Khalil tenía sólo seis años cuando abandonó Siria. En ese entonces, la devastadora guerra civil que azotaba su país estaba en un punto álgido y los enfrentamientos eran diarios.
Vivía en la provincia de Homs, en el oeste de Siria, con su padre taxista, su madre y dos hermanas menores.
Homs, la tercera ciudad más grande de Siria, donde vivían 1,5 millones de personas antes del conflicto, había sido un campo de batalla clave en el levantamiento contra el presidente Bashar al-Assad después de que sus residentes siguieran el llamado para derrocarlo a principios de 2011.
“Mi pueblo estaba entre dos montañas y había enfrentamientos todas las noches”, recuerda Khalil.
“Veía el fuego y la luz que salían de las puntas de las armas cuando los soldados y los rebeldes se disparaban entre sí. Tenía mucho miedo”.
A finales de 2015, las fuerzas rebeldes abandonaron Homs, que tenían bajo su control y que ahora estaba en manos del gobierno.
Durante el levantamiento, decenas de miles de personas fueron detenidas bajo la “ley antiterrorista”, que criminalizaba casi toda actividad pacífica de oposición. El padre de Khalil, Ibrahim, fue uno de los detenidos.
“El gobierno lo metió en la cárcel. Cuando salió, nosotros [como familia] tuvimos que pasar por muchas cosas. Así que decidimos abandonar Siria”, cuenta Khalil.
Así comenzó su viaje de una década como niño refugiado.
Primera parada: Líbano
Desde el comienzo del conflicto sirio, 12 millones de personas han sido desplazadas. Más de seis millones han abandonado el país.
Se estima que 1,5 millones de sirios viven en el vecino Líbano. Con una población total estimada de poco más de 5,3 millones, Líbano es el país con la mayor proporción de refugiados del mundo.
Líbano también fue la primera parada para la familia de Khalil. Se quedaron en casa de un sirio amigo de la familia durante casi un año, pero finalmente decidieron irse porque pensaron que allí no había futuro para ellos.
Viajaron a Turquía, legalmente, en avión.
Turquía adoptó una política de puertas abiertas hacia los sirios desde que comenzó la guerra civil y sigue albergando a más de 3,6 millones de refugiados sirios registrados.
Es el país con el mayor número total de refugiados del mundo.
Khalil y su familia se establecieron en Estambul, la ciudad más grande de Turquía y hogar de más de 500.000 sirios, con una población de 16 millones.
Vivieron allí durante cuatro años, pero les resultó difícil integrarse en la sociedad en medio de las crecientes tensiones entre los lugareños y los refugiados.
“En Estambul, los niños [turcos] se me acercaban y me decían: ‘¿Por qué no regresas a Siria?’ Tuve que enfrentarme a muchos problemas. Pero pensé que nada cambiaría si solo lloraba por ello. Tenía que seguir con mi vida”.
A mediados de 2019, comenzaron a surgir informes de que Turquía estaba deportando a cientos de sirios a su país contra su voluntad. El gobierno turco lo negó en ese momento.
Temiendo una situación similar, la familia de Khalil decidió seguir adelante. Viajaron a la ciudad costera suroccidental de Bodrum para comenzar su viaje a través del mar Egeo hacia Grecia.
Lo intentaron tres veces sin éxito. Fue en su cuarto intento, en un barco que transportaba a unas 50 personas, cuando Khalil y su familia lograron poner un pie en la isla griega de Kos.
“Pensábamos que estábamos en un sueño. Estábamos felices, a salvo y agradecidos a Dios por eso. ‘Ganamos’, pensamos”, dijo Khalil. “Ahora podíamos construir nuestro futuro”.
“Hijo, ¿estás seguro?”
Pero el “sueño” no duró mucho. En 2020 se denunciaron casos de migrantes y refugiados que fueron expulsados de las aguas griegas hacia Turquía.
Las organizaciones de derechos humanos criticaron al gobierno por el maltrato a los solicitantes de asilo. Las autoridades griegas en ese momento negaron el maltrato a los migrantes.
Ibrahim tenía miedo de que les llegara su turno. Khalil le sugirió separarse del resto de la familia y viajar solo a Europa.
