Una familia que escondió miles de libros dentro de las paredes de una casa, un hombre que se comió 30 páginas para salvar a sus compañeros, libreros que luchan por recuperar libros perdidos.
Cuando el 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet depuso con un golpe de Estado el gobierno del socialista Salvador Allende en Chile, además del horror que se cometió contra militantes y sus familias, también se dio una persecución contra los libros, señalando que ayudaban al adoctrinamiento comunista.
Esta misma práctica se replicó en Argentina, cuando se instauró el gobierno militar en marzo de 1976. Miles de títulos fueron prohibidos.
En las décadas que han pasado desde entonces, hemos visto numerosas veces imágenes de uniformados destruyendo y quemando libros.
Este artículo muestra la otra cara: cuenta tres historias de cómo los libros fueron salvados de la hoguera y la destrucción durante estos años oscuros.
1. La biblioteca de cemento
«¿Dónde estarán las odas que me regaló Neruda?», se preguntaba el abogado argentino Salomón Guerchunoff.
Y siempre, antes de que nadie le pudiera responder, él mismo suspiraba y decía… «Deben estar en la casa del señor ese».
La casa a la que se refería había sido la suya por más de 20 años. Era una construcción de una planta, ubicada en el barrio Parque Vélez Sarsfield de Córdoba capital, la segunda ciudad de Argentina.
Allí vivía con su esposa, Eva Maltz, y sus cinco hijos hasta que ocurrió el golpe de Estado de 1976.
«Mi padre fue un reconocido militante del Partido Comunista en Córdoba y un colaborador permanente del movimiento sindical en la ciudad, por lo que tenía una biblioteca que era acorde a ese pensamiento», explica Luis Guerchunoff, uno de los cinco hijos de Salomón.
Y ese pensamiento comenzó a ser prohibido. Perseguido.
A su lado están Nora, Ana y Beatriz, los otros hermanos. Solo falta Roberto. Es 24 de marzo, el Día de la Memoria. Han pasado 46 años del golpe militar y en un colegio cercano proyectan un documental con la historia de la familia.
Es la primera vez en muchos años que los hermanos están en la misma ciudad al mismo tiempo y activan la recolección de recuerdos a cuatro voces.
El primero: cuando sus padres decidieron esconder los libros dentro de una de las paredes de la casa.
«Fue poco después del golpe,» dice Luis.
«En años anteriores mi padre había repartido sus libros más incriminantes entre varios amigos para sortear los allanamientos que ya se producían regularmente. Pero cuando ocurrió el golpe se dio cuenta de la gravedad de lo que estaba pasando y dijo ‘basta, voy a reunir mis libros para evitarles problemas a ellos'».
Meses antes de ese marzo de 1976, Salomón y Eva habían decidido remodelar la casa, así que aprovecharon los materiales de construcción sobrantes para esconder la mayoría de los libros en el interior de los muros de la parte alta de la alcoba principal.
«Los siete vivimos ese momento. Me acuerdo de la sensación de miedo que nos acompañaba. Metimos todo tipo de libros, de literatura política, sobre Marx, Engels, pero también de César Vallejo, El Principito, el libro de cuentos infantiles ‘Un elefante ocupa mucho espacio’, de Elsa Bornemann, que también estaba prohibido por la dictadura», recuerda Ana Guerchunoff.
Uno de los ejemplares más preciados de la colección de Salomón era una cartilla de cuatro hojas con dos odas de Pablo Neruda: a la pantera negra y a la mariposa. En la parte trasera, un autógrafo con la inconfundible tinta verde que solía utilizar el Premio Nobel chileno: ‘Para Guerchunoff. Su amigo, Pablo’.
«En 1956, Neruda había decidido pasar unos días en Villa del Totoral, que es una población cercana. Y se quiso organizar un recital, pero estábamos en la dictadura de Aramburu, y no se le facilitó el principal escenario de la ciudad, que era el teatro San Martín. Así que mi papá, junto a otras personas, movieron cielo y tierra para que el poeta se pudiera presentar en otro espacio», relata Luis.
Para recompensar los esfuerzos de los implicados, Neruda encargó en una imprenta local 500 ejemplares de un cuadernillo con las dos odas.
«Y le dedicó uno especialmente a mi papá», anota Ana. «Aunque nosotros no recordábamos haberlo metido en la pared, mi papá tenía la certeza de que ahí estaba».
