Mientras contempla los excéntricos ángulos revestidos de titanio del Museo Guggenheim de Bilbao, Francisco Mulero, un turista de las Islas Canarias de España, explica por qué admira el edificio.
«Es espectacular», dice. «Su exterior tiene la apariencia de un barco navegando sobre las olas y el interior tiene estas curvas infinitas».
«He viajado por todo el mundo y esto es algo en mi propio país que tenía que ver», añade.
Mientras el museo celebra su 25 aniversario, su éxito se puede ver en la cantidad de visitantes que atrae: alrededor de un millón cada año en promedio.
Y durante el último cuarto de siglo, el Guggenheim se ha convertido en un importante centro de arte moderno, con obras de artistas de su región (el País Vasco), así como de gigantes internacionales como Andy Warhol, Jackson Pollock y Alberto Giacometti.
Pero podría decirse que el mayor legado del museo es el impacto más amplio que ha tenido en la ciudad del norte de España que lo alberga, un fenómeno que se conoce como «El efecto Guggenheim».
Potencia industrial
En la década de 1900, el hierro bajo en fósforo, extraído de las colinas cercanas y transportado a lo largo del río Nervión, convirtió a Bilbao en una potencia industrial.
A finales del siglo XIX, la ciudad suministró a Gran Bretaña dos tercios de su mineral de hierro y, en las décadas siguientes, proporcionó una quinta parte del acero del mundo.
Pero a finales del siglo XX, el declive había comenzado y la imagen de Bilbao era la de un páramo industrial contaminado, mientras que la ciudad y la región circundante se habían convertido en objetivos frecuentes de los ataques del grupo separatista vasco ETA.
El escritor vasco Jon Juaristi la describió como «la ciudad menos hospitalaria de toda España».
Edificio «más grande del siglo»
Thomas Krens era director de la Fundación Solomon R. Guggenheim en Nueva York, que buscaba expandirse al extranjero. Cuando fracasó un proyecto discutido en Venecia, se creó el plan para un nuevo museo en Bilbao.
«Los vascos vinieron a mí y me preguntaron cómo podían cambiar la idea errónea de que solo eran famosos por el terrorismo y el balonmano Jai alai», explicó al autor Paddy Woodworth, en referencia a este deporte de origen vasco también conocido como cesta punta o pelota vasca. «Les dije que deberían construir el edificio más grande del siglo».
El arquitecto canadiense Frank Gehry recibió el encargo de diseñarlo, en un sitio a la orilla del río.
Desde el principio, el proyecto del Guggenheim Bilbao enfrentó críticas, en gran parte debido al costo (US$100 millones solo para el edificio) que pagaron las autoridades locales.
Para la Fundación Guggenheim, que simplemente prestaba su nombre y obras de arte, el riesgo era considerablemente menor.
Pero la apuesta valió la pena.
«En términos físicos, literalmente, limpió la ciudad. Eso sucedió cuando abrieron este museo», dice Lekha Hileman Waitoller, curadora del Guggenheim Bilbao nacida en Estados Unidos.
«Hizo que los residentes, el gobierno y todos los que tienen el control de estas decisiones miraran hacia el río».
La nueva estructura ultramodernista atrajo a un gran número de turistas.
Los nuevos ingresos alentaron una regeneración de la ribera de la ciudad y surgieron nuevos bares, cafeterías y otros negocios, muchos de ellos de alta tecnología.
Actualmente hay seis restaurantes con estrellas Michelin en una ciudad con una población de solo 350.000 habitantes.
«En muy, muy poco tiempo, realmente cambió toda la faz de Bilbao», dice Hileman Waitoller sobre el museo.
Edificio vs arte
Algunos creen que el llamativo diseño del museo socava su papel como hogar del arte.
El crítico Hal Foster dijo que Gehry había «dado a sus clientes demasiado de lo que querían, un espacio sublime que abruma al espectador».
«El edificio es un evento increíble y eso es lo que siempre quise venir y ver», dice al salir del museo Eve Vanvas, quien está de visita desde Reino Unido. «Hay un montón de arte interesante en él, pero en realidad hemos venido a ver el edificio«.
Con 25 millones de personas que han visitado el museo desde su apertura en 1997, el gobierno local de Bilbao y sus habitantes no parecen quejarse, incluso cuando es el edificio, más que el arte, lo que los atrae.