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Vladimir Putin y los niños ucranianos

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“Núremberg fue el juicio del siglo XX, el de Putin será el del siglo XXI”. Con esta frase, tan contundente como arriesgada, el jurista venezolano Fernando Fernández inició un artículo publicado, el pasado 23 de marzo, en la revista Analítica.

El texto, titulado “El arresto del siglo XXI”, intenta demostrar la trascendencia ética y los detalles jurídicos del proceso iniciado por la Corte Penal Internacional –CPI– al presidente de la Federación Rusa, junto a María Alekseievna Lvova-Belova, comisionada de la Federación para los Derechos del Niño.

Que Putin esté acompañado no por el ministro de Defensa, o algunos de los generales que han conducido la invasión a Ucrania, sino por una funcionaria de asuntos de la infancia, tiene un especial significado.

¿Cuál es la explicación?

Pues que el delito por el que se les procesa no es genocidio o crímenes de guerra en genérico, sino la presunta deportación y transferencia ilegal de niños desde las áreas ocupadas por las fuerzas invasoras hacia el territorio ruso. Una acción violatoria de las convenciones internacionales que establecen que –aun en medio de los más cruentos conflictos bélicos– se debe hacer todo lo posible para no dividir los núcleos familiares y para que los niños y adolescentes permanezcan con sus familias.

Se trata de más de 16.000 niños ucranianos que han sido trasladados a Rusia para ser ubicados en orfanatos y casas de familia con el fin, acusan autoridades ucranianas, de “rusificarlos”. Esto es, hacer que pierdan su nacionalidad, idioma y cultura originaria. Lo que para algunos expertos puede calificarse como una forma de genocidio.

El gobierno ruso niega las acusaciones. Explica el traslado como una “evacuación” necesaria para proteger a los pequeños de la guerra. Lvova-Belova, la operadora del traslado masivo, ha expresado públicamente que se siente orgullosa por su labor. Que ella misma adoptó a un niño de quince años. Pero también ha terminado confesando, suponemos que un lapsus mentis, los esfuerzos para adoctrinar a los menores llevados a Rusia.

El año pasado se quejó ante la prensa porque los niños trasladados “hablaban mal del presidente [ruso], decían cosas horribles y cantaban el Himno ucraniano”. Luego aclaró que poco a poco comenzaban a integrarse. Una frase, reseñada en el portal de la BBC, del 17.03.23, titulada “Quién es María Lvova-Belova, la consejera de Putin acusada por la deportación de niños ucranianos a Rusia”, es reveladora: “Así que sí, hay algunas cosas malas al principio, pero luego [los niños ucranianos] se transforman para amar a Rusia (sic)”.

Un segundo detalle es también importante. La opinión internacional está dividida. Además de quienes celebran en Occidente la decisión de la Corte, y quienes –como el comunismo chino y otros países que actúan como neutrales– la condenan por sesgada y maniquea, se encuentran quienes consideran inocuo el fallo en tanto que la Federación Rusa, igual que Estados Unidos y China, no es firmante del Estatuto de Roma, el convenio internacional en el que se sustentan la actuación de la Corte Penal Internacional.

Para la CPI no es un impedimento. Por esta razón, ha emitido una orden de arresto basada en el criterio de que Putin y Lvova-Belova son sospechosos de crímenes de su competencia. El próximo paso será la audiencia de imposición de cargos que puede celebrarse en ausencia de los indiciados siguiendo el precedente de los acusados en la situación de Uganda. Aquel proceso en el que el excaudillo Dominic Ongwen fue declarado culpable de un total de 61 crímenes de lesa humanidad, cometidos entre el 1 de julio de 2002 y el 31 de diciembre de 2005.

Para los más optimistas en torno al valor de la justicia internacional, el solo hecho de que por primera vez se juzgue en la CPI a un gobernante de una potencia mundial es un avance extraordinario. La importancia de que haya 122 países firmantes del Estatuto de Roma, que en teoría deberán acatar las decisiones de la Corte; el peso internacional que ha tenido una decisión que de inmediato hizo que Xi Jinping, el presidente de China, se movilizara hacia Moscú; junto al hecho de que, en la misma Corte, se hayan iniciado investigaciones y procesos a gobiernos de Venezuela, Filipinas y Afganistán, son señales esperanzadoras de que la justicia internacional pueda compensar la ausencia de justicia dentro de países con gobiernos violadores sistemáticos de derechos humanos.

Los infantes han sido repetidas veces víctimas dolorosas de las guerras y otros conflictos políticos. Se calcula que los alemanes nazis y sus colaboradores asesinaron aproximadamente a un millón y medio de niños, entre judíos, gitanos, polacos y millares de pequeños alemanes con discapacidades físicas y mentales que vivían en instituciones públicas.

Durante los siete años de régimen militar en Argentina, cerca de 500 recién nacidos fueron arrebatados de sus padres desaparecidos. La movilización de las familias de las víctimas dio origen a asociaciones como la de las Abuelas de la Plaza de Mayo, que se dedicaron a intentar localizar y restituir a sus legítimas familias una buena parte de los niños secuestrados.

No hay que olvidar que estamos ante un juego de la geopolítica mundial que nunca es inocente. Pero, sin adelantarnos a los resultados del proceso, el solo hecho de que se haya privilegiado a la infancia entre tantas víctimas de esta operación bélica, coloca esperanzadoramente el reflector sobre el destino de los 16.000 niños. Seguramente el proceso impedirá, también, que se realicen impunemente nuevas “evacuaciones”. Ya sea en invasiones del presente o en los del futuro. Ya sean estas hechas por tiranías eurásicas o por dictaduras y democracias occidentales como aquella realizada por Estados Unidos a Irak de la que ya transcurrieron veinte años.

Es igual. Más temprano que tarde aparecerán las abuelas ucranianas luchando por restituir a sus legítimas familias a los pequeñuelos hoy extraviados.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva

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