Eva, que era arquitecta, se encargó de tapiar el muro y terminar todo con prolijidad de cirujana para evitar que se notara que en esa superficie se había abierto un agujero.
Menos de un año después, en mayo de 1977, los militares se llevaron a Salomón.
«Lo enviaron a La Perla, que después sería conocido como un centro clandestino de torturas. Allí pasó cinco años».
Los cuatro hermanos recuerdan con precisión milimétrica el día que tuvieron que salir de esa casa: «Al quedarse sola y siendo esposa de un sindicado por el gobierno, mi mamá no pudo sostenerse y se vio obligada a malvender la casa», apunta Ana.
«Tuvimos que llevarnos las cosas en sábanas porque no teníamos plata para la mudanza. Mi papá estaba secuestrado. Fue muy doloroso», señala Beatriz, la hermana mayor.
En los años siguiente, Eva y los cinco hermanos vivieron como pudieron en diferentes sitios. En 1982, Salomón fue liberado y, ya con el régimen militar de salida, lo primero que hizo fue acercarse al nuevo dueño de la casa para que le diera permiso para romper la pared y sacar sus libros.
«El tipo se negó a dejarlo entrar», cuenta Ana. «Entonces mi papá, frustrado, nos dio una orden a todos: ‘Nos olvidamos de los libros. Acá cerramos esa historia'».
«Pero él a menudo se acordaba de sus odas de Neruda y no podía evitar referirse a la casa de ‘ese señor'», rememora Luis.
Eva murió en 1994 y Salomón, en 2002. Nora y Beatriz se marcharon a Israel y Ana, Luis y Roberto formaron familia y se instalaron en distintos lugares de Córdoba. Nunca más volvieron a la casa.
En 2008, mientras Ana visitaba una oficina en el centro de la ciudad como parte de su trabajo en el Ministerio de Justicia, se le acercó una mujer que le pidió hablar en privado.
«Me preguntó si yo era Ana Guerchunoff, la de la casa de los libros perdidos. Yo me quedé muda, y pensé ‘¡Claro, los libros de papá!'».
La mujer, que era inquilina de la casa desde hacía un par de años, le contó que en el barrio se había corrido el rumor de que dentro de los muros había libros. «Me dijo que era como un fantasma y que para ella era muy difícil vivir en una casa donde sabía que había una biblioteca metida en la pared».
Le dijo que iban a abrirla. La noticia tomó por sorpresa a los hermanos. Beatriz y Nora desde Jerusalén dijeron enfáticamente que querían estar presentes cuando picaran esos muros.
Pero la urgencia ganó: la mujer les dijo que tenían que sacar los libros lo más pronto posible antes de que se enterara el dueño, que era el mismo que le había negado la entrada a Salomón.
«Fue de un día para otro que tuvimos que ir con un albañil y romper. No dio tiempo para que llegaran Nora y Beatriz», anota Luis.
Fue un procedimiento simple: el albañil dio dos golpes con el cincel y abrió un hueco en la pared de ladrillos secos. Y ellos vieron el prodigio a través de la perforación. Los libros estaban intactos, legibles, como si los hubieran puesto allí el día anterior y no 30 años antes.
«Mamá había hecho un buen trabajo», dice Ana.
«Estábamos aturdidos, no solo por el estado de los libros, sino por todo el peso emocional que tenían, porque los libros son parte de uno. Conservaban parte del olor que tenía la casa cuando vivíamos allí, así que más que pensar en los libros, comenzamos a rememorar todo lo que vivimos esos años», señala Luis.
En medio del nublamiento por la nostalgia, uno de los hijos de la inquilina levantó el documento de Neruda y se quedó mirándolo con especial interés.
«¿Y esto qué es?», preguntó.
«Era el cuadernillo. Estaba tal cual yo me lo acordaba, así que se lo quité y le dije ‘Nada. Papeles viejos’… y me lo quedé», prosigue Luis.
Los tres hermanos pensaron que solo iban a encontrar fragmentos de lo que habían dejado y, como aquella vez que salieron de la casa tres décadas atrás, se tuvieron que llevar los libros en sábanas.
Nora, la menor, permanece callada. Apenas mira, en silencio, como sus hermanos hacen el relato, pero al final estalla. Pone su cabeza en el hombro de Beatriz para que no se le vean los ojos.
«Que sacaran los libros fue liberador para mí. Mi infancia se había quedado entre esos muros, con esos libros que la dictadura nos obligó a guardar y que secuestró a mi papá», concluye.
