Hortensia cuenta una de sus pesadillas: “Soñé que el agua llegaba hasta los pies del Señor de la Peñita. De ahí para abajo estaba todo
Hortensia le da crédito a sus sueños. También le tiene mucha fe al Señor de la Peñita, una mancha de óxido que apareció en la roca pelada de un cerro y que, con algo de imaginación, parece una crucifixión. Hortensia no se quiere ir de Temacapulín, desea que su pueblo no se inunde, pero ¿entonces en dónde pone su sueño? Desde la azotea de su casa se ve la iglesia de cantera rosa. Si el gobierno cumple su amenaza y este pueblo queda bajo el agua, sólo ese campanario se asomará a la superficie como una minúscula isla desierta.
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Temacapulín o Temaca, como se le dice para abreviar, es un pueblito en los Altos de Jalisco de unos 800 habitantes, y hasta mil 500 si se cuenta a los migrantes o “hijos ausentes”. En 2005 el gobierno del estado de Jalisco anunció la construcción de la presa y acueducto El Zapotillo en una ranchería del municipio de Cañadas de Obregón, a unos 30 kilómetros de Temacapulín. La presa, según el proyecto, tendría una cortina de 80 metros de altura, lo que le daría una caída para conducir el agua del Río Verde a las ciudades de Guadalajara y León. Con la cortina de 80 metros se crearía un embalse que pondría a Temacapulín bajo riesgo de inundación. O cuando menos haría que las aguas llegaran a las partes bajas del pueblo. En 2007, el gobierno modificó el proyecto: la cortina de la presa ya no sería de 80 sino de 105 metros, y el embalse inundaría unas cuatro mil 800 hectáreas: ya no había duda: Temacapulín quedaría bajo el agua al igual que otras dos comunidades más pequeñas, Acasico y Palmarejo. El gobierno inició entonces la construcción de la presa en la ranchería de El Zapotillo y ofreció a los afectados que se reubicaran en un predio llamado Talicoyunque.
El riesgo de inundación enfureció a los de Temacapulín. Sus habitantes se organizaron en el Comité Salvemos Temacapulín, Acasico y Palmarejo y empezaron movilizaciones. Desde entonces han hecho dos plantones importantes, decenas de marchas y protestas ante el Palacio de Gobierno y el Congreso de Jalisco, y han acudido y convocado a encuentros nacionales e internacionales contra las presas. El gobierno, no obstante, continuó con la construcción. Sin embargo, en 2013, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el máximo tribunal mexicano, suspendió la construcción del megaproyecto.
La SCJN no entró al fondo del asunto, sólo dijo que la cortina de 105 metros no había sido aprobada por el Congreso de Jalisco y
por lo tanto debía suspender su construcción al alcanzar los 80 metros. Desde entonces, en El Zapotillo hay un elefante blanco: una obra monumental de ingeniería que está parada y no tiene ni una gota de agua. Esa mole de concreto hasta ahora inútil ha dilapidado una
millonada. El megaproyecto, según cálculos oficiales, costaría ocho mil millones de pesos. A octubre de 2017 se habían invertido
27 mil millones de pesos y seguía sin funcionar. Visité Temacapulín en septiembre de 2017. El gobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, insistía en que no había de otra: se iba a hacer la cortina de 105 metros y qué pena pero se inundaría Temacapulín.
En 2007, el gobierno modificó el proyecto: la cortina de la presa ya no sería de 80 sino de 105 metros, y el embalse inundaría unas cuatro mil 800 hectáreas: ya no había duda: Temacapulín quedaría bajo el agua al igual que otras dos comunidades más pequeñas, Acasico y Palmarejo.
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“No nos van a inundar.”
