La Segunda Guerra Mundial había colocado a Estados Unidos y la Unión Soviética en el mismo campo, pero en la posguerra las relaciones congelaron.
Y los soviéticos, en rivalidad contra la única superpotencia nuclear del mundo, sólo tenían una opción: ponerse al día, y rápido.
El 29 de agosto de 1949, los soviéticos habían probado su primer dispositivo nuclear -conocido como «Joe-1» en Occidente- en las estepas remotas de lo que ahora es Kazajistán. En los años transcurridos hasta 1961, su programa de pruebas había detonado más de 80 dispositivos.
Pero nada de lo que la Unión Soviética había probado se compararía con esto.
La Bomba del Zar
El Tu-95 llevaba una enorme bomba debajo, demasiado grande para el área de carga, donde estas municiones se transportaban usualmente.
Esta bomba ahora se conoce como la «Bomba del Zar».
Tenía 8 metros de largo, un diámetro de casi 2,6 metros y pesaba más de 27 toneladas.
Era, físicamente, muy similar en forma a las bombas «Little Boy» y «Fat Man» que habían devastado las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki una década y media antes.
Fue el resultado de un febril intento de los científicos de la URSS de crear el arma nuclear más potente, impulsado por el deseo del primer ministro Nikita Khruschchev de hacer temblar al mundo ante el poder de la tecnología soviética.
Más que una monstruosidad metálica demasiado monumental para caber dentro del avión más grande, era una destructora de ciudades, un arma de último recurso.
Efecto devastador
El Tupolev, pintado de blanco brillante con el fin de disminuir los efectos del destello luminoso de la explosión, llegó a su destino en Novya Zemlya, un archipiélago escasamente poblado en el mar de Barents, por encima de las franjas congeladas del norte de la URSS.
El piloto del Tupolev, el mayor Andrei Durnovtsev, llevó el avión a la bahía Mityushikha, una zona de pruebas soviética, a una altura de unos 34.000 pies (10km).
Un pequeño bombardero Tu-16 modificado voló al lado, listo para filmar la explosión subsiguiente y monitorear muestras de aire mientras sobrevolaba la zona.
Con el fin de dar a los dos aviones una oportunidad de sobrevivir -y esto se calculó con no más de un 50% de posibilidades- la Bomba del Zar fue desplegada por un paracaídas gigante, que pesaba casi una tonelada.
El explosivo caería lentamente a una altura predeterminada -3.940 metros- y luego estallaría. Para entonces, los dos bombarderos estarían a casi 50 kilómetros de distancia.
La Bomba del Zar fue detonada a las 11:32, hora de Moscú. En un instante creó una bola de fuego de ocho kilómetros de ancho y su propia onda expansiva la impulsó hacia arriba.
El destello luminoso se pudo ver desde 1.000 km de distancia.
La nube en forma de hongo de la bomba alcanzó 64 kilómetros de altura, y se extendió casi 100 km, de extremo a extremo.
En Novaya Zemlya, los efectos fueron catastróficos.
En la aldea de Severny, a unos 55 kilómetros de la Zona Cero, todas las casas quedaron completamente destruidas.
En los distritos soviéticos a cientos de kilómetros de la zona de explosión se registraron daños de todo tipo: casas colapsadas, techos desplomados, daños a las puertas, ventanas que se rompían.
Las comunicaciones por radio se interrumpieron durante más de una hora.
El Tupolev de Durovtsev tuvo la suerte de sobrevivir; la onda expansiva causó que el bombardero gigante se desplomara a más de 1.000 metros antes de que el piloto pudiera recuperar el control.
Pastel de capas
La Bomba del Zar desató una energía casi increíble, que ahora se cree de unos 57 megatones o 57 millones de toneladas de TNT.
Eso es más de 1.500 veces la energía desatada por las bombas de Hiroshima y Nagasaki combinadas, y 10 veces más que todas las municiones gastadas durante la Segunda Guerra Mundial.
Los sensores registraron la onda expansiva de la bomba en órbita alrededor de la Tierra no una vez, ni dos, sino tres veces.
Tal explosión no podía mantenerse en secreto.
La condena internacional se produjo de inmediato. Lo único positivo -si cabe- fue que como la bola de fuego no había hecho contacto con la Tierra, había una cantidad sorprendentemente baja de radiación.
Uno de los arquitectos de este formidable dispositivo fue un físico soviético llamado Andrei Sajarov, un hombre que más tarde se convertiría en mundialmente famoso por sus intentos de librar al mundo de las mismas armas que había ayudado a crear.
Sajarov comenzó a trabajar en un dispositivo de fisión-fusión-fisión en capas, una bomba que crearía más energía a partir de los procesos nucleares en su núcleo.
Esto implicaba envolver deuterio -un isótopo estable de hidrógeno- con una capa de uranio no enriquecido.
El uranio capturaría los neutrones del deuterio que encendía y comenzaría a reaccionar.
Sajarov lo llamó el sloika, o pastel de capas. El avance permitió a la URSS construir su primera bomba de hidrógeno, un dispositivo mucho más poderoso que las bombas atómicas de pocos años antes.
Demasiado grande
La Unión Soviética necesitaba demostrar que podía superar a Estados Unidos en la carrera armamentista, según Philip Coyle, exjefe de las pruebas de armas nucleares de Estados Unidos bajo el presidente Bill Clinton, quien pasó 30 años ayudando a diseñar y probar el arsenal atómico.
«Estados Unidos estaban muy adelante por el trabajo que había hecho para preparar las bombas para Hiroshima y Nagasaki. Y luego hizo un gran número de pruebas en la atmósfera antes de que los rusos incluso llevaran a cabo su primer test», explica.
El diseño original, una bomba de tres capas, con mantos de uranio separando cada una, habría tenido un rendimiento de 100 megatones, 3.000 veces el tamaño de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
Algunos científicos comenzaron a creer que era demasiado grande.
Con tan inmenso poder, no habría ninguna garantía de que la bomba gigante no provocara en el norte de la URSS una vasta nube de precipitaciones radioactivas.
Esto fue motivo de especial preocupación para Sajarov, dice Frank von Hippel, físico y director de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, Estados Unidos.
«Estaba realmente preocupado por la cantidad de radioactividad que crearía y los efectos genéticos que podrían tener sobre las generaciones futuras», dice.
«Fue el principio de un viraje: de ser un diseñador de bombas, iba a convertirse en un disidente».
Antes de que estuviera lista para ser probada, las capas de uranio que habrían ayudado a la bomba a lograr su enorme rendimiento fueron reemplazadas con plomo, lo que disminuyó la intensidad de la reacción nuclear.
Los soviéticos habían construido un arma tan poderosa que no estaban dispuestos a probarla a toda su capacidad.
Sajarov temía que una bomba más grande que la que había sido probada no pudiera ser rechazada por su propia onda expansiva -como lo había la Bomba del Zar- y que propagara los residuos tóxicos por todo el planeta.
Se convirtió en crítico abierto de la proliferación nuclear y, a finales de los años sesenta, de las defensas antimisiles que temía que estimularían otra carrera armamentística nuclear.
Se vio condenado al ostracismo y se convirtió en disidente contra la opresión. Cuando en 1975 recibió el Premio Nobel de la Paz, era considerado «la conciencia de la humanidad», dice von Hippel.
Sin Sajarov, la Bomba del Zar podría haber tenido otras consecuencias.