La Asamblea Nacional cumple 15 meses de un cerco gubernamental tan asfixiante que la falta de papel higiénico y de café sólo se puede compensar con aportaciones voluntarias de sus propios diputados, como si fuera una plaza sitiada en la que ambos productos se encuentran de vez en cuando, comprados por unos parlamentarios que no cobran su sueldo desde hace nueve meses por decisión de Nicolás Maduro.
«Estoy haciendo una consulta a la Fiscalía y al Supremo porque estando la Asamblea fuera de la ley, yo como jefe de la Hacienda Pública no puedo depositar recursos en una Asamblea inexistente», amenazó a mitad de 2016 el «hijo de Chávez».
La consulta se ha prolongado sine die, tal y como sospechaban en la oposición, pese a que no está respaldada por ninguna decisión jurídica. Tal es el nivel de asfixia económica a los parlamentarios y a la propia institución que Julio Borges, presidente legislativo, ha confesado en petit comité que la Asamblea «funciona como una iglesia, por caridad», ya que el Estado tampoco aporta los fondos económicos que la ley obliga.
El diputado Alfonso Marquina, presidente de la Comisión de Finanzas, hizo público que de los 93.000 millones de bolívares necesarios para 2017, el Estado había decidido entregar 27.000. Con ese montante sólo se puede pagar a los trabajadores.
El propio Marquina introdujo una demanda y las parlamentarias añadirán otras en tribunales de familia porque afecta la manutención de sus hijos. La Constitución les exige dedicación exclusiva, con las excepciones de los docentes (con salarios de miseria en la Venezuela revolucionaria) y los médicos. El plan es evidente: provocar el éxodo de los opositores.
«Los que vivimos en el interior no tenemos adónde llegar, ni hotel ni transporte ni comida», se queja la diputada socialdemócrata Gladys Guaipó, representante indígena de los estados orientales. La situación es tan apretada que esta maestra jubilada duerme en una colchoneta cuando consigue suelo en casa de algún compañero o en el Ritz, un hotelucho que nada tiene que ver con el antiguo Hilton, hoy Alba Caracas, expropiado por el gobierno y que cobija a los dirigentes chavistas y a todas las amistades internacionales llegadas del exterior.
La ministra de Turismo prohibió que los diputados fueran albergados en sus habitaciones. El «apartheid» político contra los opositores, convertidos hoy en los héroes de la Unidad Democrática por su liderazgo en las protestas, abarca también las aerolíneas. «Yo viajo de Anzoátegui a Caracas en un carrito por puesto (carro de pasajeros) que me cuesta 15.000 bolívares cada viaje», confiesa Guaipó, que pertenece a la etnia cumanagoto, con tres nietos a su cargo y una pensión de 80.000 bolívares semanales.
Cuando la diputada indígena revisó los fondos de la comisión que preside, heredados de la administración chavista, se encontró 3000 bolívares, lo justo para dos tazas de café. Hoy son sus hijos y sus hermanos quienes financian su lucha política, pero no cede en sus principios: «Nos amedrentan para que abandonemos, pero vamos a estar hasta el final».
Lo mismo piensa el diputado Ezequiel Pérez mientras repasa sus papeles en una modesta habitación de hotel. Su trabajo como parlamentario por Táchira le cuesta muy caro a su familia. «Mis gastos se cubren con nuestros recursos, 100.000 bolívares semanales buscando lo más barato», calcula el dirigente de Voluntad Popular.
Pérez es de los que participan en las «vacas» (fondos) para comprar algo de café e incluso para las comidas, un menú de lo que se puede, salpicado siempre por las «groserías, piedras, orina y pañales» que lanzan los chavistas radicales instalados en los alrededores. Desde que, en enero de 2016, se juramentó la nueva Asamblea, los revolucionarios no han faltado a su cita de hostigamiento. Hasta la electricidad ha faltado en el Palacio Legislativo, «regalo» del gobierno central.
«Son los mecanismos que el chavismo usa para que nos ausentemos. Somos las víctimas de un régimen dictatorial que nos deja sin sueldo», añade la parlamentaria Milagros Eulate, también socialdemócrata. «Mi pensión como docente jubilada es de 80.000 bolívares. He estado días sin comer nada, pasando hambre, pero cumpliendo con mi país.»
Eulate reconoce que varios compañeros han valorado hacer colectas porque «estamos seguros de que el pueblo nos va a responder». Donativos que al menos servirían para que los miembros de la comisión indígena pudieran beberse una botella de agua que otros ahora traen de sus casas.