Entre los países que se llaman a sí mismos socialistas, es tan difícil encontrar un caso de éxito económico comparable al de Bolivia como un fracaso de la magnitud de Venezuela.
En los cerca de 14 años de gobierno de Evo Morales, Bolivia ha crecido una media de 4,8% al año, con una inflación que el Fondo Monetario Internacional proyecta en 2% para 2019 y cortando la pobreza extrema a la mitad hasta 17%.
La hiperinflacionaria Venezuela del régimen de Nicolás Maduro (con sus políticas económicas fundamentalmente heredadas de Hugo Chávez) ha destruido la mitad de su economía en seis años.
Del país que presume de las mayores reservas probadas de petróleo, han huido más de cuatro millones de personas.
Casi como en un país en guerra, escasean bienes de primera necesidad y es virtualmente imposible conseguir algunos medicamentos.
Las situaciones de las economías de Bolivia y Venezuela parece diametralmente opuestas.
Pero si ambos líderes se dicen socialistas ¿cómo es posible que tengan resultados tan diferentes?
«Evonomics»
Para responder, hay que explicar el éxito de la políticas de Morales y el punto de partida debe ser recordar los persistentes traumas entre los bolivianos por la hiperinflación que padecieron en los años 80.
Por eso, al llegar al poder en 2006, en una época de mucha convulsión política, la izquierda boliviana tiene muy presente que de la estabilidad macroeconómica depende su permanencia.
Así es como, con el ministro Luis Arce Catacora como la principal cabeza pensante, idean un modelo mixto basado en dos pilares.
El primero y fundamental es el sector estatal, que se hace con el control de los hidrocarburos y la electricidad, estratégicos generadores de recursos económicos que luego son destinados a políticas sociales.
Y la otra pieza es el sector privado, donde destacan la agroindustria de Santa Cruz y el sector informal: artesanos y pequeño comercio responsables de más de 60% del empleo.
Con las nacionalizaciones de los hidrocarburos que decretó Morales hace más de una década, se multiplicaron los recursos que se quedan dentro del país y creció el poder del Estado que los redistribuye.
«Eso ha generado dos cosas, un mercado interno mucho más grande, con lo que actividades como la construcción o el entretenimiento se han vuelto más rentables», le explica el periodista Fernando Molina a BBC Mundo.
«Y la otra consecuencia está en que el sector informal, que no ha dejado de ser pobre, ha mejorado en actividad, crea más empleo».
Es precisamente ese segundo pilar, el sector privado generador de empleo, del que carece Venezuela, país con una crisis tan profunda que millones de personas han tenido que huir.
Muchos se fueron a España, otros a Miami y más tarde vimos los grupos de los que se han ido incluso a pie, atravesando los Andes.
Y, algo impensable hace 10 años, también ha habido venezolanos que emigraron a Bolivia.
En los últimos meses, muchos bolivianos se mostraron sorprendidos ante la llegada de migrantes venezolanos.
Varios de ellos trabajan como meseros o vendedores ambulantes.
También hacen malabares a cambio de alguna moneda en las principales calles de La Paz.
Al igual que en Colombia, Chile o Perú, se ve a madres cargando hijos pequeños pidiendo ayuda económica mientras otros portan carteles con los colores de la bandera venezolana.
«¡Exprópiese!»
Y es que, a diferencia de Venezuela, las nacionalizaciones bolivianas se circunscribieron a sectores estratégicos.
Esa idea traza una frontera clara entre el modelo mixto boliviano y el expansionismo estatal que impuso Chávez en Venezuela y que Maduro no hizo más que profundizar.
Los «traumas colectivos» venezolanos estaban más marcados por el Caracazo, la ola de violencia desatada por un paquete de ajuste de corte neoliberal, y no tanto por la falta de disciplina fiscal.
Así, con los precios del petróleo por las nubes, vimos a Chávez ordenando expropiar los locales de los alrededores de la plaza Bolívar, en el centro de Caracas, durante un «Aló, presidente», su programa de televisión.
«¿Y este edificio?», pregunta Chávez mientras señala. «Eso es un edificio que tiene comercio privado de joyería», responde el entonces alcalde de Caracas y actual ministro, Jorge Rodríguez.
«¡Exprópiese!», dictamina el mandatario mientras habla de convertir la zona en un «centro histórico».
El abogado Carlos García Soto, coautor del libro «Exprópiese, la política expropiatoria del ‘Socialismo del siglo XXI'», describe las expropiaciones de Chávez como «una política desordenada».
«No fue producto de un plan estratégico de estatización de sectores económicos», le dice García Soto a BBC Mundo.
