Nada en sus 15 meses de vida ha sido fácil para Julia López.
A tan corta edad, esta niña venezolana ya ha sufrido una operación para colocarle unas válvulas que drenen el líquido que se acumula en su cráneo y una infección cardíaca que casi paraliza su corazón.
A su condición congénita se le suman las dificultades de un país en crisis. Julia sufre un episodio de desnutrición del que intenta ahora recuperarse.
«Ahí donde la ve, ella ha pasado mucho», me cuenta su madre, Yurika, ingresada junto a ella en un centro sanitario estatal en Caracas.
Sentada en una cama en la que se distinguen un revoltijo de sábanas, un Nuevo Testamento y una cucaracha que trepa por una de las patas, me cuenta el comienzo de las penurias de Julia, «mi princesa», como la llama ella.
A Julia le pasa que nació con un cerebro diminuto.
No ve, tiene un cráneo desproporcionadamente grande para su corta edad, y se pasa el día postrada en su cuna.
Su madre dice que nunca la ha visto sonreír.
«Ella no da guerra, está siempre muy quietecita», relata con ternura.
Los médicos le advierten una y otra vez que su hija puede morir en cualquier momento a causa de su malformación congénita.
El pronóstico es que, a medida que avance su desarrollo, su pequeño cerebro termine por colapsar.
«Un especialista en neurocirugía me dijo que no viviría más de un año, pero ahí está mi princesa», cuenta Yurika.
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La de Yurika, campesina en el estado de Portuguesa, en el centro-oeste del país, no es una historia excepcional en la Venezuela rural.
Durante el embarazo cayó enferma de zika y dengue.
El feto se desarrolló fuera de la matriz, donde no le llegaba suficiente oxígeno, lo que, según los muchos doctores con los que ha hablado en este tiempo, provocó las lesiones irreversibles de la pequeña.
Nadie, dice, la alertó en la gestación de los problemas de salud que iba a sufrir Julia.
«De haberlo sabido, yo hubiera interrumpido el embarazo, pero no por mala madre, sino porque es muy fuerte tener un bebé para verlo sufrir. ¿Usted cree que eso hubiera estado mal?», me pregunta.
Los médicos creen que Julia no vivirá mucho más pero ella ha superado hasta ahora todas sus previsiones
Julia acabó viniendo al mundo el 30 de agosto de 2017 en un hospital público de Portuguesa, un trance en el que su madre también estuvo a punto de sucumbir.
«Perdí mucha sangre, y allí no tenían medicamentos ni material esterilizado», recuerda Yurika.
En el último boletín epidemiológico publicado por el Ministerio de Salud, en mayo de 2017, se admitía un aumento del 30% en mortalidad infantil y de un 65,79% en mortalidad materna.
Son las últimas cifras oficiales disponibles. El gobierno rebaja la incidencia de la crisis y la atribuye a la «guerra económica» instigada por Estados Unidos y por la oposición en Venezuela.
Los dos hijos mayores de Yurika, de 11 y 9 años, nacieron en clínicas privadas, pero dice que en la situación actual ya no podía pagar algo así.
Julia fue creciendo y haciendo malos los pronósticos de los médicos que dijeron que no duraría mucho.
Yurika se vio obligada a ir dando respuesta a sus necesidades en el contexto de la crisis venezolana, en la que escasean los medicamentos y el precio de los artículos esenciales no deja de subir debido a la hiperinflación.
«La realidad vino así y no me queda más remedio que afrontarla», cuenta con una sonrisa.
La peregrinación
«Un día le estaba dando tetica y vi por televisión que en el hospital infantil J. M. de los Ríos de Caracas hacían la operación para implantar las válvulas que necesitaba».
Sin la acción de esas válvulas, el cerebro de Julia no puede resistir la presión del líquido que se acumula en su cabeza, deforme por la enfermedad.
Así que Yurika decidió emprender el largo viaje desde Guanare, la población en la que vive, hasta la capital de Venezuela para llegar a un hospital que en su día fue una referencia pediátrica para toda América Latina.
Fue solo la primera de sus peregrinaciones a Caracas para intentar salvar la vida de su hija.
Son 12 horas de viaje en las que ha de subirse en un mínimo de tres autobuses que siempre van repletos. «La princesa llega muy cansada», lamenta.
La falta de transporte es otra de las consecuencias de la crisis de Venezuela.
«Un médico me dijo una vez que hiciéramos el viaje en avión», recuerda. La sugerencia le hizo reír. «Los billetes de avión se pagan en dólares; yo no sé cómo ese señor pensó que yo tengo dólares».
