Cuando llegas al aeropuerto internacional de Kabul, lo primero que notas son las mujeres, vestidas con pañuelos marrones y capas negras, sellando pasaportes.
La pista de aterrizaje, que hace un año fue escenario de una marea de personas en pánico desesperadas por escapar, ahora es mucho más tranquila y limpia. Filas de banderas blancas de los talibanes ondean en la brisa del verano: se han pintado vallas publicitarias de los viejos rostros famosos.
¿Qué hay más allá de esta puerta de entrada a un país que fue trastornado por una rápida toma de poder por parte de los talibanes?
Dejar el trabajo a los hombres
Los mensajes son sorprendentes, por decir lo menos.
«Quieren que le dé mi trabajo a mi hermano», escribe una mujer en una plataforma de mensajería.
«Nos ganamos nuestros puestos con nuestra experiencia y educación. Si aceptamos esto significa que nos hemos traicionado a nosotras mismas«, declara otra.
Estoy sentada con algunos antiguos altos funcionarios del Ministerio de Finanzas que comparten sus mensajes.
Forman parte de un grupo de más de 60 mujeres, muchas de la Dirección de Ingresos de Afganistán, que se unieron después de que se les ordenara irse a casa en agosto pasado.
Aseguran que los funcionarios talibanes les dijeron: «Envíen los resúmenes curriculares de sus familiares varones que puedan postularse para sus trabajos».
«Este es mi trabajo», insiste una mujer que, como todas las mujeres de este grupo, pide ansiosa que se oculte su identidad. «Luché con mucha dificultad durante más de 17 años para conseguir este trabajo y terminar mi maestría. Ahora estamos de vuelta a cero».
En una llamada telefónica desde fuera de Afganistán, se nos une Amina Ahmady, quien fue directora general de este despacho.
Se las arregló para irse, pero esa tampoco es una salida.
«Estamos perdiendo nuestra identidad», lamenta. «El único lugar donde podemos guardarlo es en nuestro propio país».
El título de su grupo, «Mujeres líderes de Afganistán», les da fuerza. Lo que quieren es su trabajo.
Fueron las mujeres quienes aprovecharon los nuevos espacios de educación y oportunidades laborales durante dos décadas de compromiso internacional que terminaron con el régimen talibán.
Los funcionarios talibanes dicen que las mujeres siguen trabajando. Quienes lo hacen son principalmente personal médico, educadoras y trabajadoras de seguridad, incluso en el aeropuerto, en espacios frecuentados por mujeres.
Los talibanes también enfatizan que las mujeres, que alguna vez ocuparon alrededor de una cuarta parte de los empleos del gobierno, todavía reciben un pago, aunque una pequeña fracción de su salario.
Una exfuncionaria me cuenta cómo un guardia talibán la paró en la calle y criticó su velo islámico, o hiyab, aunque iba completamente cubierta.
«Tienes problemas más importantes que resolver que el hiyab», replicó, otro momento de la determinación de las mujeres de luchar por sus derechos dentro del islam.
El riesgo de hambruna
La escena parece idílica. Gavillas de trigo dorado brillan bajo el sol de verano en las remotas tierras altas centrales de Afganistán. Se puede escuchar un suave mugido de vacas.
Noor Mohammad, de 18 años, y Ahmad, de 25 años, siguen blandiendo sus hoces para limpiar un trozo de grano restante.
«Este año hay mucho menos trigo debido a la sequía», comenta Noor, con el sudor y la suciedad en su joven rostro. «Pero es el único trabajo que pude encontrar».
Un campo cosechado se extiende en la distancia detrás de nosotros. Han sido 10 días de trabajo agotador por parte de dos hombres en la flor de su vida por el equivalente a US$2 por día.
«Estaba estudiando ingeniería eléctrica pero tuve que abandonar la carrera para mantener a mi familia», explica. Su arrepentimiento es palpable.