No en vano, en muchos casos las expropiaciones se produjeron por circunstancias de índole social o de retaliación política.
Por ejemplo, en julio de 2015, en la primera expropiación ordenada por Maduro se confiscaron unos terrenos para beneficiar a unas familias que allí estaban asentadas.
En 2017, el presidente del Instituto Nacional de Tierras, Carlos Albornoz, denunció la confiscación de una finca por participar en protestas opositoras.
El gobierno también ha expropiado empresas de construcción por conflictos con los promotores y más recientemente tenemos el caso de los cereales Kellogg’s.
Control de cambios y otros «pecados» de Venezuela
Pero ese expansionismo estatal, de por sí solo, no es la única explicación del nivel de desmembramiento del tejido empresarial privado que padece Venezuela.
El control de cambios y de precios es otro «pecado capital» que los críticos achacan a los regidores de la economía venezolana.
Establecidos por Chávez ante las huelgas generales y paros patronales de 2002 y 2003, pronto se convirtieron en un lastre para el desarrollo económico y en una fuente de corrupción.
Para frenar la inflación, el gobierno estableció el precio máximo para determinados productos básicos que no tardaron en desaparecer de las tiendas.
Lo que se idea para defender a los consumidores frente a los excesos de los «avariciosos empresarios», en medio procesos inflacionarios, pronto obliga a producir a pérdidas.
Eso es inevitablemente también la semilla de la escasez, nadie quiere trabajar si le cuesta dinero, nadie produce si el precio impuesto por el Estado está por debajo del coste.
Por otra parte, el control de cambios, por el que el Estado monopoliza el acceso a la moneda extranjera, también se convirtió en factor de escasez y corrupción.
Por ejemplo, si para producir papel higiénico se requiere importar el pegamento con el que lo adhieres al tubo de cartón en el centro y no consigues los dólares porque no te los da el gobierno, la producción se hace imposible y los rollos de papel se convierten en un bien escasísimo.
Además, se creó el perfecto incentivo para la aparición de un mercado negro (el dólar paralelo) por las restricciones cada vez mayores al acceso a divisas extranjeras según iba cayendo el precio del petróleo.
«El gobierno decide vender los dólares por debajo del mercado con la idea de garantizar que los precios se mantengan bajos. ¿Qué ocurrió? Hay un gran incentivo para que cualquiera que reciba un dólar del Estado lo puede vender en el mercado paralelo», le dice a BBC Mundo el analista Luis Vicente León, presidente de la encuestadora Datanálisis.
En ese contexto, según León, el gobierno decide quién se hace millonario y quién se arruina, y esto es lo que destruye la economía.
«La discrecionalidad en la formación de los precios lo corrompe todo. Todo termina en lo mismo, un chiquero de corrupción que destruye la capacidad económica del país», afirma León.
La guerra económica
Otro contraste está en que mientras en Bolivia el gobierno se esforzaba en desdolarizar la economía y fomentar la confianza de los consumidores en su moneda, en Venezuela se pretendía solucionar los problemas de flujo de caja imprimiendo dinero.
El dinero en circulación en Venezuela pasó de los 127 billones a final de 2017 a 8.000 billardos (miles de billones).
Y eso en un contexto de contracción económica.
Esta impresión de moneda sin respaldo en la economía real, dinero inorgánico, hunde el valor de la moneda, es inevitable que provoque inflación.
Y aunque en el papel en Venezuela confluyen muchos ingredientes que un economista calificaría de inflacionarios, el gobierno defiende que la hiperinflación que padece el país es «inducida y criminal».
Guerra económica
Lo dijo Maduro en 2014 y lo ha seguido repitiendo a lo largo de los años, según él, la inflación venezolana «no responde a las reglas de la economía».
De hecho, el gobierno venezolano tiene una explicación para todos los problemas que padece el país: la guerra económica.
Desde que llegó al poder tras el fallecimiento de Chávez en 2013, Maduro no ha parado de denunciar que es víctima de una «guerra económica» y del sabotaje orquestado por empresarios de derecha en connivencia con Estados Unidos.
Más recientemente ha pasado a culpar a las sanciones decretadas por el gobierno de Donald Trump contra altos jerarcas y el sector petrolero.
«Por supuesto que no es verdad que la crisis es culpa de las sanciones. La crisis es culpa del modelo productivo», opina León quien sin embargo reconoce que «las sanciones es imposible que afecten solo al gobierno».
«La sanción amplifica el problema, algo que se ve como un sacrificio que hay que hacer para intentar sacar a Maduro del poder», señala el analista.
