En septiembre de 476 d.C., el último emperador romano del oeste, Romulus Augustulus, fue depuesto por un príncipe germánico llamado Odovacar, que había ganado el control de los restos del ejército romano de Italia.
El imperio romano en Europa occidental, un superestado centralizado que había existido durante 500 años, había dejado de existir.
En el norte de lo que llegó a ser Italia, la gente ya llevaba un tiempo buscando un lugar seguro, para protegerse de grandes invasiones de pueblos como los visigodos y de poderosos guerreros como Atila, rey de los Hunos.
Fue por eso que empezaron a construir -en el siglo V d.C.- una de las ciudades más hermosas del mundo en un lugar inesperado: una laguna costera de 550 kilómetros cuadrados cuyas 118 islas estaban a pocos centímetros sobre el nivel del mar.
«Construir una ciudad donde es imposible hacerlo es una locura en sí misma; pero construir una de las ciudades más elegantes y majestuosas del mundo en ese mismo lugar es una locura colosalmente genial«, señalaría en el siglo XIX el pensador ruso Alexander Herzen.
Y tenía razón, porque Venecia fue erigida sobre un pantano fangoso, lo que inspiró a los venecianos a desarrollar nuevas habilidades de ingeniería.
Un bosque submarino
Para dotar a las islas de bases firmes que sostuvieran esas magníficas edificaciones que siguen enamorando a tantos, los venecianos enterraron un bosque bajo el agua.
Trajeron del área conocida como Terraferma -que comprendía lo que hoy es Eslovenia, Montenegro y Croacia- grandes troncos de árboles los cuales sepultaron en el barro a lo largo y ancho del área sobre la que querían construir.
Los troncos, cada uno de entre 2 a 8 metros de largo, eran afilados en uno de sus extremos de manera que parecían unos enormes lápices.
Esa punta ayudaba a enterrarlos, a punta de golpes, uno al lado del otro, lo suficientemente profundo para que penetraran la capa de arena y fango suelto hasta llegar a donde la greda estaba comprimida y así evitar que la edificación se hundiera y colapsara.
Una vez estos pilares de madera estaban en su sitio, los cortaban horizontalmente para crear una superficie sobre la cual ponían dos capas de gruesas tablas de madera y una capa de bloques de piedra, hasta lograr una base sólida.
Sólo entonces se podían construir los muros de cimentación.
Sin oxigeno
Efectivamente: esos fabulosos palacios venecianos están sostenidos por miles de palafitos de madera invisibles bajo el agua y el fango, que apuntalan la preciosa tierra de la ciudad.
Pero, ¿por qué no se pudrió la madera?
Pues resulta que todos esos cientos de miles de pilares eran cortados de manera que quedaran bajo la línea del agua, de forma que la madera nunca estuviera en contacto con el aire (y oxígeno), y eso los protegió de bacterias, hongos y organismos que causaran putrefacción.
Y, además de las condiciones anaeróbicas del lodo en las profundidades que protegieron los pilares, las aguas de la laguna contenían gran cantidad de minerales que la madera fue absorbiendo y rápidamente se petrificó.
Esa ingeniosa pieza de ingeniería es la que mantuvo a flote a esa colección de islas que en el siglo IX se unieron para formar la Serenísima República de Venecia, aquella que luego dominó el Adriático de manera indiscutible, controló el comercio entre la Media Luna Fértil y Europa y se dio el lujo de ignorar a la Santa Sede más de una vez.
Ese mismo bosque sepultado sigue sosteniendo sobre el agua hoy, a pesar de las amenazas que enfrenta, a esa «Venecia, con sus templos y palacios» que parecen «tejidos de encanto apilados en el cielo», como bellamente lo dijo el poeta Percy Bysshe Shelley.