«Qué vergüenza». Así se titula el primer libro de Paulina Flores (Santiago, 1988), una colección de relatos que recibió el Premio Roberto Bolaño y deslumbró con sus historias íntimas, que desnudan los lazos familiares, las frustraciones, el dolor que se siente cuando niegas tu origen social, la impotencia cuando comprendes que tu padre sufre, la crudeza de las traiciones.
Este año, la chilena fue seleccionada por la revista Granta como uno de los 25 mejores escritores jóvenes en español y debutó en la novela con «Isla Decepción», una historia que une a tres personajes: Marcela, que vive un quiebre amoroso y viaja a la zona austral de Chile en busca del refugio y el amor de su padre, Miguel. Y Lee, un joven coreano que huye junto a otros dos marineros del Melilla, un barco factoría en el que trabajaban en condiciones inhumanas en la pesca y faena de calamares.
Lee es rescatado moribundo de las aguas del Pacífico por una pequeña embarcación, y Miguel, en vez de entregarlo a la policía para ser devuelto al barco, lo esconde en su casa y lo cuida.
Sin hablar la misma lengua, nace entre ellos un diálogo que los acerca, pues tienen algo en común: el impulso de partir hacia un lugar que promete ser mejor.
«Quería escribir sobre el escapar, el huir y me parecía muy adecuado el argumento de fondo para tratar esos temas».
En diálogo con BBC Mundo, Flores -que participa esta semana en el Hay Festival Querétaro- profundiza en este y otros temas que atraviesan a Marcela y a su propia generación, como el fin de la monogamia y los cambios en la mirada hacia la infidelidad.
-El escapar está presente en tu novela y también en tus cuentos, ¿por qué huir, de qué?
-Me parece atractiva esa forma de vivir escapando, me llama naturalmente.
Tiene que ver quizás con el espíritu de la época. Hay una tendencia a mirar mal a la gente que huye o que escapa. Quería averiguar de qué iba y escribir sobre eso me ayuda, porque tengo que ponerme en todos los roles, tomar todas las decisiones.
-Lee huye del Melilla, un barco indonésico en el que trabajan día y noche; no saben la hora ni los meses que llevan a bordo, pasan hambre, sufren castigos físicos, ¿cómo reconstruyes esa realidad?
-Son barcos factoría que pescan y faenan al mismo tiempo en jornadas interminables. Contratan marineros del sudeste asiático y funcionan como mafias.
Investigué en un Instituto de Nueva Zelanda que ha hecho la mayor recopilación de testimonios, pero no hay tanta información, porque quienes hablan usan seudónimos.
Como estos barcos están en altamar, no hay control ni fiscalización. Además, cada país tiene sus propios problemas, sobre todo en Latinoamérica, entonces no hay mucha preocupación al respecto.
Uno piensa que esto pasa a millones de kilómetros y no, está pasando ahí. Quería mostrarlo porque me parecía horroroso y sorprendente.
Pero no sólo ocurre en la industria pesquera, es paradigmático lo que pasa ahora en India, que estaba produciendo las vacunas para todo el mundo y ellos no tenían vacunas.
-¿Qué es lo que más te impactó cuando leías los testimonios de la situación en estos barcos?
-La forma en que la gente logra generar humanidad a pesar del dolor o el sufrimiento, eso es lo que más me impactó; cómo pese a estar en una especie de infierno, logras generar cariño con personas que están al lado tuyo.
-Dentro de las atrocidades que ocurren hay una pelea campal, que parece una especie de desahogo, todos pelean sin siquiera saber el motivo. ¿Qué quisiste contar?
-Sabía que tenía que haber una pelea, y en un barco de marineros, con cuchillos. Eso fue llevando a otras cosas, como ver cuál era el papel de Lee, qué significa una pelea en esas condiciones.
En algún punto es un poco de diversión también. No nos permiten hacer nada, bueno, matémonos, divirtámonos, ya que no hay nada más que hacer.
-Pero también hay ternura y cuidado mutuo entre los marineros, como Yusril que prefiere aguantar la tortura antes que poner en riesgo a Lee.
-La gente busca una forma de no perder su dignidad. Te pueden quitar todo a nivel material, a nivel de abusos, pero no te pueden quitar tu forma de ser con los demás. Bueno, te lo pueden quitar, pero al menos en esta parte, trato de demostrar lo otro.