El problema para Washington y los sectores de la oposición que apoyan las sanciones surge, como señala León, cuando no bastan para sacar Maduro del poder «como no ocurrió con Cuba, ni Irán, ni Siria, ni Zimbabue…».
«Entonces alargas el proceso de deterioro interno y destruyes la capacidad infraestructura, de producción, la industria… Y el más afectado es ya el pueblo porque incluso el gobierno se convierte en el big brother que algo tiene para repartir».
El socialismo evista
En contraste, el «socialismo boliviano» nacionalizó los sectores estratégicos para más que nada renegociar los contratos con las petroleras internacionales y así multiplicar las regalías con las que se quedaba el Estado.
Esa renegociación puso ingentes recursos a disposición del gobierno que activó una política de redistribución de la riqueza a través de tres bonos: a la vejez, a los escolares y a las mujeres embarazadas.
De hecho, con esa decisión de limitar las nacionalizaciones a sectores estratégicos se explica también cómo, a diferencia de Venezuela, el gobierno de Morales operó para garantizar el abastecimiento interno de alimentos.
Y es que más allá de la agricultura de supervivencia que se puede encontrar a lo largo y ancho del país, la sede del sector agroindustrial está en Santa Cruz, cuna de los movimientos opositores a Morales.
La agroindustria es el segundo rubro de exportación, alrededor de 10%, pero el sector crece a un ritmo de más de 8%, por lo que su aporte en el Producto Interno Bruto (PIB) es cada vez mayor.
Convivencia pacífica
Durante los primeros y turbulentos años del presidente Morales en el poder, el sector agroindustrial se alía con la oposición y sus aspiraciones autonomistas y hasta separatistas.
El gobierno decretó entonces el control de las exportaciones de alimentos y exigió un «certificado de abastecimiento interno» para garantizar la disponibilidad de los productos en el mercado interno.
Pero a diferencia del enconado enfrentamiento entre gobierno y clase empresarial que nunca vio la paz en Venezuela, en 2011 Morales logró convencer a los agroindustriales de la conveniencia de una convivencia pacífica.
«Se dieron cuenta los agroindustriales de que la oposición y la conflictividad los iba a llevar al descalabro, así que empezaron a trabajar con el gobierno», recuerda Molina.
El analista señala que el gobierno «también hizo una concesión» al pasar de su discurso contra los transgénicos y demás a «un discurso desarrollista agropecuario».
«Con ese acuerdo, tienes resuelto el problema de la alimentación y provisión básica», afirma Molina.
Bolivia, también en problemas
Pero no todo son buenas noticias en la economía boliviana.
De hecho, hay motivos para la preocupación.
La prometida industrialización de los recursos naturales no llegó durante los años de boom petrolero y los críticos acusan al gobierno de haber profundizado el modelo rentista extractivista.
Molina habla de signos de una «enfermedad holandesa» que aunque no ha llegado al punto de destruir la economía sí que ha impedido la diversificación y la industrialización, y ha hecho que siga fuertemente dependiente de la exportación de recursos naturales.
Además, la situación cambia radicalmente en 2014 con la caída de los precios de los hidrocarburos.
Bolivia comienza a registrar déficit fiscal, el gobierno gasta más de lo que ingresa, y al mismo tiempo se registra déficit comercial, se importa más de lo que se exporta.
Ambos déficits, de en torno a 6 y 8%, no han llevado al gobierno a hacer ningún tipo de ajuste, se han pagado accediendo a deuda externa y acudiendo a las reservas internacionales.
Cifras saludables pero degradadas
Y aunque tanto la deuda externa (alrededor de 25% del PIB) y las reservas internacionales (20% del PIB) siguen en cifras que se pueden considerar saludables, no lo es la velocidad a la que se han degenerado.
En 5 años, las reservas internacionales pasaron de 50% del PIB a 20%.
Muchos ven inevitable una próxima devaluación del boliviano, pero eso se plasmaría en inflación y tampoco parece una receta mágica que vaya a servir para arreglar la situación.
«En el caso boliviano, dado que 70-80% de las exportaciones son minerales e hidrocarburos, difícilmente una devaluación llevaría al incremento de las exportaciones», apunta José Pérez-Cajías, historiador de la economía boliviano de la Universidad de Barcelona (España).
El vicepresidente, Álvaro García Linera, dice que la clave para salir del atolladero pasa por diversificar las exportaciones con la industrialización del litio, la «economía del conocimiento» y hasta el turismo.
Y eso es algo que tienen en común los gestores de Bolivia y Venezuela: más de una década hablando de diversificar la economía sin que ocurra.