Como ya no se puede ganar la vida, Manuela espera.
«Aquí estamos, chupando caña, porque calma un poco el hambre», me dice entre risas que disimulan la falta de almuerzo.
Manuela, de 54 años y nacida en Colombia, vive en San Blas, en la parte alta de Petare, el barrio popular más grande de Venezuela y uno de los mayores de América Latina.
Para llegar a la casita de latón y madera de Manuela -«ranchito» lo llama ella- hay que subir y subir durante media hora por las empinadas cuestas que ponen a prueba el motor de cualquier vehículo en Caracas.
Cuando termina el asfalto, ya sobre polvo y tierra arcillosa, está el asentamiento donde viven ella y sus vecinos.
Los niños juegan metras (canicas) sobre el piso. A pocos centímetros descienden malolientes aguas negras.
Manuela ya no baja del cerro. La cuarentena por la crisis del coronavirus la obliga a quedarse en casa. Y ella aprovecha a ver una novela en televisión y a escuchar merengue y champeta.
«No salgo a comprar porque como no trabajo, no tengo real», me dice. Y es que la crisis de salud por el covid-19 la ha dejado sin su fuente de ingresos: limpiar casas de clase media dos días por semana.
Manuela gana (o ganaba) al mes el equivalente a 12 dólares con ese trabajo. Eso, en la Venezuela de la dolarización de facto, es muy poco. Ahora aún tiene menos. Nada.
«Desde que llegó el dólar está todo más caro«, asegura.
Antes de la cuarentena visito su casa y veo sobre un altar, junto a diferentes motivos religiosos, un billete de 1 dólar.
Está un poco rasgado. Por eso se lo rechazan en los negocios.
«Si me lo aceptaran no estaría ahí», dice con una sonrisa Manuela, que viste jeans deshilachados, luce zarcillos (pendientes) rosados y una colorida blusa que le regalaron en una de las casas en las que limpia (o limpiaba).
Con aguacate y romero hace un ungüento para que le brille el pelo.
Maquillarse, vestirse llamativa y pintarse cada uña de los pies de un color diferente es una manera de vivir en Venezuela. Una forma común de encarar las dificultades.
Manuela no ve los dólares que se hicieron tan ubicuos incluso en un barrio como Petare. Y ahora tampoco tiene bolívares.
Por eso espera. Espera «la caja»: el lote de alimentos subsidiados que el gobierno vende por un precio ínfimo.
Sin trabajo, sin el almuerzo que toma en las casas en las que limpia, sin los productos que sus empleadores le regalan, a Manuela sólo le queda «la caja».
El único recurso
El miércoles 25 de marzo, finalmente, llegó por primera vez desde enero.
La componen tres paquetes de arroz, dos de pasta, dos de harina, dos latas de atún, una botella de aceite, medio kilo de leche, un paquete de azúcar y dos kilos de frijoles.
Manuela necesita que esa caja llegue con más regularidad.
Antes era un buen complemento. Ahora, el único recurso.
El día antes de que la entregaran, cuando hablé con ella por teléfono, desayunó un poco de arroz con lentejas que sobraron del día anterior. Y disimuló el hambre chupando la dura caña de azúcar que crece en su desordenado huerto.
«Para la cena tengo ahí unos camburcitos (plátanos) tiernos», me contó Manuela.
En los últimos meses ha tenido que confiar más en su conuco, su huerto, donde crecen plátano, yuca, caña de azúcar y calabaza sobre una ladera que hace cuatro años por la lluvia se desmoronó y tumbó parte del ranchito.
Su pareja, Franklin, trabaja en la construcción y ahora tampoco tiene ingresos.
Manuela no tiene celular.
Roxana, la vecina, es la que se lo deja para hablar conmigo. Ella vive con cuatro hijos. «Aquí están comiendo mango», me cuenta Manuela sobre los niños.
Este jueves 9 de abril hablo de nuevo con Roxana por teléfono.
Han pasado más de dos semanas desde que llegó la caja, que se va agotando.
Roxana teme al hambre.
«No es por mí, sino por mis hijos, porque mi entrada de comida y ayuda económica es la del trabajo, y si mi pareja y yo no tenemos, cómo les damos alimentos», se pregunta.
«Ya casi estamos sin plata. El poquito ahorro se nos acaba».
Frente a la puerta de su vivienda, una vieja nevera sin puerta y tumbada recoge agua a modo de bañera.
Unos metros más allá, Manuela la almacena en un gran cubo. Le llega agua corriente tres días por semana. Parece incluso un lujo en un país que sufre amplias restricciones de agua, ahora mucho más necesaria por la higiene que exige el coronavirus.
«El pañito»
¿Y el jabón? Manuela consiguió recientemente dos pastillas de jabón artesanal a cambio de un paquete de lentejas.
El trueque es quizás la muestra más evidente de cómo ha empeorado la situación en San Blas en el último año. Manuela lo achaca a la dolarización, que da oxígeno a ciertos sectores pero ahonda las desigualdades.
Otra novedad que muestra cómo se deterioraron sus condiciones de vida: «Ya no compro papel tualé», admite. «Ahora uso un pañito y lo lavo después de usarlo».
No siempre vivió así. Manuela llegó de Colombia en 2009, «cuando Venezuela aún estaba bonita», recuerda.
Su prima la animó a venir. Encontró un trabajo como empleada interna en una casa de clase alta.
El dinero entonces le daba para alquilar una habitación, comprar comida, zapatos, vestidos e incluso enviar recursos a Colombia. Y hasta para comprar dos ranchitos por un precio que ni recuerda.
La situación de Manuela fue empeorando poco a poco conforme el país se fue hundiendo en la crisis económica que le azota desde hace años.
«Gracias a Dios no me ha ido tan mal», dice, pese a los problemas. Aunque admite sin dudar: «Sí, es el peor momento desde que llegué».
No se plantea, sin embargo, volver a Colombia. «Aquí tengo dónde vivir», dice haciendo sonar con sus uñas la pared de latón de su vivienda.
¿Y si la cuarentena dura mucho? ¿Y si enferma?
«No sé qué se va a hacer», dice sencilla, con la misma incertidumbre que asola al mundo.