La misma frase. Me la dicen Abigaíl, Poncho, Isaura, María y el padre Gabriel, cada uno por su lado. Abigaíl cojea de una pierna. A Poncho Íñiguez hay que gritarle para que oiga y no quiere ir al doctor a atenderse una hernia inguinal. María Alcaraz es hipertensa. Abigaíl Agredano tiene 68 años y de ahí para arriba hasta llegar a Poncho, de 81. El padre Gabriel Espinoza, entre ellos, es un jovenazo de 49. Son el núcleo dirigente de Temacapulín. Desde 2005 les advirtieron que fueran agarrando sus cosas y largándose porque los iban a inundar. Tienen las desventajas de los adultos mayores: la salud precaria, la vista corta, las piernas cansadas. Y ésa es también su mayor fortaleza: ya no tienen nada que perder.
–Nosotros ya ganamos –añade Gabriel Espinoza.
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Los científicos sociales se preguntaron si la presa El Zapotillo no era, en realidad, una privatización del agua, porque implicaba concesionar la operación del acueducto a empresas trasnacionales. Cuestionaron que la construcción de la presa se la cedieron a La Peninsular y Grupo Hermes, dos empresas en donde tiene intereses Carlos Hank González, presidente del banco Banorte. A esas empresas se sumó el Grupo FCC, donde el accionista mayoritario es Carlos Slim, el mexicano que ha encabezado la lista de súper millonarios de Forbes algunos años.
Esa mole de concreto hasta ahora inútil ha dilapidado una millonada. El megaproyecto, según cálculos oficiales, costaría ocho mil millones de pesos. A octubre de 2017 se habían invertido 27 mil millones de pesos y seguía sin funcionar.
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Emilio González, entonces gobernador de Jalisco, les dijo que les entregaría unas casas buenísimas y nuevecitas en Talicoyunque a cambio de sus casas antiguas de Temaca. Talicoyunque, en efecto, tiene casas nuevas, pero la vida allá es muy distinta: para entrar y salir hay que pasar una garita donde guardias de seguridad revisan el coche, preguntan a dónde vas y a qué hora regresas. No tiene iglesia, ni parque, ni plaza. Ni siquiera agua corriente.
De hecho, cuando Temaca quede bajo el agua, si es que alguna vez se inunda, se podrá ver el campanario de la iglesia asomarse entre las aguas desde Talicoyunque. La mayoría de los habitantes de Temacapulín, sin embargo, se ha negado a venderle sus casas a la Comisión Nacional del Agua (Conagua), que quiere comprarlas para demolerlas. La periodista jalisciense Jade Ramírez ha documentado que sólo se han negociado 49 casas, que no corresponden ni a la mitad del pueblo.
Varias familias le vendieron su casa a la Conagua, pero con una condición: quedarse a habitarlas hasta que la inundación fuera inminente. La Conagua después cambió de reglas: el que aceptara dinero tendría que derribar su vivienda. Algunos vecinos salieron muy vivos y le vendieron su casa a la Conagua y con ese dinero… se compraron otra casa también en Temaca y hasta les sobró dinero.
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En Temacapulín hay dos sacerdotes y la gente los llama de manera distinta: “el señor cura” es Juan de Dios Montaño, párroco de la basílica de Temacapulín. El otro es el padre Gabriel Espinoza, o mejor, “el padre Grabiel”.
Gabriel no parece cura y en sentido estricto ya no lo es. Cuando lo conozco, la mañana del 17 de septiembre de 2017, aparece vestido de pantalón de mezclilla, zapatos de goma, playera y sombrero de palma. De un lado del cinturón, una navaja suiza; del otro, un llavero con una imagen de Juan Pablo II con el que más tarde destaparemos una cerveza. Lo veo reparar la llanta de un carrito de helados; vender esos helados en el atrio de la iglesia a cinco pesos la bola, y ordeñar una cabra.
Talicoyunque, en efecto, tiene casas nuevas, pero la vida allá es muy distinta: para entrar y salir hay que pasar una garita donde guardias de seguridad revisan el coche, preguntan a dónde vas y a qué hora regresas. No tiene iglesia, ni parque, ni plaza. Ni siquiera agua corriente.
