En diciembre de 2014, un grupo de militantes del Talibán irrumpieron en una escuela pública administrada por el Ejército de Pakistán en la ciudad de Peshawar, en el noroeste del país. Los hombres armados entraron a las aulas y dispararon de forma indiscriminada. Waleed Khan, de 16 años, estuvo allí y le relató los hechos a BBC Three.
Advertencia: este artículo contiene detalles que algunos lectores pueden encontrar perturbadores.
Cuando vine al colegio en Birmingham, Inglaterra, mis compañeros me hicieron muchas preguntas.
«¿De dónde eres?»
«¿Qué te pasó»
«Por qué tienes la cara así?»
Debido a mis cicatrices, lo que ocurrió en Pakistán es algo que no puedo ocultar. Y no es algo que quiera ocultar.
Las cicatrices se extienden a través del lado derecho de mi cara y a través de la parte superior de mi boca. Al principio realmente me afectaron: cuando me miraba al espejo veía un recordatorio diario de lo que había ocurrido.
En el colegio se me hacía difícil tener que contarle a la gente una y otra vez por qué las tenía. Así que decidí contarles a todos mi historia de una vez por todas. El colegio organizó una reunión especial para ello.
Antes de comenzar a hablar se me entumieron las manos y me temblaban las piernas detrás del podio. Pensé que al menos éste me ocultaba y la escuela no podía verme temblar. Era la primera vez que me subía a un escenario desde el hecho, ocurrido tres años atrás.
No escribí mi discurso porque sabía lo que iba a decir. Cuando comencé a hablar, todos en la sala estaban en silencio, escuchando atentamente.
Al principio no fui capaz de mirar a nadie, pero cuando pude hacerlo, vi que muchos estudiantes tenían lágrimas en los ojos.
Mis profesores me dijeron después que nunca habían visto a sus alumnos tan callados como en el día en que hablé.
A pesar de que estaba aterrorizado, y era doloroso recordar lo que había ocurrido, me forcé a subir al escenario a compartir mi historia porque mi pasado, y el de los amigos que perdí, me motivaron a hacerlo.
Un día cualquiera
Cuando desperté en la mañana del 16 de diciembre de 2014, era una día cualquiera. Me puse el uniforme y me reuní con mis amigos en el estacionamiento.
Cada mañana antes del colegio nos sentábamos en la cafetería y desayunábamos juntos, a menudo discutiendo sobre cricket. Después nos dirigíamos a clase.
Nuestro colegio en Peshawar, Pakistán, es lo que se llama una escuela del Ejército. Esto quiere decir que el Ejército administra la escuela, y estábamos acostumbrados a ver soldados alrededor. Así que no nos sorprendió que un comandante nos diera una charla sobre primeros auxilios en el auditorio.
Toda nuestra escuela estaba dividida en alas: el ala escolar, el ala colegial y el ala infantil. Para la charla, tanto el ala escolar como el ala colegial tenían que asistir. Eso significó que la sala estuviera llena de estudiantes de entre 11 y 18 años.
Yo tenía 12 años y era uno de los líderes estudiantiles más jóvenes que había tenido el ala escolar, que era algo de lo que mis padres estaban orgullosos.
Uno de los privilegios que tenía era sentarme en el escenario con el director y, ese día, también con el comandante.
Desde allí podía ver la cara de los otros estudiantes. Algunos días mis amigos trataban de captar mi mirada o me hacían caras para hacerme reír.
Recuerdo que estábamos en la mitad de la charla cuando escuché un ruido ensordecedor. Era muy fuerte pero no particularmente fuera de lo común. Sólo semanas antes, el ala colegial nos hizo una broma y lanzó un cohete en el auditorio. Nuestros profesores no lo encontraron tan gracioso, pero nosotros sí.
Esta vez, sin embargo, sonó diferente, no como un cohete. Aún así podía haber sido un simulacro del Ejército. Hubo risas y comentarios en la sala por la interrupción de la charla. Pero cuando el ruido comenzó a escucharse cada vez más cerca, las cosas cambiaron.
Le pregunté a mi profesor, que estaba junto a mi en el escenario, si todo estaba bien. «No te preocupes, no te preocupes, todo está bien», me dijo.
Algunos estudiantes se veían preocupados, otros estaban bromeando. Cuando el ruido se escuchó aún más fuerte, reinó el silencio en todo el auditorio.
Entonces supe que algo estaba mal.
Zona de guerra
Las sonrisas de los profesores comenzaron a desaparecer y rápidamente cerraron todas las puertas, dentro y fuera del auditorio. Uno de los profesores gritó que nos tiráramos al suelo y escondiéramos bajo nuestras sillas.
Algunos de los estudiantes más jóvenes comenzaron a llorar. Yo me quedé donde estaba en el escenario, demasiado confundido para moverme.
