Cuando regresé a Caracas el 6 de marzo, un año después de mi última visita, lo primero que me sorprendió fue encontrar jabón en el baño del aeropuerto.
Durante los dos años que viví en Venezuela, los baños públicos de estaciones de servicio, bares, restaurantes me parecieron siempre un reflejo íntimo de un país en crisis. Con mis amigos siempre hablaba de que debían ser de los peores de la región.
Me temo que no hay un ranking oficial.
Entonces era casi imposible encontrar agua para despejar la poceta o lavarme las manos. Del jabón ni hablar. Siempre portaba por ello conmigo un gel antibacterial que me aportaba entonces, como ahora, una falsa sensación de higiene.
Por eso, encontrar un baño reformado en el aeropuerto, bien iluminado, con agua y con jabón para lavarme las manos fue un pequeño shock. Un detalle anecdótico que ahora, días después, con la crisis del coronavirus y las necesidades de higiene que exige, vuelve a mi memoria.
Porque ese problema de no encontrar agua y jabón que yo enfrenté esos años me sigue afectando a mí y a los venezolanos, a los que se les pide ahora lavarse las manos constantemente en medio de una cuarentena que me obliga a quedarme en el país por tiempo indefinido.
El agua corriente permanente sigue siendo un lujo para gran parte del país. El jabón tiene un precio prohibitivo para muchos (a casi US$1 al cambio, el salario mínimo es de unos US$4) al igual que otros productos de higiene.
Tras años de feroz carencia, quise ver en ese baño un símbolo de la distensión de la que me habían hablado y de la que había leído en los últimos meses.
Poco después del baño, antes de recoger mi maleta, hice unas compras en el duty-free, donde se admite el pago por Zelle, una cómoda plataforma de pagos digitales en dólares entre bancos de Estados Unidos que da aire tanto a los que pagamos como al sector privado venezolano que nos cobra en moneda norteamericana.
Esa fue la primera y principal novedad que me encontré en Venezuela un año después de mi última visita: el dólar está en casi todas las partes.
Cuando llegué al país por primera vez en 2016, mostrar un billete de un dólar era un riesgo. Hacer un pago alto en moneda estadounidense en lugar de en bolívares, una operación clandestina e ilegal.
Dólares y trueques
Hace unos días fui a Petare, el barrio popular más grande de América Latina. Allí me encontré a un hombre que vendía cabezas de ajo sobre un paño blanco en el suelo y entre autobuses. En su mano, un buen fajo de billetes de US$1.
«Petare es puro dólar», me dice Manuela, que sufre como todos aquellos que siguen recibiendo un pago en bolívares. Hace poco hizo un trueque: entregó un paquete de lentejas a cambio de dos pastillas caseras de jabón. Otra vez el jabón.
El dólar no es, por tanto, algo exclusivo de la clase media o alta de Caracas que repatria capital, recibe remesas o cobra sus servicios en la divisa extranjera.
La cantidad de billetes que uno posee marca la diferencia en un país que ha asumido una dolarización de facto e irregular.
Es parte de la liberalización de una economía que cada vez tiene menos ingresos por un petróleo que vende por debajo del precio de producción. Y que está cercada también por las sanciones de Estados Unidos contra el gobierno de Nicolás Maduro.
Los restaurantes, las tiendas, los supermercados (y hasta el vendedor de ajos) aceptan -y prefieren- dólares en efectivo o por transferencia.
De camino del aeropuerto a la ciudad me sorprendieron nuevos letreros luminosos que en mi tiempo o no estaban o no lucían en la noche: Ubiipagos, Credicard, Carropago, Cryptia… Empresas dedicadas al pago electrónico, móvil, interbancario o a las criptomonedas en un país en el que el valor de la divisa oficial, el bolívar, se desvaneció en los últimos años por la hiperinflación.
Pero si tengo que elegir un objeto que defina el momento de la economía venezolana es el aparato para verificar la autenticidad de los billetes de dólares.
Por él pasan las caras de George Washington en lugar de la de Simón Bolívar.
Como parte de la liberalización del gobierno, el sector privado es ahora capaz de importar libremente y aquí viene la segunda cosa que ha cambiado: en los supermercados encuentro productos que no vi nunca durante mis años en Venezuela.