Gabriel ya no tiene ingresos como sacerdote y tuvo que aprender a hacer pequeños negocios para sobrevivir. Además de producir helados –oficio que aprendió de sus padres–, hace bolsos de piel de conejo, vende tortillas. Y siembra chile de árbol. El padre Gabriel
era un cura como cualquier otro: celebraba las misas, bautizaba, enseñaba el catecismo. Cuando supo que el gobierno planeaba inundar Temacapulín pidió que lo mandaran para allá. O cerquita, en donde pudiera participar en la lucha contra la presa. La Iglesia no le autorizó la mudanza pero él se involucró en el movimiento desde 2005. Participó en el plantón del 28 de noviembre de 2010 en los terrenos de Talicoyunque, y en otro más, del 28 de marzo al 11 de abril de 2011, cuando el Comité Salvemos Temaca hizo una acampada en los terrenos donde se empezaba a construir la presa El Zapotillo. En marzo de 2014 se mudó definitivamente a Temacapulín. Su jefe, el entonces cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez, le mandó algunas cartas donde trataba de convencerlo de no meterse de líder social pero no lo consiguió. Como castigo, en noviembre de 2014 le retiraron su licencia sacerdotal y el propio Gabriel solicitó después su dispensa ante el Vaticano.
Los Altos de Jalisco fueron el epicentro de la Cristiada (1926-1929), una insurrección de campesinos que se levantaron en armas contra las leyes anticlericales del presidente Plutarco Elías Calles. “¡Viva Cristo Rey!”, era su grito de guerra. Por eso no me sorprende que un cura sea el caudillo de Temacapulín; lo que sí lo hace es que la comunidad lo acepte aun cuando ya no es sacerdote. María Alcaraz me dijo: “Gabriel podrá pedir todas las dispensas que quiera pero sus manos siempre serán sagradas”.
En 2010, el padre Gabriel empezó a hablar de una revolución del agua: una oposición a las represas con el lema “Ríos libres, pueblos vivos”. Los ríos son organismos vivos de los que depende un ecosistema y una cadena de comunidades. Las represas, según esta visión, encarcelan el agua y la esclavizan. Deja de ser un bien de todos para que se la apropien unos pocos, susceptible de que se la lleven a cientos de kilómetros para beneficio del capital. La revolución del agua del padre Gabriel repudia los megaproyectos y propone volver a pensar en el agua como un bien social. Los defensores de El Zapotillo respondieron con un argumento razonable: Guadalajara y León, la segunda y la séptima ciudades más pobladas del país, no dejan de crecer y requieren agua para sus nuevos habitantes. Lo más fácil, dijeron, era desviar las aguas del Río Verde para garantizar el abasto urbano.Por eso el padre Gabriel tuvo que añadir otro punto a su programa: “Volver a la raíz”: que pare el crecimiento de las ciudades. Que la gente regrese a los pueblos y aprenda a sembrar. Gabriel Espinoza ha recuperado la tradición chilera de Temacapulín. En lugar de abrir una “Casa de la Cultura” convencional (con clases de música o talleres de lectura), el padre Gabriel abrió un “Patio de la Cultura”: un corral de gallinas, patos, chivos, ovejas y conejos. Su idea es enseñar a los niños a vivir de la tierra. La tarde del domingo 17 de septiembre nos comemos uno de los patos del Patio de la Cultura cocido en jitomate y chile de árbol. Además del sacerdote, se sientan a la mesa una diputada federal, una antropóloga y tres estudiantes de posgrado. Su vida transita entre chilares, establos y entrevistas con periodistas y activistas que se solidarizan con su causa.
Su jefe, el entonces cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez, le mandó algunas cartas donde trataba de convencerlo de no meterse de líder social pero no lo consiguió. Como castigo, en noviembre de 2014 le retiraron su licencia sacerdotal y el propio Gabriel solicitó después su dispensa ante el Vaticano.