Sus únicos ingresos son los bolívares que le pagan por la venta de algunas de las mandarinas y aguacates que crecen en su huerto, y los 1.000 bolívares de subsidio que recibe del Estado a través de un plan de ayuda llamado Hogares de la Patria.
Ni siquiera con lo que aporta su pareja, que trabaja en la explotación de madera, tiene para cubrir las necesidades de su familia, pero ella agradece: «Él no me ha abandonado, como hacen muchos hombres cuando no quieren ocuparse de los hijos».
En aquella primera visita al J.M. de los Ríos, a Julia le colocaron la válvula, pero pronto surgieron complicaciones.
«Sufrió una infección y quedó inservible».
Luego la niña empezó a sufrir convulsiones.
«Necesita tomar ácido valproico para evitarlo, porque los médicos me dijeron quelas convulsiones podrían matar las pocas neuronas que tiene y se moriría», me explica, mientras le hace tragar jugo de melón a través de una jeringuilla sin aguja.
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Encontrar ácido valproico es desde entonces una de las prioridades de Yurika. La falta de medicamentos es otra de las consecuencias de la crisis de Venezuela.
En el J.M. de los Ríos no se lo dan.
Katherine Martínez, de la ONG Prepara Familia, que se dedica a la asistencia a las familias de los niños hospitalizados en este centro, me aseguró que «no hay allí un suministro regular ni siquiera de antibióticos, que es lo más básico».
«Lo que ocurre allí es muy grave y, aunque nos hemos quejado en todas las instancias, no hemos obtenido respuesta de las autoridades», añade.
El J. M. de los Ríos es la última esperanza para muchas madres del interior del país, donde, según explica Martínez, «la situación de los hospitales es terrible».
Pero en la crisis actual tampoco allí encuentran lo que precisan.
El doctor Augusto Pereira, jefe de Oncología Pediátrica del hospital, asegura que «tiene un déficit de insumos, con los que hay no alcanza para cubrir las necesidades».
«La alimentación de los niños allí no es equilibrada ni adaptada a su patología. Últimamente les estaban dando solo arepa sin relleno y arroz hervido», denuncia Martínez.
El doctor Pereira corrobora que los menores «la mayoría de las veces no reciben proteínas, sino solo carbohidratos».
Una batalla más
Yurika llevó a Julia otra vez a este hospital caraqueño el pasado verano. Le hace falta una nueva válvula.
Asegura que la niña ingresó pesando 9 kilos y que tras dos meses allí pesa solo 5.
Presenta ahora un cuadro de desnutrición y está demasiado débil como para pasar por el quirófano.
Los hubo que corrieron peor suerte.
El hospital infantil J.M. de los Ríos fue en su día una referencia pediátrica para toda América Latina
Prepara Familia asegura que varios niños han muerto en los últimos meses por una infección extendida en el servicio de Nefrología del hospital.
Yurika cuenta que vio el final de uno de ellos.
«Tenía 9 años, estaba criado ya. Yo lloré y lloré, y le pedí a Dios que le diera fuerzas a esa mamá».
Debido a su desnutrición, el hospital J.M. de los Ríos remitió a Julia a otro hospital.
Primero, recuperar peso
La pequeña está desde la semana pasada en un centro especializado en nutrición de la Misión Alimentación, uno de los programas sociales del gobierno venezolano.
Las reglas allí son estrictas y Yurika no puede abandonar el centro salvo que su director lo autorice expresamente.
Ella no quiere separarse ni un milímetro de la cuna de su pequeña, ni siquiera para tomar un café conmigo.
Los médicos estiman que Julia deberá pasar al menos un mes siguiendo una dieta que le permita ganar peso y regresar al J. M. de los Ríos a que le pongan su válvula.
Los neurocirujanos ya le han dicho que no lo intentarán si no lo consigue.
Por ahora, progresa. En solo cinco días ha recuperado medio kilo de los cuatro que perdió.
Pero recientemente surgió un nuevo obstáculo. El centro nutricional de Caracas le dijo a Yurika que ella y la pequeña deben regresar a Guanare para completar el tratamiento nutricional y volver a Caracas solo cuando Julia lo haya completado.
Más gastos y más fatigas para una niña enferma y su madre, para la que estar en la capital es un sacrificio sin medios para alimentarse ni alojamiento.
La ciencia no ve viable el futuro de Julia, pero, como dice su madre, «ella sigue guerreando».
Su madre no hace apuestas: «Yo la tengo en manos del Señor. Lo que él decida lo voy a aceptar, porque cada vez la veo más débil y dudo que pase del mes de diciembre».
Pero sí una promesa que hasta ahora ha cumplido: «Mientras esté con vida voy a seguir luchando con ella».
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