuario, siguen siendo un lugar para vaciar su mente, encuentra consuelo en el lugar tan familiar.
Las rodillas de Sunny truenan mientras se levanta.
Se está haciendo viejo, su lucha lo ha envejecido más allá de sus años. Agradece al conductor y cuidadosamente baja a la calle. Inclinándose en la brisa, camina hacia su cama, sonriendo mientras el frío hace crujir sus labios.
Sunny, cuyo nombre verdadero ha sido cambiado, colaboró con la fotógrafa y periodista Venetia Menzies para documentar su historia durante un año. Este artículo se basa en entrevistas con él, en sus propias fotografías y retratos que preservan su anonimato.
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