-Viajaste a Corea, el país de Lee, ¿qué fue lo revelador de ese viaje?
-Necesitaba estar ahí, ver el lugar donde había nacido Lee. Era algo emocional, escuchar el idioma, perderse, ver gestos. Por supuesto con mucho respeto, porque tampoco quería hablar de otro país. Como en En Happy together, la película de Wong Kar-Wai, donde son dos hongkoneses que están viviendo en Buenos Aires, pero no hablan de Buenos Aires, sólo están ahí.
Con Lee me pasa lo mismo, pero al revés, no quería caer en caricaturas. Fui a Seúl y después a Busán, el puerto de donde sale el Melilla. Necesitaba ver pescadores, ver las agencias, el lugar donde podría haber vivido Lee, qué bares le gustaban, ese tipo de cosas y descubrí que si escribía en clave realista, nunca iba a escribir.
Me di cuenta de que podría estar estudiando coreano siete años y aún así no lo iba a hablar como ellos. Entender eso fue una especie de pérdida, pero también fue un alivio y una respuesta: hazlo de otra forma.
-¿De dónde nace tu amor por Corea?
-Leí mucho sobre Corea antes de visitarlo y espero volver siempre.
Yo estudiaba en el barrio de Recoleta en Santiago y tenía compañeros coreanos. Vi cómo cambió Patronato, una zona de comercio de ropa, cuando llegó la inmigración coreana.
Crecí en ese lugar y después me encantó el cine, la música, empecé a investigar sobre la historia. Veía muchos paralelos con Chile, porque también habían sido impulsados fuertemente al neoliberalismo en los 90 y ambos países tuvieron una dictadura fuerte hasta principios de esa década.
Y para mí está el Pacífico y cosas románticas también, como lo que Marcela le dice a Lee: ‘somos isleños’. Ellos son una península, pero dan al Pacífico y a Corea del Norte, que es una frontera. Es como ver a Chile entre el mar y la cordillera. Ese tipo de cosas.
-¿Por qué Miguel y Marcela deciden proteger a Lee?
-Encuentran a alguien necesitado y lo ayudan, pero en realidad se están ayudando a sí mismos.
Miguel ha huido hace mucho, tiene más experiencia al respecto. Marcela está cerca de los 30 y quiere resolver cosas con su papá.
Ella también está con una pena de amor; tratando de olvidar a alguien está tratando de olvidarse de sí misma. No deja de hablar de ella, está obsesionada, es súper egocéntrica, individualista, neurótica y le queda muy bien estar con un coreano que no le entiende ni la mitad, porque no puede juzgarla.
Y sabemos de la huida de Lee por lo que ellos están pensando de él.
-Marcela explica su ruptura amorosa diciendo que necesitaba más sexo y que su pareja, Diego, se puso a la defensiva. ¿Pasa eso cuando la mujer tiene más deseo?
-Yo quería que en Marcela nada fuera como debía ser. Es infiel, cocainómana, súper segura de sí misma, un poco diosa. En algún punto se cree Don Draper (el protagonista de la serie Mad Men). Uno espera que el hombre esté lleno de deseo y para nada es así.
El deseo será de distintas formas en cada persona y según con quién se relaciona. Pero yo quería que ella fuera muy sexual, deseosa y que rompiera ese cliché. No digo que esté bien o mal, pero quería hacerla así.
-¿Al final se paga un precio, se castiga a la mujer por ser como «un hombre infiel»?
-No quería que fuera la víctima, sino la victimaria en algún punto. También ahora, con las relaciones abiertas, creo que la infidelidad ha perdido peso, como que ya ni siquiera es tan importante.
Marcela es infiel en esta relación, su primera relación de amor intensa. Si siguiéramos con ella quizás ya no le importaría, diría qué tonta, tanto rollo que me pasé.
-¿Cómo está el tema de las relaciones abiertas y el poliamor entre la gente de 30 como Marcela y tú?
-Para mí está muy bien, pero siento que me muevo en una burbuja. Todas las relaciones de amigos o de gente con la que me rodeo están así y funciona súper bien.
En relaciones abiertas o poliamor uno va creando, cada relación crea su propia forma de ser. Y hay mucho respeto, mucha responsabilidad afectiva. Las cosas se hablan aunque cueste.