Ninguno de nosotros había escuchado nunca disparos tan cerca. Y, de pronto, derribaron la puerta y nuestro auditorio se convirtió en una zona de guerra.
Cuando comenzaron los disparos no hubo ninguna pausa. Entraron gritando. Uno de ellos exclamó: «Disparen a los mayores en la cabeza». Gritó tan fuerte que todos lo escuchamos.
Entonces me di cuenta de que yo todavía estaba en mi silla, tan conmocionado que no podía mover mi cuerpo para esconderme. Me quedé mirándolos. Incluso cuando uno de ellos apuntó su arma directamente contra mi, no pude moverme.
El hombre estaba a unos 10 metros de distancia cuando disparó por primera vez contra mi cara. Cuando la bala hizo contacto con mi piel pude sentir un dolor agudo. Mi cara estaba herida y sangrando pero yo no estaba seguro de que lo que ocurría era real.
Los disparos surgían implacables en todas direcciones. Les dispararon a mis amigos en la cabeza, manos, piernas y pecho, justo frente a mi. Desde el escenario lo pude ver todo. Pude ver a mis compañeros muriendo. Algunos instantáneamente. Otros lentamente.
Incluso con sus cuerpos frente a mi, yo no podía aceptar que mis amigos estuvieran muertos cuando minutos antes habíamos estado riéndonos y charlando.
Lo que más recuerdo es el dolor mental extremo. Yo estaba totalmente indefenso y creo que eso me destruyó por dentro.
Más disparos
Caí al suelo del escenario, desesperadamente tratando de rodar, buscando algún tipo de refugio bajo las sillas. Entonces fue cuando uno de los terroristas me vio moverme. Me disparó en la cara una y otra vez. Perdí la cuenta de cuántas veces me disparó.
Pensé: «ya está, voy a morir aquí en el suelo de este escenario». La muerte no estaba muy lejos.
No pude dejar de pensar en mis padres y en las promesas que les había hecho de convertirme en médico y de darle a nuestra familia una mejor vida. Supe que nunca los vería otra vez.
La sala estaba ahora en silencio y los cuerpos comenzaron a desaparecer en una nube de pólvora.
Los terroristas entonces centraron su atención en revisar si estábamos vivos, golpeando a la gente con sus armas para ver si necesitaban volver a dispararles.
Cuando llegaron a mi, me patearon en el pecho y un grito me delató. Al ver mi cara que entonces ya casi estaba destrozada, asumo que decidieron dejarme morir dolorosamente.
Después de lo que parecieron horas los escuché salir en dirección al ala infantil.
Me puse la mano en la boca para sentir calor y ver si todavía estaba respirando. Sabía que estaba perdiendo mucha sangre y la parte exterior de mi cara parecía ser la parte interior de mi cara. Sin embargo, de alguna forma todavía podía ver. Podía escuchar. Mi mente seguía funcionando.
Ya no tenía miedo. Después de todo, ¿qué más me podía ocurrir?
Cuando traté de pararme, no pude hacerlo. Mis piernas no obedecían lo que les ordenaba. Así que comencé a arrastrarme hacia un lugar seguro. Cada pocos centímetros pensaba que me iba a desmayar por el dolor, y entonces me llevaba la mano a la boca para revisar, una vez más, que seguía vivo.
Me decía a mi mismo: «Sigo respirando. Mientras siga respirando seguiré intentando con todas mis fuerzas respirar».
Mis sentidos me salvaron la vida ese día. También destruyeron todas las posibilidades de olvidar cada detalle de lo que ocurrió.
Cuando alguien del servicio de emergencia del Ejército me encontró, estaba casi inconsciente después de haberme arrastrado 30 metros. La mitad de mi cara había desaparecido y ni siquiera me había dado cuenta de que me habían disparado en la pierna.
Lo único que no recuerdo de ese día es cómo llegué al hospital. Los terroristas habían destrozado mi cara hasta tal punto que cuando llegué a la sala de emergencias me dejaron con los cadáveres y no con los pacientes.
Había perdido tanta sangre que mi cuerpo estaba paralizado. Traté de hablar, de hacer algún tipo de sonido para decirles que estaba vivo, pero no salía nada. Hice todo lo que pude para respirar profundamente, esperando que alguien me viera y me ayudara. La sangre que tenía en la boca comenzó a hacer burbujas.
Entre los cadáveres
Después me dijeron que una enfermera me encontró entre los cadáveres. Me habían disparado en la cara seis veces, una vez en la pierna y una vez en la mano.
Había sobrevivido el segundo peor ataque terrorista en Pakistán. Los hombres armados que atacaron mi escuela era del Talibán de Pakistán. La mayoría de las víctimas eran niños. Mis compañeros, que iban a ser los políticos, ingenieros y médicos del futuro, fueron aniquilados en minutos.
