Si algún fenómeno económico puede impactar negativamente la percepción que un pueblo tiene de su gobierno es el de la inflación. A la subida desbocada de los precios le tienen aversión todos. Ella se cuela en cada hogar, penaliza a pobres y ricos, genera inseguridad, impide planificar el futuro, vacía de contenido cualquier esfuerzo que se haga por gozar de mayor bienestar, reduce perniciosamente el nivel de los beneficios de los pequeños negocios… Es un hecho devastador para la sociedad. Por ello, cualquiera que sea la latitud en la que se produzca, la inflación provoca desapego de la población de quien sea el gobernante de turno, si este no es capaz de paliar a sus estragos y corregir su rumbo.
La inflación en Colombia en 2022 fue la más alta conocida por el país en 23 años. Pero si bien el órgano oficial encargado de medir esta variable, el DANE, reveló que el crecimiento del índice de precios había sido el más alto del siglo, al ubicarse en 13,2%, cuando éste entró en los detalles de los sectores, el país quedó atónito: alimentos y bebidas no alcohólicas se dispararon en lo global 27,81%, ciertos rubros esenciales para la dieta, como el arroz, se multiplicaron más allá del 54%, la carne de res subió 20% y el pan se encareció 30%. Los servicios públicos, para hacer más complejo el panorama, también castigaron fuertemente a la población y, para solo citar a la electricidad, esta se ubicó en un rango 22,4% superior a escala de la nación.
En el año electoral, el país entero había apostado, con un nuevo gobierno en puertas, a que estas distorsiones fueran puestas en cintura. En efecto, la tendencia se acentuado desde muchos meses atrás con los efectos de la pandemia del COVID y las alteraciones consiguientes en las cadenas internacionales de suministro. La puntilla la había dado la guerra de Ucrania con la consecuencia generada en los precios de los combustibles. Pero las promesas electorales de Gustavo Petro y la expectativa creada de amortiguar el impacto de estos males para los más desfavorecidos tenían a la colectividad esperanzada. Nada de ello tuvo lugar.
Las fuerzas vivas del país, al igual que la población de a pie, apostaban a que el nuevo gobierno, consciente de todo lo anterior, utilizara su fortaleza para corregir los desbalances macroeconómicos que venían agravando esta situación, pero ello tampoco se convirtió en una prioridad para los recién llegados. La consecuencia está ahora a la vista y es flagrante.
La realidad para el inicio de este año es que la espiral no se ha detenido. La inflación de febrero y de marzo fue de 13,28% y 13,34% respectivamente, las más altas de las dos últimas décadas. No solo los sectores oficiales no se involucran seriamente en el control de los precios sino que el discurso incendiario del presidente ha estado contribuyendo claramente a que los mismos continúen disparados. La descalificación abierta de la institución capaz de corregir el avance hacia una recesión, inquieta a todos los sectores. La reforma laboral en marcha es capaz de mercar sensiblemente la capacidad de las empresas de generar empleo, con lo cual la penalización a la población se hace insostenible.
Asi pues, los escenarios no son prometedores en el terreno de la contención de los precios y la reacción de los afectados no se está haciendo esperar. La desesperación de los hogares asfixiados con azote de la inflación ya empieza a horadar a la aceptación con la que el presidente inició su mandato. La última encuesta de Invamer Poll evidencia que una desaprobación del 51% de los encuestados contra una tasa de aprobación de 40%. Petro se había iniciado con 56% de favorabilidad en agosto de 2022. La falta de soluciones inmediatas a este tema del galope de los precios ha estado provocando esta la sensación creciente dentro de la colectividad de que las cosas van empeorando y el pesimismo es el peor de los consejeros. La luna de miel de los inicios del presidente populista parece estar entrando en una etapa de irrefrenable desamor.
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