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El baile de los ladrones

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En Venezuela la corrupción se ha establecido como una peligrosa característica de nuestra idiosincrasia, convirtiendo a la nación en una fiesta para cómplices y ladrones

El pináculo del pensamiento político es la instauración de un orden puro que propicie la virtud plena de la justicia, quedando ajena a los intereses y a la utilidad de algunos. La máxima aspiración que debiera alcanzar el humano es forjar sociedades que permitan desarrollar la razón y la honestidad, a fin de enaltecer el constante crecimiento del alma para, finalmente, lograr el bienestar total en un estado armonioso de su vida. ¿Qué ocurre cuando la rectitud, la honestidad y el respeto dejan de marcar el rumbo de la sociedad? Si en la comunidad el mal se instaura como ejercicio de la voluntad del individuo, toda la sociedad sucumbe. La importancia de mantener la ética como base fundamental para el desarrollo del hombre va a condicionar que aquello que es moralmente malo se disuelva en la nada: donde no priva el mal, este no puede surgir.

El Universalismo moral propone la existencia de una verdad honrada sustentada en principios objetivos que afectan a cada cuestión en concreto pero que son afines a toda la humanidad. En un sentido distinto se levanta la corriente del Relativismo moral, que sostiene que las culturas y los individuos poseen sus propios conjuntos de valores que, a su vez, sufren constantes cambios. Según Nietzsche, nadie debería supeditar su comportamiento a lo esquematizado de algún dogma o institución y cada quien tendría que formar sus preceptos morales. Solo así podríamos alcanzar nuestro potencial humano.

Cuando la correcta conducta está asociado a las creencias religiosas, otorgamos algo de nuestro ser a un dogma que indica lo que con decoro es aceptable. De la misma forma que la naturaleza incide en las cosas, pero no es composición esencial de las mismas, nuestras acciones inician de una presunción de que una potencia divina nos rige y condiciona ante cada decisión que ejecutemos. En tal sentido, asumimos que es imposible que un mal comportamiento sea un efecto de un ente superior y que, al seguir su ley, no romperemos la prohibición de aquello que es moralmente malo. Si Dios es el rector de la existencia es absurdo sostener que este va a generar algo que estén en discordancia con su voluntad: es falso entender que hay elementos que Dios prohíbe y cuya elección atenta contra su mandato.

Adam Smith (1723-1790), uno de los más connotados pensadores de la economía, esbozó un análisis tomando en cuenta temas que desde la antigüedad se venían exponiendo: la equidad, expresada en la persecución de la justicia e igualdad de oportunidades sin subvertir las condiciones privadas, y así cada quien obtenga lo que merece. Esa búsqueda coincide de forma y fondo con la ley natural dado que tiene como finalidad el bien común, el patrimonio individual jamás puede prevalecer sobre el bienestar del colectivo. Por eso Smith centró la importancia en la riqueza de las naciones por encima de la de los particulares. Para que un país sea próspero en su conjunto se debe fortalecer a la sociedad.

En Venezuela están presentes una serie de condiciones que han permitido que el terrible flagelo de la corrupción haya alcanzado niveles realmente obscenos. Esto indica irresponsabilidad gubernamental, fragilidad de las instituciones y una acentuada destrucción de los valores; cada día se enaltecen a través de la redes sociales ejemplos de individuos sin preceptos éticos y de los que es solo indicador la riqueza con que se exponen. Lo paradójico es que es precisamente en el seno de la sociedad que hoy se alarma donde surgen los elementos que asaltan las arcas fiscales y que marcan una tendencia de aparente éxito económico.

El robo a las arcas públicas debe ser atacado con el rigor que brinde un sistema judicial sin distorsiones éticas

Ante esta abrumadora realidad es necesario someternos a una profunda transformación para lograr rediseñar un marco moral en el que nos desenvolvamos; si aspiramos a un mejor mañana es urgente establecer cánones morales que no estén sujetos a lo relativo. La normalización de la corrupción y otros delitos como forma de conseguir la movilidad social se ha convertido en una peligrosa característica de la nación. La honestidad es algo que no adolece de intermitencia, no se puede erradicar la corruptela si a esta la entendemos selectivamente: todo negocio, beneficio o favor proveniente del asalto a los dineros públicos es abominable.

Resulta inmoral observar cómo personeros que se han aprovechado de sus funciones como servidores públicos  junto a sus familiares viven plácidamente en la laxitud, aquella que brinda la bonanza erigida a costa del sometimiento de una población mermada, cuyas posibilidades de existencia son escasas y no tiene más salida que resistir padeciendo los males propios de la miseria: una pobre alimentación, un deficiente sistema de salud y principalmente, el ser execrados de la posibilidad de la realización personal. Todos aquellos que han gozado del dolo tienen que ser sancionados por la ley y deben pagar el haber disfrutado con ostento el usufructo del latrocinio.

La facultad amoral de los que actúan por codicia y han saqueado a la nación se evidencia en la fatua exposición de las redes sociales; es propicio que el repudio cívico sea una obligación y catalogarlos efectivamente como lo que son: unos vulgares criminales. Los ciudadanos tenemos que orientarnos a un cambio radical y establecer un sistema que castigue con fuerza todo aquello que riña con los patrones éticos. Si nos manejamos con un doble discurso y dejamos que esas riquezas mal habidas se depuren entre la sociedad, seremos un país de cómplices; el peculio producido de la corrupción solo logrará una depuración si los sectores económicamente más poderosos lo permiten. La desgracia es que en Venezuela el dinero no tiene reparos morales y, mientras no ocurran escándalos como los de los últimos días, seguirá felizmente engrasando la cruenta máquina del consumo desenfrenado. No puede existir esta calamidad sin la deleznable comparsa de corruptos y corruptores, quienes danzan para una hipócrita audiencia que se ve enceguecida por el oropel del delito.

En el punto en que nos encontramos nos obliga a fijar postura y alejarnos de los roles complacientes y timoratos: los principios son absolutamente firmes. Hay que exigir un conciso y rígido entramado legal que realmente sea un elemento coercitivo para el que pretenda robar los recursos que se le han puesto en resguardo para garantizar el funcionamiento del Estado y cubrir las obligaciones del sector público. Quien roba la educación a los niños, hambrea a los ancianos, quien destruye los hospitales, aquellos que se burlan de la ciudadanía, que hunden la esperanza y destruyen el futuro de Venezuela no pueden vivir sin recibir castigo. Ha llegado el tiempo no del odio ni la venganza, pero sí de aquello que debe ser un fundamento para la vida: la justicia sin condiciones ni quebrantos.

@EduardoViloria

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