«Sentí que me encontraba de nuevo con esa niña de 9 años que se había muerto un poco cuando tuvimos que salir de esa casa sin libros para llevar».
2. «Me comí 30 páginas»
Cuando abrió los ojos, Luis Costa vio a tres soldados de la Marina chilena apuntándole a la cara con sus fusiles G-3.
«Me agarraron», fue lo primero que pensó.
Detrás de la fila de fusileros ingresó el comandante, que le inspeccionó el rostro y, después de descartar que fuera la persona que estaban buscando – un hombre albino y de mucha más edad-, le dijo: «Siga descansando, ahora lo que nos interesa son sus libros».
Seis meses antes, el 11 de septiembre de 1973, Pinochet había derrocado el gobierno de Salvador Allende y, por cuenta de su militancia en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Costa estaba viviendo en la clandestinidad.
Casi 50 años después, en su casa de de Quilpué, un municipio a 10 kilómetros de Valparaíso, la segunda ciudad de Chile, Costa señala un asiento rústico de madera que tiene el respaldo en ángulo recto.
«En esa silla se sentaba Bautista Van Schouwen, el Baucha, (uno de los comandantes históricos del MIR) cuando hacíamos las reuniones en mi casa. Decía que le ayudaba con el dolor de espalda».
Fue precisamente El Baucha quien le dio las primeras indicaciones una vez se consumó el golpe de Pinochet: esconderse, sobrevivir y si no era posible salvarlas deshacerse de las bibliotecas de sus compañeros lo más pronto posible.
«Durante los años de la Unidad Popular de Salvador Allende hubo un apogeo del libro. Y muchos aprovechamos eso para adquirir textos de literatura política para formarnos», cuenta.
«Sin embargo, el golpe de Pinochet fue tan certero que en menos de un día el MIR ya estaba desarticulado, así que la principal misión y casi la única que podíamos ejecutar era esconder o, tristemente, destruir las bibliotecas de nuestros compañeros para evitar que los pudieran incriminar. Tener un libro que fuese considerado peligroso era suficiente para ser detenido», explica.
Destruir los ejemplares se convirtió en un asunto de vida y muerte, y aunque era un acto triste al menos evitaba que cayeran en manos de los militares.
Fue una tarea de prueba y error: comenzaron por sumergir los libros en las bañeras o en los lavamanos de las casas para que las hojas se ablandaran y luego poder tirarlas por el inodoro.
«Pero las cañerías se tapaban con facilidad», cuenta Costa. «Así que tuvimos que pasar a quemarlos».
«Primero lo intentamos en el horno y en las hornillas de la cocina, pero nos tomaba mucho tiempo quemar cada libro».
Con el tiempo, accedieron al último recurso: hacer hogueras en la noche «para evitar que la gente sintiera el humo y nos denunciara».
Sin embargo, él no quemó todo. Pese al peligro que representaba, hubo ejemplares que pudo salvar.
Como impulsado por un resorte, Costa detiene su relato y atraviesa su taller, un espacio repleto de objetos y recuerdos de sus años de militante, que repartió entre sus familiares y amigos cuando debió irse al exilio, después de un paso por los centros de detención de Villa Grimaldi y Tres Álamos. Y que luego recuperó.
Sube las escaleras que conducen al segundo piso, a su cuarto. Allí tiene ahora su biblioteca, de donde saca un libro forrado con una lámina negra.
«Había libros que eran muy personales o muy útiles, que nos arriesgamos a preservar. Este por ejemplo», dice mientras abre y permite ver el título, «Manual del guerrilero urbano», del brasileño Carlos Marighella. «Era muy útil para las tareas de clandestinidad que estábamos llevando a cabo en esos días».
Pero también se vio obligado a recurrir a tácticas extremas para salvar su vida y la de sus compañeros.
La mañana en que despertó con la boca de los fusiles apuntándole, Costa estaba de paso en la casa de una familia que vivía en Villa Alemana, un municipio a unos 30 kilómetros de Valparaíso.
La familia, que no tenía ninguna relación con él, hacía parte de la red de personas que apoyaban a los militantes de la izquierda.
Le habían organizado una cama improvisada en el único cuarto disponible: una pequeña biblioteca ubicada en el primer piso. Ahí estaba durmiendo cuando lo sorprendió el pelotón de la Marina.
Costa obedeció al comandante y se acostó sin dejar de temblar. Pero en medio de su vigilia, el militar lo volvió a molestar.