Abigaíl Agredano, la presidenta del Comité Salvemos Temaca, me dio una cátedra sobre las nefastas consecuencias de las presas a nivel mundial: porque son megafábricas de gases de efecto invernadero, porque burbujean ácido nitroso y sólo benefician a los ricos. Remató con una metáfora: los ríos son libres, las presas son el colesterol en la sangre. El proyecto de El Zapotillo, me dice, no se limita a llevarse el agua de los Altos de Jalisco; también pretende crear un megaproyecto turístico en un lago artificial, algo así como Valle de Bravo en el Estado de México. La veo tranquila. Dice que la inundación cada vez es menos probable. Temacapulín ha construido una red de alianzas de gente con poder que se opone a la inundación. Me habla de organizaciones internacionales, del alcalde de Guadalajara, Enrique Alfaro, y de las universidades de Jalisco. A Abigaíl, como al resto de los defensores de Temaca, yo los provocaba con una hipótesis: imagínense que una noche, por las malas, llega el Ejército y los saca cargando de sus casas con el argumento del “interés público”. Se quedaban en silencio y después respondían, palabras más o menos: no, eso no va a pasar. Terminamos de conversar y Abigaíl me enseña el negocio que le da de comer a su familia: dos albercas privadas que renta a 100 pesos la hora (aunque casi siempre están vacías: el turismo ha bajado mucho en Temacapulín). Meto los dedos: el agua está caliente y cristalina. Temacapulín es un pueblo asentado sobre veneros de agua termal. En los pueblos vecinos, a los de Temaca les dicen “macuejos” (renacuajos) porque viven en el agua.
Abigaíl es una ideóloga de la resistencia pero sospecho que la fortaleza de la comunidad descansa sobre Alfonso Íñiguez, don Poncho, que nació en Temacapulín aunque pasó la mayor parte de su vida en la Ciudad de México y Guadalajara. Poncho se decidió a vivir en Temacapulín cuando supo del riesgo de inundación. Su esposa Juana y sus hijos e hijas lo vienen a ver los fines de semana (una vez vi juntos a la pareja: Juanita le gritaba y lo insultaba frente a la gente. Poncho ponía cara de vergüenza y de costumbre. Pienso que don Poncho se fue a Temaca a luchar contra la presa pero también para escapar del maltrato).
Temacapulín ha construido una red de alianzas de gente con poder que se opone a la inundación. Me habla de organizaciones internacionales, del alcalde de Guadalajara, Enrique Alfaro, y de las universidades de Jalisco.
Todos los días Poncho abre su restaurante, el Mesón de Mamá Tachita. Prepara huevos y tacos de flor de calabaza. El comedor es un memorial de la resistencia, repleta de fotos y carteles, una de ellas de Andrés Manuel López Obrador, el candidato presidencial que ha ido a solidarizarse con Temaca. Poncho siempre está de buen humor, siempre está leyendo un libro y su memoria es estupenda: recuerda fechas, lugares y nombres. Y trabaja porque quiere. Heredó un terreno en uno de los cerros que enmarcan Temacapulín, que es, en realidad, una mina de cantera rosa. Poncho podría vender esa cantera y llevar una vida cómoda, pero prefiere regalarle toneladas de esa valiosa piedra a quien se la pida.
“Esta lucha es como la del boxeador. Tenemos que aguantar hasta el último round”, me dice. Poncho sabe con precisión quién ha vendido su casa en el pueblo a la Conagua, en cuánto la vendió, y si su venta fue una argucia para comprarse otra casa también en Temacapulín… y venderla de nuevo al gobierno. Es el cronista oral de la comunidad. Mi impresión es que si un vecino se siente desmoralizado porque ahogarán su pueblo (y, según un peritaje, 98 por ciento de la población vive con estrés postraumático), basta con ir a tomarse un café donde Poncho para salir con el espíritu en alto. En la entrada de su mesón escribió un letrero: “No se puede luchar por lo que no se ama”. Esa corte de dirigentes la completan María Alcaraz e Isaura Gómez, dos mujeres en sus 70. El núcleo se cierra con el Club Temaca de Los Ángeles. Los llaman “los hijos ausentes”. Desde hace una década, la obra pública cae a cuentagotas en Temacapulín y esos emigrantes llenan el vacío: hicieron el panteón nuevo, remodelaron el kiosco de cantera, pintaron el templo y ahora van a construir un arco que dé la bienvenida.