“Al principio, mi padre dijo que no. Pero después de pensarlo un poco, me preguntó: ‘Hijo, ¿estás seguro? ’. ‘Sí’, respondí. ‘Está bien’, dijo. ‘Te irás pronto. Prepárate’”.
En octubre de 2020, cuando tenía 13 años, Khalil dejó atrás a su familia y partió rumbo a Albania con un grupo de refugiados.
Caminaron más de 165 km, subiendo montañas y cruzando ríos, sin comida, solo un poco de atún y chocolate para obtener energía.
El grupo se aseguró de tener suministros de agua y sacos de dormir para el camino.
A veces filmaban su difícil viaje con sus teléfonos y bromeaban para mantener el ánimo. Compartirían estos recuerdos con su familia una vez que llegaban a su destino.
Tras dos semanas de viaje, llegaron a Pristina, la capital de Kosovo. Pero decididos a seguir adelante, pronto emprendieron la marcha hacia la vecina Serbia.
En noviembre de 2020, Khalil llegó a Belgrado, la capital de Serbia.
“Estoy harto, estoy increíblemente cansado”, dijo mientras se filmaba a las 5 de la mañana con su teléfono móvil. Esta fue una de las postales virtuales que pronto enviaría a su familia.
Múltiples intentos
Al final, Khalil quería viajar más al oeste de Serbia, a Austria o los Países Bajos.
Hizo múltiples intentos de cruzar las fronteras de la Unión Europea: 11 veces hacia Hungría, tres veces hacia Croacia y una vez hacia Rumania. Todos ellos fracasaron.
Después de cuatro meses de intentarlo, desarrolló problemas de salud debido a sus largas caminatas en condiciones climáticas extremas, lo cual le impidió realizar viajes similares.
Finalmente, tuvo que darse por vencido y establecerse en Belgrado.
Se estima que desde 2015 más de un millón de migrantes y refugiados de todo el mundo han tomado la llamada ruta de los Balcanes para intentar llegar a los países de la UE.
El Consejo Europeo de Refugiados y Exiliados (ECRE) afirma que miles de ellos se enfrentan cada año a devoluciones, violencia y acoso por parte de contrabandistas o fuerzas de seguridad y fronterizas mientras viven en condiciones inhumanas con diferentes riesgos para la salud.
“No siento que Belgrado sea mi ciudad, pero soy muy feliz aquí”, le dijo Khalil, que ahora tiene 17 años, a la BBC.
Durante los últimos tres años, la capital serbia había sido el nuevo hogar de Khalil, donde comenzó a ir a la escuela, aprendió inglés y serbio y ha hecho muchos amigos.
“Esta es mi habitación y estos son mis dibujos. Me gusta dibujar en mi tiempo libre”, afirmó mientras nos mostraba el modesto refugio que le proporcionó el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), una de las organizaciones no gubernamentales que ayuda a los niños refugiados en Serbia.
Los dibujos estaban colgados en la pared. Uno de ellos ilustraba la primera letra del nombre de su madre fundiéndose en una forma de corazón, otro mostraba a una niña, con alas de ángel, volando desde el mar hacia el cielo.
“La niña está sola y así me sentí en ese momento, quería mostrarlo”, afirma Khalil.
“Estaba muy cansado después de todo lo que pasó en Grecia, Albania, Kosovo… Vine aquí y pensé que, gracias a Dios, descansaría un poco. Mi vida es perfecta ahora. Puedo dormir. Puedo ir a la escuela”.
Último tramo: una familia reunida
Mientras Khalil estaba en Serbia y su padre y hermanas todavía estaban en Grecia, su madre logró llegar a Países Bajos y obtener el estatus de refugiada.
En septiembre de 2023, la familia cumplió los requisitos para la reunificación y, en pocos meses, Khalil pudo reunirse con ellos en Países Bajos.
No había visto a sus seres queridos durante casi cuatro años. Ahora, a todos ellos se les ha concedido asilo.
Ahora espera ir a la universidad el año que viene y estudiar programación informática.
“Quiero hacer nuevos amigos y vivir una vida pacífica con mi familia, y estar lejos de las guerras”, dice.
“Mis experiencias en la vida me enseñaron a creer en mí mismo y a ser fuerte para lograr todo lo que quiero”.
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