En el marco del III Foro Mundial de Derechos Humanos, celebrado en Buenos Aires y patrocinado por la Unesco, el Grupo de Puebla celebró un acto de respaldo a Cristina Kirchner. El evento, centrado en los ataques judiciales contra la vicepresidenta y el “lawfare”, se puso bajo la advocación del lema: “Voluntad popular y democracia: del partido militar al partido judicial, las amenazas a la democracia”.
Los dos encuentros estaban interrelacionados y así los concibieron los organizadores. Los principales ponentes participaron en ambos, potenciando un buen número de sinergias y sentimientos solidarios con los perseguidos políticos. Entre los invitados estaban los ex presidentes Ernesto Samper, Rafael Correa, Evo Morales y Cristina Fernández, junto al también ex presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero.
A ellos se sumó un buen número de intelectuales, exministros y políticos en activo. Dado el gran potencial simbólico allí presente, resulta pertinente indagar sobre el principal interés de los convocados.
El evento coincidía con un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976. De ahí que emergiera con fuerza el recuerdo de los 30.000 desaparecidos, en lugar de los 9.000 de los que hablaba la Conadep. Tanto énfasis que se pone en la mítica cifra de 30.000 que no queda margen para una discusión seria y necesaria, desprovista de cualquier sesgo partidario. Esto ocurre, curiosamente, cuando mucho se insiste en el negacionismo de ciertos sectores sociales y políticos argentinos con la dictadura militar.
Si bien el común denominador de las intervenciones debería haber girado sobre la defensa universal de los derechos humanos, esto no fue así. Para la mayoría de los oradores, en América Latina los derechos humanos solo fueron violados por las dictaduras militares aliadas de Washington.
Es más, hubo una cerrada defensa de los líderes políticos populares arbitrariamente perseguidos por la Justicia de los poderosos, como si ellos mismos no estuvieran en el poder. Y si bien el acto estaba destinado a defender la democracia y a alertar sobre las amenazas que se ciernen sobre ella, el diputado español Gerardo Pisarello no dudó en citar al Che Guevara, el más conspicuo referente democrático de la región.
Con estos antecedentes, no extraña que numerosos participantes evidenciaran un descarnado corporativismo político, especialmente presidencial. Según éste, la máxima preocupación es atender a los míos, con independencia del interés general.
Por eso llamaban a defender a Lula, a Dilma, a Correa, a Evo y, muy especialmente, a Cristina Kirchner. Incluso se abogó por algún presidente en ejercicio, como Gustavo Petro, y por otros compañeros de viaje, como Marco Enríquez-Ominami.
Más allá del uso recurrente de la primera persona, tanto da si en singular o plural, una cuestión llamativa de las sesiones fue la reiteración de los tópicos antiimperialistas y anti oligárquicos. Por eso, ni el neoliberalismo ni la prensa canallesca podían estar ausentes de una conspiración milimétricamente diseñada, que implica la condena de los líderes populares incluso antes de que se sustancie un juicio justo.
Como señaló Samper, los ataques contra aquellos dirigentes “progresistas” no son una “colección de fotos”, sino una película rodada en (o por) Estados Unidos siguiendo el modelo de la guerra judicial o lawfare. Así, se produce un gran daño reputacional a los perseguidos, que deben gastar cientos de miles de euros en abogados para garantizar su defensa (Correa).
Sin embargo, para que la ecuación cuadre y el intento no sea visto como un mero ejercicio corporativo de autodefensa se debe identificar, como hizo Morales, al pueblo con el gobierno. Así, los gobernantes no son condenados por lo que hacen o dejan de hacer sino por el mezquino interés de la derecha de frenar cualquier cambio en beneficio de los pobres y perseguidos.
Mientras el acento se ponía en un pasado ominoso, se ignoraba sistemáticamente el presente de Cuba, Nicaragua y Venezuela, o incluso de las atrocidades rusas en Ucrania. Se da la circunstancia añadida de que en ninguno de esos tres países latinoamericanos el Poder Judicial es independiente del Ejecutivo.
Y que cuando los activistas políticos son condenados por los jueces no lo son por razones arbitrarias, como ocurre con Kirchner, sino por haber cometido delitos muy graves y claramente tipificados, como el de “traición a la patria”.
Algún ponente mencionó incluso la aberración de la oposición venezolana al apoyar el funcionamiento de un Tribunal Supremo de Justicia en el exilio. Sin embargo, no se dijo una sola palabra sobre los nombramientos ilegales de magistrados pro-chavistas al mismo Tribunal, en 2015, votados por un Parlamento al límite de su mandato.
El exjuez español Baltasar Garzón, en alusión a lo mucho que había avanzado la defensa de los derechos humanos en Argentina, señaló que nadie puede borrar estos logros de la memoria colectiva, dada la amplitud de todo lo conseguido.
En si misma la afirmación es impecable, pero tiene una buena dosis de sectarismo. Garzón, antiguo asesor del gobierno, omite que esos avances cruciales no fueron ni son patrimonio exclusivo del kirchnerismo, sino del trabajo continuo de muchos hombres y mujeres concernidos por el tema, como Raúl Alfonsín y Graciela Fernández Meijide. A todos ellos también habría que rendir tributo y hacer justicia.
Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina
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