La noche de Halloween del 31 de octubre de 1871, Emily y Mary, medio hermanas del escritor, poeta y dramaturgo Oscar Wilde, asistieron a un baile en Drumaconnor House, en Irlanda.
Hacia el final de la noche, Emily estaba bailando un último vals con Andrew Nicholl Reid, su anfitrión, y, en una de las vueltas junto a una chimenea, su vestido rozó las brasas y se incendió.
Reid intentó en vano extinguir las llamas; cuando Mary corrió a socorrerla, lo único que logró fue que su propio atuendo empezara también a arder.
Ambas chicas murieron unos días después.
Su padre, William, estaba tan acongojado que sus «gemidos se escuchaban desde fuera de la casa», relató una amiga. Oscar, que a sus 17 años aún vivía con él, los escuchó más de cerca.
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Las hermanas Wilde pasaron a la historia como dos de las miles de víctimas mortales de unas de las prendas más amadas y ridiculizadas de todos los tiempos: la crinolina, miriñaque o armador.
Era una reencarnación de la inmensamente popular y criticada enagua que se había usado en el siglo XVIII, con una diferencia.
Mientras el armazón de las anteriores había sido de barbas de ballena, pelo de caballo, mimbre, madera y hasta de caucho inflable, el de éstas era de metal.
Y, con la invención de la máquina de coser en la década de 1850, se pudieron producir en masa.
Tal era su popularidad que apenas un año después de que la crinolina de jaula con aro de acero fuera patentada en 1856, Reino Unido había importado 40.000 toneladas de acero sueco para fabricarlas.
En una fábrica de Sheffield, 800 mujeres producían 8.000 crinolinas al día, una tasa que no satisfacía la demanda, según cuenta el libro «Crinoline, el desastre más magnífico de la moda», de Brian May y Denis Pellerin.
Eso a pesar de opositores de la talla de la más famosa de las enfermeras, Florence Nightingale, quien llamó a la crinolina “un disfraz absurdo y horrible”, y deseó que las autoridades revelaran la cantidad de muertes que había causado.
Y es que era -y sigue siendo- difícil saber realmente cuántas.
En la prensa, las noticias sobre estas muertes eran frecuentes y a menudo presentadas con titulares sensacionalistas y expresiones de consternación.
Una de ellas, por ejemplo, fue titulada «Otro holocausto por crinolina» (1864), y el forense de Londres y oponente de la prenda, Edwin Lankester, aparece afirmando:
«En el transcurso de tres años, tantas mujeres han perdido la vida en Londres por el fuego, principalmente por el uso de crinolina, como fueron sacrificadas en Santiago».
Se refería al trágico incendio de la Iglesia de la Compañía en Chile en 1863, donde perecieron unas 2.000 mujeres, cuyos vestidos abultados, según algunos informes, dificultaron el escape.
Pero estadísticas confiables son raras: las cifras más citadas calculan unas 3.000 muertes sólo en Reino Unido en los 10 años que estuvo más en boga esta prenda, desde finales de la década de 1850.
Cuando The New York Times informó por primera vez del fenómeno de las muertes relacionadas con la crinolina en 1858, señaló que en el Court Journal de Londres había encontrado «no menos de 19 fallecimientos por esa causa en Inglaterra entre el 1 de enero y mediados de febrero».
“Ciertamente, un promedio de tres muertes por semana por crinolinas ardiendo”, el Times amonestó, “debería asustar a la más irreflexiva del sexo privilegiado”.
Y sí, aunque la forma de expresarlo es insultante, cabe preguntarse por qué, a pesar de todo, esas prendas interiores femeninas fueron tan extraordinariamente populares.
El peligro
Primero, pongámonos en contexto: como cuenta la historiadora Alison Matthews David en su libro «Víctimas de la moda» (2015), esta era una época en la que los sombreros se hacían con mercurio y las telas se teñían con tintes que contenían aterradoras cantidades de arsénico.
Esos venenos, sin embargo, afectaban más a quienes los hacían que a quienes los usaban.
Además, esas muertes no eran tan espectaculares ni rápidas como las de mujeres en llamas.
No obstante, como señaló la satírica revista Anti-Teapot Review en 1864, el problema no había empezado con las crinolinas.