Y como en otros movimientos de resistencia a los megaproyectos, no falta un asesor de una ONG. Se llama Claudio Figueroa y trabaja para el Instituto Mexicano para el Desarrollo Comunitario (IMDEC). Me doy cuenta de que es argentino hasta que dice laburo. Unas horas después lo vuelvo a ver en la reunión del Comité con un termo de mate que calienta con una resistencia eléctrica. Como toda comunidad, Temaca tiene tensiones. Seis días estuve en Temacapulín y recogí críticas al padre Gabriel, a los viejos líderes, a Claudio Figueroa. Había a quien no le gustaba cómo ejercían el liderazgo. O quien tenía algún resentimiento porque no lo invitaron a un encuentro nacional o mundial contra las presas. Hay quien le da pereza ir a las juntas porque se aburre de horas de discusión. Algunos días pensé que este movimiento perdería por simple biología: en algunos años fallecerán sus líderes y no habrá quién los reemplace. Pero me equivocaba. Los jóvenes no van a las reuniones del Comité, pero resisten de otra manera: construyen casas.
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Son unas largas casetas de paredes y techos blancos que se extienden cientos de metros a lo largo de la carretera. En cada uno de
esos bodegones hay miles de gallinas apiñadas. En los Altos de Jalisco hay unas 75 millones de gallinas poniendo 50 millones de
huevos cada día. La mitad de los huevos que nos comemos en México los pusieron las gallinas de esta región.
La chamba consiste en escogerlos, limpiarlos, sellarlos, empaquetarlos, o bien, barrer las casetas, vacunar a las gallinas y arrancarles el pico para que no se maten entre ellas. A eso se dedica la mayoría de los jóvenes de Temacapulín seis de los siete días de la semana. Son caseteros. Salen de casa a las
7:30 y regresan a las seis de la tarde. Trabajan en las granjas de los zares del huevo como Manuel Romo, dueño de unos 35 millones de gallinas, o de algún otro gran empresario gallinero. Los caseteros ganan entre mil 200 y mil 600 pesos a la semana.
Los Altos de Jalisco han exportado su mano de obra desde hace décadas. Como don Merced Arámburo, un hombre macizo de 70 años que migró a San Francisco, California, trabajó 30 años en la construcción y regresó a poner la casa más lujosa de Temacapulín.
A don Merced le tocó una edad de oro para los paisanos. Accedió a la amnistía migratoria, se hizo ciudadano americano, se benefició de las pensiones, los buenos sueldos y los cruces seguros y baratos. Don Merced y los viejos de esa época regresan a Temacapulín a pasar sus últimos años. Luego viene la generación del Gallo, de Esteban, de Rafa. Treintones y cuarentones. Trabajaron en el Norte en tiempos de crisis. Les tocó poco trabajo. Eran yarderos (jardineros), albañiles, campesinos. Sobre ellos sí cayó la desgracia: la deportación, el muro, los cruces mortales por el desierto y la xenofobia de Trump. Regresaron a Temacapulín por la fuerza, expulsados del sueño americano. Ahora el cruce cuesta 10 mil dólares, me dice el Gallo, ¿y si me endeudo y me deportan a los tres días?, me pregunta.
Blanca Gutiérrez me cuenta que durante 10 años la construcción se detuvo en Temacapulín. ¿Para qué construir si van a inundar?, se preguntaban los jóvenes. Desde el 2015 cambiaron las cosas, como si una ola de confianza hubiera llegado al pueblo: ahora es difícil encontrar una calle en donde no huela a cemento fresco.
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Hay dos pozas: el fotoperiodista Felipe Luna y yo elegimos la más caliente. Son las pozas públicas del balneario El Redondo a donde
los vecinos van a darse baños y mirar las estrellas. Felipe y yo nos sentimos culpables de pasarla tan bien. Un día antes, 19 de septiembre de 2017, un temblor de 7.1 grados sacudió a la Ciudad de México, derribó edificios y provocó la muerte de cientos de personas.
