Corinto tiene el ambiente de una ciudad bulliciosa como cualquier otra: las motocicletas suben y bajan por las calles principales, los residentes deambulan por las aceras y los dueños de las tiendas merodean fuera de sus locales llamando a los clientes.
Pero si uno se detiene en cualquier esquina, hay una presencia más amenazante.
«Ventanas abajo o balas», se lee en una pared pintada, y está firmado «FARC-EP», abreviatura de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo. Es una advertencia a los conductores para que se identifiquen y se repite en muchos muros de Corinto, en el suroeste del departamento colombiano del Cauca.
La guerrilla de las FARC se desmovilizó en 2016, tras firmar un acuerdo de paz con el gobierno. Puso fin a más de cinco décadas de conflicto civil. Pero casi seis años después, el acuerdo aún no se ha implementado por completo, y aunque la violencia en general ha disminuido desde el pacto, lo que está sucediendo en las zonas rurales de Colombia alarma a los expertos.
Los miembros de las FARC que no aceptaron el acuerdo, los paramilitares de derecha y los nuevos grupos criminales que surgieron desde entonces compiten por el territorio que alguna vez estuvo controlado por el grupo guerrillero, y todos están buscando nuevos reclutas.
Niños vulnerables
Según la ONU, unos 600 niños fueron reclutados por bandas armadas en los tres años posteriores a la firma del acuerdo de paz, una cifra que, según los expertos, está muy subestimada.
Los colombianos pobres que viven en áreas rurales donde alguna vez operaron las FARC son los más propensos a ser atacados. Los más vulnerables son los niños indígenas.
Derli (no es su nombre real), una adolescente de 13 años, es parte del grupo indígena nasa, que tradicionalmente se ha enfrentado a las bandas armadas. Derli lleva una camiseta rosa impresa que dice «Solo amor», una frase discordante dado el contexto de la conversación que tenemos con ella.
Derli se escapó de casa debido a una relación conflictiva con su madre. La tentó el dinero que le ofrecieron disidentes de las FARC y porque algunos de sus amigos se habían ido antes que ella. Pero pronto se arrepintió.
«Aprendimos a usar armas, aprendimos a matar gente y a atarlos», dice, retorciéndose constantemente las manos con nerviosismo mientras cuenta su historia.
«Me ataron, me hicieron morir de hambre», agrega. «Siempre decían que esta vida era para los tipos duros. Tuve que conducir una moto mientras ejecutaban a alguien. Nunca quise hacer eso, pero si no lo hacías, te castigaban o te mataban».
Desde la ventana, Derli señala la montaña adonde la llevaron. Ella dice que fue rescatada una noche por el jefe del grupo indígena después de que una mujer luchadora lo contactara y se apiadara de ella.
Pero incluso cuando estaba en casa, su pesadilla continuó.
«Recibí amenazas de muerte del grupo», explica. Entonces, una mañana, se despertó y encontró al grupo armado rodeando su casa. «Mi familia me escondió en una habitación».
Según el tribunal de justicia transicional de Colombia, se cree que más de 18.000 niños fueron obligados a unirse a la guerrilla de las FARC durante un período de 20 años. Era una táctica bien conocida reclutar niños soldados y entrenarlos.
La guerrilla no paga
Sin embargo, muchos sienten que en la Colombia rural todavía no hay paz a pesar del alto el fuego.
«No ha mejorado, ha empeorado», dice Luz Marina Escué, una líder comunitaria que ayuda a los ancianos indígenas a localizar a los niños vulnerables, ya sea antes de que los recluten o para rescatarlos después.
«Llegan las pandillas, sacan fajos de billetes, les dicen a los niños que compren lo que quieran», dice ella. «Ya no es una guerrilla que pelea por el pueblo, porque está matando al pueblo». Ese es un sentimiento del que se hace eco Boris Guevara, exmiembro de las FARC. Se unió a la guerrilla cuando tenía 16 años, pero dejó las armas en 2016.
«Las FARC nunca pagaban. Toda actividad económica era para mantener al ejército, no para pagar soldados», dice. «Nunca recibí un peso por hacer el trabajo que hice. Eso causó una gran división: entre convertirse en mercenarios pagados y una conciencia política en la que estás haciendo sacrificios por algo en lo que crees».
Según Luz Marina Escué, el reclutamiento de niños por estos grupos está acabando con el futuro de Colombia.
«Son las semillas que van a trabajar nuestra tierra», dice. Gran parte de la tierra, sin embargo, todavía está llena de cultivos ilegales.
Cultivos de coca y marihuana
Al otro lado del valle, hay plantaciones de coca y marihuana. No todos estos campos están escondidos, vimos muchos al costado del camino. Al atardecer, las laderas se iluminan con focos suspendidos sobre cultivos de marihuana.
El acuerdo de paz estaba destinado a frenar la producción de cocaína, pero sigue aumentando. Según Estados Unidos, Colombia produjo unas 972 toneladas de coca durante 2021. Hace diez años esa cifra era de 273 toneladas.
Los campesinos siguen aquí. Mientras el kilo de naranjas vale 15 céntimos, la coca o la marihuana pagan cientos de veces más.
«No somos narcos», dice Irma Corpus, una cocalera. Como parte del acuerdo de paz, se alentó la sustitución voluntaria de cultivos, pero muchos en los campos sienten que el gobierno no ha cumplido con su parte del trato.
«Claro que estamos de acuerdo con la erradicación, pero tiene que ser gradual, no tenemos alternativas», dice Irma. «El acuerdo de paz en el papel fue muy elegante, nos prometieron todo, pero en realidad no se cumplió nada».
Son los jóvenes colombianos los que están pagando el precio. Jovani Chilhueso recibió US$400 para unirse a una banda. Ha perdido amigos desde los 11 años debido a la violencia.
«Cuando tomé por primera vez un arma, sentí adrenalina», dice. «Era algo que me gustaba, quería disparar, pero la realidad es que no es lo mismo una pelea que disparar».
Su padre, Daniel Rivera, es un guardia indígena que protege a su comunidad de bandas armadas. No esperaba que su hijo se uniera a una.
«Sentí mucha tristeza y dolor al pensar que podía perder a mi hijo», dice Daniel. «Lo primero que piensas es: ¿en qué fallé?, ¿qué hice mal?».
Pero en estas zonas de Colombia, el camino correcto es difícil. Mucha gente espera que el nuevo presidente, Gustavo Petro, cumpla con sus promesas de campaña de poner fin a la violencia, lograr la «paz total» para acabar con lo que ha denominado como la «guerra eterna y perpetua» y ofrecer a los jóvenes la oportunidad de forjar su futuro.