«Joven, ¿me puede explicar de qué trata este libro?», le preguntó y le pasó un volumen que tenía un título llamativo, «Cibernética y la Revolución Industrial».
Costa se incorporó y le explicó brevemente, con lo que recordaba de su paso por la universidad Santa María, que se trataba del estudio de los sistemas que controlan las máquinas. El uniformado hizo un gesto brumoso y puso el volumen aparte con la orden de confiscar.
«Interesante. Pero está el tema de la revolución y eso es peligroso», dijo.
Al volver a recostarse, Costa se dio cuenta de que encima de la mesa de noche, también improvisada, había un cuadernillo de 30 hojas de papel de arroz para enrollar cigarrillos donde estaba descrita la situación de la Secretaría General del MIR, que le había llegado esa misma tarde.
Agarró el documento en medio de un descuido de los soldados, lo desgarró con sigilo, se lo metió en la boca y comenzó a masticarlo disimuladamente.
«Primero traté de humedecerlo con la saliva, pero fue muy difícil, porque eran 30 hojas», relata. «Me costó porque además no quería hacer ningún ruido».
Costa recuerda que todo eso pasaba con los militares ahí al lado. Él intentando hacer desaparecer el documento y ellos buscando libros por el cuarto. «No me acuerdo cuánto me tardé, pero finalmente logré tragarme todo».
«No me hizo daño de estómago ni nada, pero lo que sí me quedó fue una sensación extraña en la boca, como de tinta seca, que siempre defino como mi primera experiencia con la literatura gastronómica», concluye con una cuota de humor e ironía.
3. Biblioclastia fundamentalista
Marjorie Mardones deja navegar sus dedos por una estantería de libros de segunda mano como una niña en la juguetería.
Ella es bibliotecaria en el centro de Quilpué y docente de la Universidad de Playa Ancha y en los últimos años se ha puesto la tarea de averiguar qué pasó con miles de libros que fueron censurados y destruidos en esta región chilena durante el régimen de Pinochet.
Por esa razón se pasea con su entusiasmo de rescatista por esta librería: más que novedades, busca sobrevivientes. Cualquier pista le sirve: un título con inclinaciones políticas publicado en décadas anteriores, el sello de una editorial perseguida. Una portada engañosa. Una tapa forrada para esconder el título original.
«Mi idea es buscar estos libros, que fueron sacados de sus bibliotecas por ser considerados peligrosos y hacer que regresen a un estante, a una biblioteca, que es su lugar»
En su bolso, Mardones lleva uno de los hallazgos que hizo en los últimos años, un ejemplar que pone en evidencia una de las maniobras que se utilizaron para salvar los libros del apocalipsis: el camuflaje.
El libro está contenido en una portada, azul celeste, que lleva impreso «La poesía de Nicanor Parra: anejos de estudios Filológicos No. 4».
Pero al abrirlo, otro título: «Trotsky, el gran organizador de derrotas», que ella sospecha fue publicado por una editorial soviética que aprovechando el apogeo del libro en Chile comenzó a publicar títulos en español, aunque sus talleres estuvieran en una calle de Moscú.
«Era un método muy artesanal, le retiraban la portada con mucha delicadeza para evitar dañar el lomo y que después no se pudiera utilizar -señala el borde del libro- y después pegaban la nueva portada, que también había sido retirada de igual forma de un libro menos peligroso. Se hacía con libros muy específicos o que para su dueño eran importantes porque era un proceso muy dispendioso y no se podía aplicar para todos los libros».
Su investigación terminó en una exposición en 2017 en la universidad de Playa Ancha sobre los libros perseguidos en Valparaíso, en la que exhibieron no sólo los libros sino los relatos de cómo habían sobrevivido.
«Demostramos que lo que vimos en Chile fue una destrucción fundamentalista del libro. Como se perseguían personas, se perseguían ideas», agrega.
«Y fue una advertencia de lo que iba a venir. Como decía el poeta alemán Heinrich Heine, ‘donde se queman libros también se terminan quemando personas'».
Mardones cita el ensayo «Desear, poseer, enloquecer», en donde el reconocido semiólogo italiano Umberto Eco, fallecido en 2016, señala tres formas de biblioclastia o destrucción de libros: la biblioclastia fundamentalista, por incuria o por interés.