Se trata de ser más sincero, para no hacer sufrir a nadie, todas las cosas se pueden conversar, absolutamente todo. Y la gente trata de estar bien, de pasarlo bien, de ser feliz, de no estar triste, no pelear.
-¿Funciona mejor que la monogamia?
-A mí me funciona, pero probablemente a otras personas no, depende de tu historia, de las cosas por las que has pasado. Me da la sensación de que generacionalmente hay una huella que uno puede seguir y se está escribiendo mucho al respecto.
Para mí tiene que ver sobre todo con que la monogamia es una invención del patriarcado, una forma de dominación masculina hacia la mujer. Comprender eso ha hecho que nunca más quiera participar de esa forma de expresión del amor.
-¿Cómo se manifiesta esa dominación?
-No soy teórica al respecto, sólo es algo que pienso y que me ayuda, pero te tenían encerrada en la casa, no podías estudiar, no podías trabajar, decidir. No podías acostarte con nadie. Te aíslan con la idea del amor romántico y la pareja. Te tienen cuidando unos hijos toda tu vida sin poder hacer nada más.
Es la historia de las generaciones pasadas, de mi abuela, de mi bisabuela. No se podían desarrollar. Por eso mismo se está acabando la monogamia y estos discursos afloran. Pienso que está en directa relación.
-También aumentan las personas que no quieren ser encasilladas en términos de identidad, ¿pasa eso también en tu círculo?
-Quizá ahora, como estoy fuera de mi país, tengo menos problemas con la identidad. Y al mismo tiempo lo estoy pensando todo el tiempo, ¿quién soy?; es extraño, es muy del espíritu de la época.
Ayer vi una declaración que hizo el secretario de la Corporación Selkn’am, un pueblo originario de la Patagonia chilena, que decía: yo no puedo ser quien soy porque el Estado no me lo permite, no me reconoce.
Siento que hay algo que todos nos preguntamos, no de esa forma tan dolorosa y terrible, porque por suerte, el Estado todavía me reconoce, pero si me quedo de inmigrante ilegal en Europa, a lo mejor el Estado me va a dejar de reconocer, no el mío, pero el de otro país. Quizás sus palabras me llegan por eso, quizás me estoy preparando psicológicamente.
-En uno de tus cuentos de Qué vergüenza, dices: no puedo respetar ni a los cuicos (pijos) ni a los europeos…
-No lo digo yo, lo dice un personaje y es una de las cosas que quería cambiar o mejorar.
En Chile a veces me generaba un poco de problema ser tan resentida, porque tenía mucho odio en mi corazón y al final ese odio sólo me hacía sentir mal a mí, a nadie más.
No es que me haya venido a Europa para dejar de ser resentida, pero entendía que era un momento de aprendizaje muy bueno, estoy aprendiendo.
-¿Cómo explicarías el resentimiento?
-Es sentir muy fuerte, muy intenso. Es una evidencia y se te repite en la cabeza mil veces. Como si te hubieran traicionado y no poder olvidarlo, algo así es ser resentido. Y te obsesionas, pero tiene que ver quizás con no pertenecer…
-¿Al grupo privilegiado?
-Claro, sí, pero también ser privilegiado es algo de perspectiva, yo lo soy para mucha gente, depende donde te plantees o con quién te compares.
Diría que ser resentido es ser bien romántico también, un poco vanidoso, como que sientes que mereces más de lo que tienes.
-¿Y el odio en el corazón?
-Son intensidades. Si hay odio, hay mucho amor también, por analogía. Pero no sé si es odio, son rabias, porque en Chile las cosas son injustas, más encima te tratan mal. Te duele que gente a quien tú quieres y que es brillante no pueda estudiar; tengo un primo que estuvo en la cárcel, en el Servicio Nacional de Menores hace poco; el que tu mamá trabaje tanto ganando nada, son dolores, injusticias.
-En tus relatos hablas también de la vergüenza por el origen social, la vergüenza de clase…
-Ese libro se sitúa en los 90, cuando estaba la idea de que había que romper con ese origen para ser mejor.
Yo quería entenderlo, desde una visión crítica, comprender cómo la gente rompe sus vínculos familiares y amistosos para, entre comillas, crecer económicamente, socialmente, pero también ver que detrás de esas decisiones hay mucho dolor, porque en la pobreza y en la dificultad económica siempre hay mucho dolor.