La historia de Ahmad es igual de dolorosa. «Vendí mi moto para ir a Irán pero no encontraba trabajo», explica.
El empleo temporal en el vecino Irán solía ser una respuesta para los habitantes de una de las provincias más pobres de Afganistán. Pero el trabajo también ha disminuido en Irán.
«Damos la bienvenida a nuestros hermanos talibanes», dice Noor. «Pero necesitamos un gobierno que nos dé oportunidades».
Más temprano ese día, nos sentamos alrededor de una mesa de pino brillante con el gabinete provincial de Ghor, hombres con turbantes ubicados junto al gobernador talibán Ahmad Shah Din Dost, quien fue vicegobernador en la sombra durante la guerra.
«Todos estos problemas me entristecen», dice al enumerar la pobreza, las malas carreteras, la falta de acceso a los hospitales y las escuelas que no funcionan correctamente.
El final de la guerra significa que más agencias de ayuda ahora están trabajando aquí, incluso en distritos que antes estaban fuera de los límites. A principios de este año, se detectaron condiciones de hambruna en dos de los distritos más distantes de Ghor.
Pero la guerra no ha terminado para el gobernador Din Dost. Dice que fue encarcelado y torturado por las fuerzas estadounidenses. «No nos den más dolor», asevera. «No necesitamos ayuda de Occidente».
«¿Por qué Occidente siempre interfiere?», pregunta. «No cuestionamos cómo tratan a sus mujeres y hombres».
En los días siguientes, visitamos una escuela y una clínica de desnutrición, acompañados por miembros de su equipo.
«Afganistán necesita atención», dice Abdul Satar Mafaq, joven director de salud con educación universitaria de los talibanes, quien parece ser más pragmático. «Tenemos que salvar la vida de las personas y no es necesario que involucre la política».
Recuerdo lo que me dijo Noor Mohammad en el campo de trigo. «La pobreza y el hambre también es una lucha y es más grande que los tiroteos».
El cierre de escuelas para niñas
Sohaila, de 18 años, está emocionada.
La sigo por unas escaleras oscuras hasta el sótano del mercado exclusivo para mujeres de Herat, la antigua ciudad occidental conocida desde hace mucho tiempo por su cultura más abierta, su ciencia y su creatividad.
Es el primer día que abre este bazar: los talibanes lo cerraron el año pasado, y estuvo clausurado por la pandemia de covid-19 el año anterior.
Nos asomamos a través de la fachada de cristal de la tienda de ropa de su familia, que aún no está lista. Una fila de máquinas de coser se encuentra en la esquina, globos de corazones rojos cuelgan del techo.
«Hace una década, mi hermana abrió esta tienda cuando tenía 18 años», me dice Sohaila, compartiendo una historia resumida de la costura de su madre y abuela de vestidos tradicionales kuchi con estampados brillantes.
Su hermana también había abierto un club de internet y un restaurante.
Las instalaciones están mal iluminadas, pero en esta penumbra hay un rayo de luz para las mujeres que han pasado demasiado tiempo sentadas en casa.
Sohaila tiene otra historia para compartir.
«Los talibanes han cerrado las escuelas secundarias», comenta con naturalidad sobre algo que tiene enormes consecuencias para las adolescentes ambiciosas como ella.
La mayoría de las escuelas secundarias están cerradas por orden de los principales clérigos ultraconservadores de los talibanes, a pesar de que muchos afganos, incluidos miembros talibanes, han pedido que se vuelvan a abrir.
«Estoy en el grado 12. Si no me gradúo, no puedo ir a la universidad».
Le pregunto si puede ser la Sohaila que quiere ser en Afganistán. «Por supuesto», declara con confianza. «Es mi país y no quiero ir a otro».
Pero un año sin escuela debe haber sido duro. «No soy solo yo, son todas las chicas de Afganistán», comenta estoicamente.
«Es un triste recuerdo», asegura.
Su voz se apaga mientras rompe a llorar.
«Yo era la mejor estudiante».