Durante los dos años siguientes al tiroteo estuve atado a una cama de hospital y escasamente presente. Pasé de un coma a una cirugía tras otra. A mis padres se les dijo que tenía 1% de probabilidad de sobrevivir.
En los momentos fugaces en que emergí del letargo, pregunté por mi mejor amigo. ¿Está vivo? ¿está bien? ¿cuándo podré verlo?
Primero los médicos tenían que sacar todas las balas y proyectiles de mi cuerpo. Después tuvieron que empezar a suturar mi cara en muchas operaciones diferentes. Perdí los dientes frontales y mi quijada estaba totalmente destrozada, así que extrajeron hueso de mi pierna y me construyeron una nueva quijada con éste.
Colocaron placas de metal dentro de mi boca y crearon una articulación. Esa fue una de las mayores operaciones a las que me sometieron.
Si alguna vez me quedaba solo con un teléfono o tableta, trataba desesperadamente de buscar los nombres de los muertos, pero siempre me detenían las enfermeras o mis padres antes de que pudiera encontrarlos.
Todos trataban de protegerme de más dolor y no los culpo por eso.
En los meses después del ataque, me incapacitó la depresión y el trauma de lo que había ocurrido, además de los duros golpes físicos contra mi cuerpo. Me sentí casi al borde del suicidio. Oré para que no fuera real, y para que mis amigos estuvieran aún vivos. Y lloré cada día recordando el ataque.
Después de muchas semanas, mi madre me dijo: «¿Que ocurrirá si lloras ahora? ¿regresarán tus amigos? Es mejor ponerte sano y volver a la vida otra vez y hacer algo por ellos para que todos puedan recordarlos para siempre».
Esto se me quedó grabado. Volví a tener un propósito en mi vida.
Viaje a Reino Unido
Cuando los médicos en Pakistán ya no podían hacer más por mi, la complicada naturaleza de mis heridas me hizo viajar a Reino Unido para obtener asistencia médica especializada.
El Ejército de Pakistán hizo posible que obtuviera el tratamiento. Desafortunadamente, esto significó dejar a mi mamá y hermana en Pakistán. Cuando llegué para mi primera operación, dos años después del ataque, mi papá y yo no conocíamos a nadie en Reino Unido.
Al principio Inglaterra y Birmingham eran completamente extraños para mi. Me maravillé de las cosas más pequeñas. La comunidad nos dio la bienvenida de inmediato y ahora Birmingham es como un hogar lejos de mi hogar.
En cuanto estuve lo suficientemente bien, todo que realmente quería es volver a la escuela. Algunas personas no podían entenderlo. Sé que lógicamente debería sentirme inseguro o triste en una escuela. Pero para mi es lo opuesto: es en la educación donde veo mi futuro.
La escuela en Birmingham se siente más relajada. En algunas ocasiones todavía no puedo creer que todos los niños aquí tienen acceso a una buena educación, paz y derechos humanos, cosas que en Pakistán siempre habíamos soñado.
A veces, antes del ataque, me quedaba dormido en la escuela o las clases parecían todas iguales. Pero ahora nunca volveré a dar por sentada la educación.
Los terroristas que entraron a mi escuela ese día eligieron las bombas y las armas, pero para combatir el terrorismo en mi país yo elijo los libros y los bolígrafos porque creo que los terroristas no temen las armas, lo que temen es la educación.
Mientras espero mi siguiente cirugía, voy a la escuela. Estoy estudiando para mi certificado de secundaria. También soy miembro del Parlamento Juvenil de Reino Unido, para el que me eligieron todas las escuelas de Birmingham.
Escuchamos asuntos que plantean los jóvenes en nuestra área, y después una vez al año los llevamos a la Cámara de los Comunes.
Cuando forcé mis piernas temblorosas al escenario de mi nueva escuela en Birmingham, nunca soñé que hablar sobre lo que había ocurrido me permitiría sentir que estaba haciendo una diferencia.
Me preocupaba que la gente se riera y pensaba: ¿por qué alguien debe escucharme?. Después del incidente, casi perdí la fe en la humanidad. Pero cuando acabé la charla, mis compañeros me abrazaron y me mostraron tanto respeto, que ese día volví a tener un poco de esa fe.
Desde entonces he dado innumerables pláticas motivacionales en colegios, universidades y compañías en todo Reino Unido. La última charla fue a estudiantes del SOAS (Escuela de Estudios Orientales y Africanos) de la Universidad de Londres.
Quiero vivir la vida, no sólo para mi sino para todos los niños que murieron ese día y en otros ataques.
Quiero que la gente nunca olvide a mis amigos y compañeros, porque estaban allí para estudiar para un mejor futuro, no para que los mataran.
Es agradable volver a tener amigos, pero a los que perdí nunca voy a olvidarlos.
Waleed Khan le contó su historia a Hannah Price de BBC Three.