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Los monstruos de Succession

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Logan celebra un melancólico cumpleaños, sin sus hijos, en la víspera del cierre de un trato económico. En medio de la no celebración, todo es tensión y toxicidad. El padre de la familia evade los cumplidos, sabiendo la hipocresía y la impostura de sus falsas amistades. Por el precio de su ambición ha quedado solo e infeliz, a merced de un séquito de súbditos, en quienes desconfía.

Así comienza «The Munsters», el dramático primer capítulo de la cuarta y última temporada de Succession, cuyos creadores han querido despedirla de la forma más orgánica posible, al margen de cualquier solución arbitraria, trucada o demagógica, que traicione los principios de la serie.

Por lo pronto, han logrado mantener la coherencia de la saga, acentuando el suspenso y la tragedia por su inminente definición.

Partiendo del título y del visionado del episodio, revisamos la galería de monstruos que propone el contenido.

En Logan vemos el otoño del patriarca al que sus descendientes gozan en destruir, cual grupo edípico de la resistencia, en una venganza financiera que pretende compensar sus traumas.

Él es un Saturno insaciable que busca devorarse a sus vástagos, en un juego de tronos. Parece un mastodonte, un tiranosaurio, un minotauro extraviado en su propio laberinto de privilegio y derroche. Un clásico villano al estilo de Thanos, que divide para reinar, desde su torre de marfil. El rey Lear asediado por sus fantasmas en la Gran Manzana.

En el instante más poético y patético de la noche, Logan huye de la fiesta con su escolta favorito, para cenar en cualquier dinner de Manhattan. Consciente del artificio que lo rodea, el titán de los negocios prefiere tener un momento de realidad, comiendo como “la gente común”.

Ahí se sostiene uno de los diálogos clave del capítulo, cuando Logan afirma que el mercado domina sus relaciones, y que por ende, las personas tienen un precio que las intercambia como fichas de transacción.

De tal modo, su único consuelo es el de encontrar oídos auténticos en el cuerpo de su guardaespaldas predilecto. Una escena poética y magistral en su patetismo de pintura minimalista de cuadro de Edward Hopper.

Es como la conclusión de “Fat City-Ciudad Dorada”, en la que el boxeador le pide a su camarada de ocasión, que no se vaya de la barra y que lo acompañe por una ronda más.

Por otro lado, Tom y Greg se comparten sus secretos “asquerosos”, como una pareja de cerditos adolescentes, pasados de edad, en plena crisis millennial, creyendo superar sus problemas con evasiones y aventuras.

En paralelo, Connor sigue desenfocado en su campaña fracasada, intentó erigirse en un candidato de la posverdad, una suerte de outsider que hegemonice la conversación. Aunque nada más lejos de su imagen de síndrome del impostor, carente de carisma, de autoestima y afecto.

Por último, la inocencia de los hijos luce trastocada por su ánimo de revancha, golpeada por el cinismo y la especulación de ganarle al padre en el casino de una puja comercial, subiendo los números que se cocinan como datos virtuales.

Entre ellos tejen su conjura, su conspiración de vectores y algoritmos, en el sueño de derrocar a la dinastía de su progenitor jurásico.

Sin embargo, el desenlace del episodio expone unas grietas, unas fragmentaciones, unas brechas, unas heridas que difícilmente se podrán cicatrizar.

Los lobos se comen unos a otros, al límite de su autocanibalización.

Hemos visto una fiesta del chivo, con todas las consecuencias y trastornos que ello supone.

Inolvidable principio del fin.

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