La marcha de los hombres puede estar dando un papel aún mayor si cabe a la mujer en Venezuela.
Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), un amplio estudio sobre la realidad socioeconómica realizado por investigadores de las tres principales universidades del país, en un 60% de los hogares venezolanos es una mujer la que toma las principales decisiones y aporta la mayoría de los ingresos.
Aunque la hipótesis está por confirmarse, los autores creen que podría deberse a la ausencia de varones por el éxodo de los últimos años. Según Naciones Unidas, más de cuatro millones de personas han emigrado en el marco de la grave crisis que sufre el país.
Para el sacerdote Alfredo Infante, que lleva años trabajando en diferentes sectores populares, la tendencia está clara hace tiempo, sobre todo en las zonas más populares.
«Las mujeres son el pilar que sostiene el tejido social en los barrios venezolanos», afirma.
Pero ahora es incluso mayor y no se reduce al núcleo familiar.
BBC Mundo conversó con tres mujeres que no sólo se esfuerzan por mantener a flote a su familia, sino también a sus vecinos.
Nury Pernía: de joven maltratada a defensora de la emancipación femenina
A Nury Pernía la conocen muchas mujeres en la zona de Propatria, una de las más populosas de Caracas.
Allí, en medio de buhoneros cuyos gritos compiten con el ruido de las camionetas destartaladas del transporte público, tiene su sede la Asociación de Mujeres por el Bienestar y la Asistencia Recíproca (Ambar).
Ambar es la causa a la que Nury ha dedicado su vida. En los últimos 25 años ha prestado orientación sobre planificación familiar y atención médica y psicológica a miles de mujeres, muchas, vecinas del barrio víctimas de violencia.
«Con frecuencia son muchachas que sufrieron abusos en la familia y se marcharon de casa porque no les creyeron cuando lo contaron. Muchas acaban cayendo en redes de prostitución».
Todo empezó como el proyecto de tesis de grado de Nury, pero ahora busca cómo abrir una sede en España, donde viven muchas venezolanas a las que también quiere ayudar.
Esta graduada en Educación de 55 años se ve como una combatiente en la batalla contra el machismo que, dice, aflige a su país. Está acostumbrada a tratar con sus efectos.
«Nos encontramos mucho con embarazos que son fruto de una violación dentro de la pareja«, cuenta.
«Muchas veces las mismas mujeres no se dan cuenta de que un contacto sexual no deseado, aunque sea con la propia pareja, es una violación», indica.
Uno de sus objetivos es que las mujeres que acuden a Ambar «decidan cuándo, cómo y con quién van a tener sus hijos».
Colectivos como el que lidera tratan de cubrir los vacíos de un Estado que, denuncia, no atiende la educación sexual de la población ni informa sobre la necesidad de la planificación familiar.
«Sabemos que la planificación familiar elimina la pobreza, pero al gobierno no le interesa; lo que quiere es tenernos sometidas», critica Nury.
Quizá el motor que impulsa la lucha de Nury esté en su propia biografía.
A los 19 años ya tenía dos hijos. En su segundo embarazo quiso abortar, pero no tenía dinero para pagarlo.
El padre, un compañero del liceo tan joven como ella, había muerto en un accidente. Aunque no lo extrañaba.
«Me maltrataba. Ahora doy gracias a Dios porque haya muerto, porque si no, hubiese acabado por matarlo yo».
Antes de que la crisis económica castigara a Venezuela hasta extremos que pocos allí imaginaban, Nury logró financiación de la Embajada de Japón y otros organismos internacionales para que Ambar pudiera seguir con su labor.
Últimamente ha tenido que recurrir a otras soluciones, como la charcutería autogestionada en la que despacha algunos de los deliciosos quesos venezolanos. En la planta de arriba funciona una peluquería que atienden otras mujeres.
Parece lejos de querer rendirse y cuando se le pide que haga balance, se dice «satisfecha».
«Hemos ayudado a muchachas que lograron hacer realidad un proyecto de vida y ya no viven bajo la violencia, sino como mujeres empoderadas que no se van a dejar maltratar».
María Zenaida Rosario: mucho más que una maestra
Normalmente, los docentes no se deberían preocupar por la alimentación de los alumnos, sino por su educación.
Pero en Venezuela las cosas son distintas.
Y para la profesora María Zenaida Rosario, directora de la Escuela Canaima, en el barrio de La Vega, uno de los más humildes de Caracas, que sus estudiantes coman se ha convertido en prioridad.
«Aquí tenemos muchos niños con desnutrición y hemos buscado la ayuda de empresas para que los más pequeños tengan el desayuno y el almuerzo», le dijo a BBC Mundo en una de las aulas que la pandemia del coronavirus ha dejado vacías.
Aquí, en medio de una de las mayores bolsas de pobreza y delincuencia de la capital venezolana, María Zenaida lidera un proyecto que contrasta con lo áspero del entorno.