Abundan los paquetes amarillos de harina de maíz PAN, la más usada para cocinar las tradicionales arepas, pero también la pasta de dientes Colgate ocupa el lugar que antes era para algunas falsificaciones chinas.
Nunca, incluidos estos primeros días de cuarentena, vi los supermercados tan surtidos.
Las marcas internacionales regresan a Venezuela como en los buenos tiempos: champú, pañales y leche de fórmula como la que traía para donar cuando salía el país.
Medio sueldo por una pasta dental
El problema, claro, es el precio. Una pasta de dientes cuesta el equivalente a US$2 cuando el salario mínimo mensual es de unos US$4 al cambio. Un paquete de 30 pañales cuesta unos US$8. Es decir, son solo son accesibles para aquellos que tienen moneda estadounidense, lo que amenaza con aumentar aún más la brecha de desigualdad en el país socialista.
Ir a un supermercado de clase media en Caracas supone gastar una cifra muy parecida a la que pago en Miami, donde vivo ahora.
De esa clase media y alta, los dólares gotean hacia abajo.
Más que una burbuja económica, en Venezuela hay un repunte de consumo en ciertos nichos de mercado, me dijo Luis Vicente León, economista y director de la consultora Datanálisis.
Una de las razones es la apertura económica del gobierno, que le dio más aire al sector privado y que se tradujo en el fin del control de cambio y de precios, entre otras cosas.
León asegura que las sanciones de Estados Unidos provocaron que el gobierno de Maduro cediera control y aceptara una apertura que ha tenido un efecto secundario: darle oxígeno al Ejecutivo que Washington desea cambiar.
Este martes, y en medio de la crisis por el coronavirus, Maduro incluso pidió ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI), organismo despreciado por la llamada revolución bolivariana que inició Hugo Chávez hace 20 años.
Para León, otro factor para explicar ese momento económico es que los sectores que siempre tuvieron poder adquisitivo perdieron la «vergüenza» y ahora exhiben con menos pudor sus rentas en un país donde la crisis sigue siendo muy visible.
Junto a los nuevos cafés y los bodegones con marcas internacionales también vi, camino de la costa del Caribe, carteles que decían «Se Vende Leña», indicativo de la falta de gas para un sector de la población.
Según Datanálisis, un 35% de la población dice ahora estar «bien». Por supuesto, siempre en comparación con el pasado reciente.
Y eso lo vi en mi primer fin de semana en Caracas. Había más gente en la calle distrayéndose. Un amigo de Petare me envió un video de una gran fiesta al aire libre. Cientos de personas bailando al ritmo de la canción «Bandoleros», de Don Omar y Tego Calderón, a las 8:00 de la mañana del domingo 8 de marzo tras una larga noche de rumba.
Más novedoso fue que ese sábado 7 de marzo miles de personas se reunieran para asistir en el anfiteatro Concha Acústica a un concierto gratuito al aire libre de la Orquesta Sinfónica Ayacucho.
«Es otra visión de la vida en un país complicado como éste. La gente está tratando de distraerse», me dice Zaira, una de las asistentes a un concierto que le recordó cómo era en el añorado pasado la vibrante vida cultural y social de Caracas.
Cambio
Ese estado de ánimo fue la tercera novedad que vi en Venezuela.
Pero todo cambió en días. El coronavirus llegó y con él, la cuarentena. Se acabaron las marchas de protesta de la oposición y los conciertos.
De nuevo, los venezolanos recluidos. Muchos llevan años así por el temor a la violencia y por la crisis.
Y el panorama es sombrío. La capacidad de ingresos del gobierno, ya muy mermada, cae por el desplome de los precios del petróleo y eso afectará a quienes viven de los subsidios.
Y también afectará al mermado sistema de salud que ahora vivirá una nueva prueba con la pandemia.
El dólar seguirá, pero es de prever que ese pequeño boom de consumo acabe y que el sector privado importador se vea afectado por la crisis económica global y se repliegue otra vez.
Aquellos que habían ganado cierto oxígeno volverán a estar más ocupados en lavarse las manos que en acudir a un concierto.
Y para muchos otros, el problema será el de siempre: conseguir agua y jabón.