«Eco lo señala con claridad: ‘El biblioclasta fundamentalista no odia los libros como objeto, teme por su contenido y no quiere que otros los lean. Además de un criminal, es un loco, por el fanatismo que lo anima. La historia registra pocos casos extraordinarios de biblioclastia, como el incendio de la biblioteca de Alejandría o las hogueras nazis'», recita Mardones y añade: «Y las dictaduras en el Cono Sur».
«Después de esa destrucción, de ese apagón cultural como lo llaman muchos, lo que hizo la dictadura fue crear una cultura del consumo rápido, donde el libro ya no tiene cabida», anota.
Para hacer gráfico lo que acaba de relatar, pronuncia un nombre que parece un animal mitólogico: «Editorial Quimantú».
A unos 90 kilómetros de allí, Ramón Castillo, saca un libro de su colección: es un ejemplar pequeño en cuya portada se puede ver un hombre que carga un busto de Napoleón. Es «Sherlock Holmes y el misterio de los seis bustos», pero él se concentra en el logo de la editorial que lo publicó: un círculo con representaciones indígenas que rodean una «q» minúscula.
«Este es un libro de la editorial nacional Quimantú, de la colección minilibros», dice con entusiasmo.
Además de ser académico de la facultad de Arte de la Universidad Diego Portales, Castillo también ha seguido la vocación de rescatista de Mardones: frente a él, en la mesa del living de su casa en el barrio Bellavista de Santiago, reposa una montaña de libros. La mayoría de ellos con el sello de la Quimantú.
Tras la llegada al poder de Salvador Allende en el 1970, entre muchas medidas que se implementaron hubo una que tuvo como empeño popularizar el libro. Para eso se adquirió una editorial estatal, controlada por los trabajadores, que llegaría a producir 11 millones de libros en tres años.
No solo era literatura universal como el libro de Sherlock: en los últimos años, Castillo ha logrado recuperar ejemplares con títulos más combativos, como «Qué es el materialismo histórico», firmado por Marta Hernecker, y una recopilación de la revista «Cabro Chico», dedicada a los niños.
«Tuvo un alcance enorme. Uno de los empleados de la Quimantú nos contó una historia que lo retrata: después de una donación a varios centro educativos que estaban fuera de la capital, un profesor llamó para agradecer el gesto, pero sobre todo para pedir humildemente que también le enviaran estantes, porque era la primera vez que tenían libros en la escuela».
Una vez ocurrió el golpe, Pinochet y los militares que lo acompañaban llevaron adelante una persecución sistemática de títulos que consideraban peligrosos (de hecho, se hacían transmisiones televisivas con las quemas de libros y se convocaban ruedas de prensa para anunciarlas), pero sobre todo, de los libros de la Quimantú.
En pocos meses le habían cambiado el nombre (Editorial Gabriela Mistral) y la mayoría de los libros fueron destruidos.
Pero él insiste en hacer eco de un solo objetivo que resume en: «Muchas personas tuvieron la valentía de preservar algo que creían era algo más que un libro, que destruirlo era como destruirse a ellos mismos. Yo solo quiero que los libros vuelvan a tener un estante para que no se olvide lo que pasó».
La persecución a los libros durante los regímenes militares en Argentina y Chile
- En el caso de Chile, tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, se inició una destrucción de libros que eran considerados «subversivos» en bibliotecas públicas, universidades, algunas viviendas y librerías.
- Esto condujo a un proceso de autocensura, en el que muchos civiles destruyeron o escondieron numerosos ejemplares de sus bibliotecas personales para evitar ser incriminados por los militares.
- La siguiente fase del régimen fue la censura previa. Aunque ya realizaba operaciones de censura, es en 1976 cuando el gobierno militar establece la Dirección Nacional de Comunicaciones, Dinaco. Todos los contenidos culturales producidos en el país debían pasar por esta oficina para su aprobación.
- En Argentina, el proceso es diferente. Cuando ocurre el golpe de Estado de marzo de 1976, de inmediato se establece un control sobre la producción de libros.
- Se llegan a prohibir más de 125 títulos que estaban en contra de los «valores nacionales» que quería promover el proceso de reorganización de la junta cívico militar.
- Hubo quemas de libros. La más significativa ocurrió el 26 de junio de 1980 en el partido de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires, donde cerca de un millón y medio de libros fueron quemados.
- Hubo una especial persecución a los libros infantiles. Por ejemplo, el libro de cuentos «Torre de cubos», de la escritora Laura Devetach, se prohibió mediante decreto en el que se señalaba que su contenido «de fantasía ilimitada» podía ser nocivo para los niños.
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