En el patio de la escuela, desde el que se disfrutan las vistas de las colinas cercanas, crece un huerto difícil de concebir en cualquier otro lugar del barrio.
Ama a este centro, en el que estudió y en el que trabaja desde 1998. Y sabe que las cosas no son fáciles para muchas de las mujeres que traen aquí a sus hijos. «Muchas de ellas se ocupan de todo; trabajan, cuidan, educan… Su fuerza viene de que quieren darles a sus hijos las oportunidades que ellas no tuvieron».
María Zenaida también está acostumbrada a lidiar con la adversidad. La mayor de ocho hermanos de una familia humilde de un pequeño pueblo en el estado Portuguesa, desde muy joven tuvo que buscar trabajos ocasionales con los que ayudar a su familia.
«Recuerdo que mi madre se privaba de todo para dárnoslo a nosotros. Yo me preguntaba a veces cuándo iba a comer ella».
Pero el golpe más duro lo sufrió siendo adulta, cuando un grupo de delincuentes mató a su hermano en el intento de robarle su motocicleta.
La suya, como la de muchos de sus alumnos, es una vida marcada por las privaciones y la violencia.
Encontró en su profesión la razón para seguir adelante.
«Si volviese a nacer, volvería a ser educadora, porque me regala un día a día diferente y por los valores que representamos en nuestras comunidades».
En su escuela estudian y se alimentan más de 600 muchachos. Aunque en los últimos tiempos no pueden darle raciones de comida a todos, como solían hacer.
En casa, mientras se ocupa de su hijo de 8 años, escucha los frecuentes mensajes televisados del presidente Nicolás Maduro. «Me desanima, porque oigo cosas que no tienen nada que ver con la realidad de mi comunidad».
Y para ella la comunidad es lo más importante. «Aquí vivimos de la solidaridad; es lo más fuerte que podemos construir», afirma.
El coronavirus dejó a la escuela sin su elemento esencial, los niños, pero las familias siguen acercándose para mantenerse al tanto de las tareas a realizar hasta que la pandemia permita el regreso a las aulas.
María Zenaida sueña con ese momento: «Ojalá los muchachos puedan volver pronto a la escuela. Extraño esa bulla».
Hasta que eso suceda, seguirá acudiendo cada día. El huerto necesita quién lo cuide y hay otras muchas cosas que hacer.
Natali Guillén: una cuidadora de altos vuelos
A la pilota Natali Guillén lo que le apasiona es volar, aunque últimamente no pueda hacerlo.
Natali es tres cosas que a menudo es difícil ser: mujer, transexual y jefa de hogar.
Mantener el hogar que comparte con su madre, de 94 años, se ha vuelto últimamente su principal tarea.
Como hizo con su padre, está decidida a ocuparse de ella hasta el final y darle lo que necesita.
Al contrario que sus tres hermanos, ella se quedó en Venezuela. «Tenía planes de marcharme a España, pero papá se enfermó y no podía dejarlo solo. No me arrepiento de lo que hice. Ahora puedo decir que tengo la conciencia tranquila».
Sus tres hermanos emigraron y la ayudan desde el extranjero.
A sus 66 años, sabe que hay cosas que deberían cambiar: «En Venezuela, como en otros lugares de América Latina, siempre nos toca a las mujeres cuidar de los mayores porque está muy arraigado el machismo».
Pero, pese a todo, logró romper moldes y presume de ser la única piloto transexual en su país y una de las pocas que hay en el mundo.
Como le gustaban la emoción y las aventuras, se enroló en la Fuerza Aérea venezolana, en la que sirvió durante doce años.
Desde la base de La Carlota, en Caracas, despegaba rumbo a zonas inhóspitas del país para participar en operativos de ayuda y auxilio.
Pero en esos años, todos sus compañeros pensaban que era un hombre. «No quise contar a nadie que era una mujer transexual. Hay muchos tabúes en el mundo militar».
Lo dejó tras el triunfo de la revolución de Hugo Chávez. «Ahí ya no podía cumplir mis objetivos», dice.
Ahora, está centrada en salir adelante. El coronavirus y las sanciones de Estados Unidos al Estado venezolano golpearon a la aviación comercial, por lo que lleva seis meses sin ponerse a los mandos de un avión.
Trata de llegar a fin de mes haciendo trabajos como maquilladora, vendiendo comida para perros y tortas que ella misma elabora.
Dada la situación, su viejo deseo de someterse a una vaginoplastia, la operación que le permitiría tener vagina, deberá seguir esperando.
Mientras tanto, colabora con un proyecto de médicos de un hospital local para ayudar a otros trans venezolanos a conseguir la orientación y los tratamientos que necesitan.
Piensa mucho en los más pequeños. «Nadie atiende a los niños transexuales. Cuando yo era niña nadie me ayudó». Recuerda que entonces no reveló su condición a su familia por miedo a ser castigada.
No quiere que nadie más pase por eso. «Vine a este mundo a ayudar», dice.