Mientras temblaba, nosotros conversábamos en el patio de María Félix y su esposo José Clotilde, un pescador que tejía una atarraya bajo el sol de la una de la tarde. Nuestras familias pasaban algunos de los segundos más aterradores de sus vidas, y nosotros estábamos en uno de los pueblitos más tranquilos del país.
A las pozas calientes llegó a bañarse alguien más. Nos contó: era de Tepatitlán (una ciudad a unos 50 kilómetros) y manejaba camiones de carga. Trabajaba para una empresa que cada día sacaba 30 camiones –de 14 metros cúbicos cada uno– llenos de arena. El procedimiento era sencillo: unos trascabos llegaban al Río Verde, extraían la arena, la cribaban y la subían a los camiones. Si lo vendían ahí mismo, el valor de cada carga era de cuatro mil 200 pesos. Si la llevaban a Tepatitlán, su precio aumentaba a 10 mil pesos. La empresa tenía ganancias de 80 a 100 mil pesos diarios. La arena se usaba para la construcción en Tepatitlán, Guadalajara y otras ciudades de la región. Nos quedó claro con esa conversación que no sólo el agua, también las arenas del Río Verde eran la carne que devoraban las ciudades para sostener su crecimiento acelerado.
Esa mañana habíamos ido a pescar con Peto, Gallo, Esteban y Rafa. De camino, en los márgenes del río, vimos montículos de piedras grises. Eran los desechos de la criba de las empresas areneras. El agua del río es como el canto de las sirenas. No te le puedes quedar mirando. Te hipnotiza su ritmo, su movimiento perpetuo. Y entonces se te olvida caminarlo en diagonal para esquivar su fuerza. Seducido por su canto te caerás y habrán de encontrarte aguas abajo rodando como un leño, hinchado y muerto. Eso lo aprende un pescador en Temacapulín desde niño. Lo que no aprende, porque eso no se lo enseñaron sus padres y hermanos, es a precaverse de los socavones. Porque esos trascabos que sacan arena con grandes palas de acero dejan unos agujeros enormes debajo del agua. Agujeros que no se ven. Vas caminando por el margen del río con tu atarraya y de repente caes en uno de esos hoyos de dos o tres metros de profundidad y ahí mueres ahogado a menos de que seas un estupendo nadador.
Nuestros compas en poco más de una hora sacan unas 20 tilapias pequeñitas, apenas para un taco, cinco tilapias de mejor tamaño, acaso medio kilo cada una, y otros dos pescaditos: un bagre y una lobina. Hace un lustro era común sacar bagres de más de 10 kilos y ahora son una rareza. Dicen que la extracción de arena se ha chingado la fauna del río.
Gallo, Esteban y Rafa son hermanos y los tres son mecánicos automotrices. Pero no hay coches para arreglar en este pueblito y para ellos todos los días son lunes al sol. Están varados en Temacapulín: se quieren ir a Estados Unidos pero no les alcanza para el coyote, y en el pueblo no hay trabajo. En el patio están los restos de un automóvil Jaguar, al lado una camioneta a medio reconstruir y por allá una defensa olvidada. De algo sirven los pedazos de un coche: los pescados pequeños los fríen en un rin alimentado por la leña del mezquite que también recogieron del río. Como sea, aun sin trabajo, el río les da para sobrevivir. Por la noche cenarán los elotes frescos de la milpa familiar. Así pasarán los días, uno tras otro entre pescado, elotes y cerveza. Mientras se queden en Temacapulín, dicen, resistirán a la inundación.
Había a quien no le gustaba cómo ejercían el liderazgo. O quien tenía algún resentimiento porque no lo invitaron a un encuentro nacional o mundial contra las presas. Hay quien le da pereza ir a las juntas porque se aburre de horas de discusión. Algunos días pensé que este movimiento perdería por simple biología: en algunos años fallecerán sus líderes y no habrá quién los reemplace. Pero me equivocaba.