De hecho, a diferencia de estas, «las enaguas antiguas (…) eran inamovibles si se incendiaban.
«Y se incendiaban con más frecuencia de lo que muchos piensan, sólo que en aquellos días no había decenas de hambrientos periódicos londinenses ansiosos por reportar accidentes domésticos en las temporadas sin noticias».
Pero aun así, es difícil comprender por qué tantas mujeres querrían usar algo tan obviamente impráctico, que cuando no se incendiaba, se enredaba con todo lo que estaba en su camino, impedía el paso por lugares estrechos, provocaba caídas con ráfagas de viento…
…y, como muestran estas fotos, eran dificilísimas de poner.
Ahí está el error
A pesar de las imágenes, y de que efectivamente en su apogeo llegaron a alcanzar casi dos metros de circunferencia, la verdad es que su tamaño no solía ser tan exagerado.
Muchas de las fotos y caricaturas que nos llegaron eran parte de una campaña implacable de la opinión pública, cuya voz era mayoritariamente masculina, que las ridiculizaba sin cesar.
Y, aunque para algunos fue una prenda que, como dijo la historiadora Helene Roberts, «ayudó a moldear el comportamiento femenino al papel de la ‘esclava exquisita'» y «literalmente transformó a las mujeres en pájaros enjaulados rodeados de aros de acero», curiosamente escritoras de la época describían la crinolina como liberadora.
Las faldas del estilo imperio que se habían usado a principios de ese siglo eran tan estrechas que era difícil caminar.
«Eran un pantalón con una sola pierna en vez de dos», señaló una escritora en el semanario The Examiner en 1863.
Durante las décadas siguientes se fueron añadiendo más y más enaguas para ensancharlas, hasta volverse pesadas, inmanejables y antihigiénicas.
Es por eso que cuando llegó la crinolina fue aplaudida como un avance tecnológico bienvenido y práctico: todas esas capas que anclaban a las mujeres al piso fueron reemplazadas por una sola infraestructura.
«La crinolina es otra palabra para la libertad», dijo la misma escritora.
Eso habían descubierto hacía siglos las campesinas cuando se crearon las primeras versiones de armazones que levantaban sus faldas y dejaban libres sus piernas.
Y eso pensaron muchas sufragistas siglos después, para sorpresa de Florence Nightingale a quien le parecía «alarmantemente peculiar» que quienes propugnaban por la utilidad general de las mujeres para el mundo, se vistieran de manera que las hacía inútiles para cualquier tarea.
Pero esa apreciación de Nightingale iba en contravía con la percepción de muchos en su época.
«Para los propios victorianos, la crinolina tenía poco de sumisión, pareciendo más bien un complot monstruoso para aumentar el tamaño de las mujeres y hacer que el hombre pareciera insignificante», señaló la historiadora de la moda Christina Walkley.
Esas faldas ocupaban «más espacio público del que una mujer tenía derecho a tomar», comentó la experta en ilustración victoriana Lorraine Janzen Kooistra.
«La ansiedad masculina de la época frente a la agitación por los derechos de las mujeres fue capturada en la prensa popular en la imagen visual de la crinolina».
Eso explica la vehemencia y tenacidad de la oposición a esa prenda.
Además de mejor movilidad, ventilación y espacio, la crinolina les daba a las mujeres un lugar que podían controlar, impidiendo avances físicos no deseados y permitiéndoles escoger qué revelar y qué ocultar.
Tenía potencial para guardar secretos, desde amantes prohibidos hasta embarazos o contrabando.
Todo eso sin olvidar que, para disgusto de algunos, era usada por mujeres de todas las clases sociales, incluso por antiguas esclavas recién liberadas, que al lucirlas mostraban una prueba física de la lucha por la igualdad social.
En 1869, cuando la tendencia persistía pero la forma y tamaño de esas prendas empezaba a cambiar, apareció un artículo titulado «¿Quién mató a la crinolina?».
“Algunos dicen que la crinolina fue barrida por un gran maremoto de sentido común»
Y quizás tenían razón, pero por más engorrosa y peligrosa que fuera, esa controvertida prenda interior femenina anunció cambios culturales atrevidos a pesar de su aparente frivolidad.
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