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El primero de enero de 2018 regresé a Temacapulín. Ha cambiado todo y no ha cambiado nada. Debo aclarar: todo ha cambiado para mí. El terremoto del 19 de septiembre –que yo viví en Temaca– nos llevó a María, mi compañera, y a mí, a tomar una decisión radical: dejar la Ciudad de México. Abandonar esa gran ciudad que atrae y devora, que, como toda gran ciudad, subyuga el campo, extrae la sangre de sus ríos para alimentarse de ellos como un insaciable bebedor de sangre. Vamos a Temaca a dar las gracias a sus habitantes por la confianza de contarme su historia y para llevarles ejemplares de Gatopardo, la revista en donde se publicó este reportaje. Y nada ha cambiado: Temaca sigue en pie: su basílica rosada, sus niños que se reúnen en la plaza a jugar voleibol, sus viejos que trastabillan sobre sus bastones pero que están decididos a quedarse aquí como si fueran sabinos y, como tales, dicen que tendrán que arrancarlos con todo y raíces si quieren expulsarlos.
–Por lo pronto 2017 ya lo ganamos. Temaca sobrevivió un año más –me dice el padre Gabriel.
Conversamos como amigos, sin la presión de la grabadora ni el cuaderno de notas. María y yo le compramos salsa roja y chile de árbol; cenamos con leche bronca en casa de Benita, comemos queso panela recién hecho con Victoria. Trato de tocar todas las puertas que se abrieron en septiembre para entregar ejemplares de la revista a quienes aparecen en ella, nombrados en mi texto o retratados por Felipe Luna. Nos tratan como amigos.
Blanca Gutiérrez me cuenta que durante 10 años la construcción se detuvo en Temacapulín. ¿Para qué construir si van a inundar?, se preguntaban los jóvenes. Desde el 2015 cambiaron las cosas, como si una ola de confianza hubiera llegado al pueblo: ahora es difícil encontrar una calle en donde no huela a cemento fresco.
El paso de los meses le sonríe a Temacapulín. Al cierre de la edición de esta nueva versión de la crónica, los favoritos en las encuestas son Andrés Manuel López Obrador y Enrique Alfaro para la presidencia y la gubernatura de Jalisco, respectivamente. Los dos se han opuesto públicamente a la inundación de Temaca. Yo, que he cubierto campañas electorales desde hace 12 años, no me la creo. Sospecho que apenas lleguen al gobierno se doblegarán ante los grandes inversionistas; sus promesas de campaña quedarán como eso, poesía para los oídos de los votantes que luego sepultarán bajo la cantaleta del interés público y la necesidad de agua para Guadalajara. Espero equivocarme. Por lo pronto la Conagua anuncia la rendición. La administración de Enrique Peña Nieto ya no insistirá en la cortina de 105 metros ni en la inundación de Temaca. Le dejan la decisión al siguiente gobierno.
Los de Temaca han aprendido a desconfiar. No lo perciben como un triunfo sino como una victoria provisional. Cancelación es la única palabra que les devolvería la tranquilidad arrancada hace más de una década. Tampoco han cesado los hostigamientos: durante los primeros días de enero una vecina de Temaca fue golpeada, y los pobladores temieron que fuera una represalia política. Ahí está, a sólo 30 kilómetros, una inmensa mole de concreto, seca e inútil –la presa El Zapotillo– que se cierne como una amenaza. No hay, todavía, una victoria final, una cancelación definitiva, sólo la voluntad necia de permanecer, de defender el pueblo cada día.
*En agosto de 2021, el presidente Andrés Manuel López Obrador acudió a Temacapulín a convencer a sus habitantes de aceptar la operación de la presa El Zapotillo. En noviembre de ese año llegaron a un acuerdo: que el agua no rebase los 80 metros de altura de la cortina (arriba se abrirán ventanas para desaguarla). A esa altura, sólo llevará agua a Guadalajara, y no a León y, en teoría, se salvarán, además de Temaca, Acasico y Palmarejo.
Publicada originalmente en Gatopardo, núm. 186, noviembre de 2017.
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