No se puede entender a Perú sin tener en cuenta que es un país que se vertebra a partir de tres grandes ejes de desigualdad: el socioeconómico (según la riqueza que se tiene, hay pocos ricos, una débil clase media y muchos desheredados), el del origen cultural y fenotípico (en el que se pueden distinguir aquellos que son de origen europeo respecto de los que son mestizos o indígenas) y, finalmente, uno de naturaleza territorial (se debe separar la capital, Lima, de las provincias y de tres territorios diferenciados: la costa, la cordillera andina y la selva amazónica). A partir de esta triple desigualdad aparecen múltiples diferencias y discriminaciones ancestrales, y los ricos, blancos y capitalinos se encuentran en el vértice de la pirámide social, desde donde miran al resto con superioridad y prejuicios.
Sin embargo, la crisis que estalló hace más de dos meses va más allá de esa distinción secular y atávica que tiene su origen en la misma conquista y Colonia. A lo expuesto, se suma el legado perverso de la década de los noventa, cuando Alberto Fujimori estuvo en el poder. Fujimori, a lo largo de su mandato, puso en marcha (de forma autoritaria) políticas de desregulación y privatización que supusieron una atomización organizativa y la preeminencia de los intereses particulares y egoístas frente a los proyectos colectivos. A lo largo de esta década se desmenuzaron los partidos y los sindicatos, y se debilitaron las instituciones hasta el punto de que la corrupción penetró en todos los rincones del país.
A raíz de ello, Perú se fue conformando en un país fragmentado y trinchado en miles de intereses, anhelos y demandas irreconciliables, donde los más poderosos siempre acaban imponiéndose. Una muestra de ello es que en Perú no hay partidos ni sindicatos de adscripción ideológica, sino solo plataformas personalistas y espurias que obedecen al mandato de grupos económicos poderosos y no siempre legales.
Obviamente, la inexistencia de organizaciones sólidas y duraderas significa que tampoco existe militancia, simpatizantes, cuadros partidarios ni élites organizadas ni alineadas con confianza mutua, tampoco con disciplina, al formar y organizar gobiernos (ya sean locales, regionales o de ámbito nacional) ni espacios con resiliencia orgánica cuando es necesario estar en la oposición. Nada de eso. En Perú solo hay grupos de intereses aleatorios que, de elección en elección, hacen pactos estratégicos para conseguir dinero, con la intención de financiar campañas electorales carísimas para ganar comicios y llegar al gobierno.
La cuestión es que quienes ganan, una vez en el gobierno, deben ir devolviendo los favores a aquellos que les han ayudado a financiar la campaña. No es casual, pues, que los últimos presidentes de la república desde 1990, con la excepción de Valentín Paniagua (que no fue elegido, sino que tuvo un mandato de transición en los años 2000-2001) hayan sido acusados y condenados por delitos de corrupción.
A todo esto hay que sumar que, con la Constitución actual (nacida en 1993 de la mano de Fujimori), hay dos reglas que inducen a la inestabilidad. La primera es la elección del presidente de la república a través de la “doble vuelta” (o balotaje), es decir, con un sistema en el que si ningún candidato gana en una primera vuelta por mayoría absoluta (que es la mitad más uno de los votos), hay una segunda vuelta con los dos candidatos que han sacado los mejores resultados.
Este sistema, que puede ser razonable y funcionar en países con partidos compactos e ideológicamente posicionados, supone un desbarajuste en lugares como Perú, donde la competición electoral está totalmente desarticulada y solo se elige entre personas que no representan a nadie. Así, en las últimas elecciones, los dos candidatos que llegaron a la segunda vuelta (Keiko Fujimori —la hija del dictador encarcelado— y Pedro Castillo, también encarcelado) no sumaban conjuntamente 40% de los sufragios.
Con esta lógica, los presidentes que llegan al poder no están sostenidos por ninguna firme mayoría en el Congreso ni tampoco tienen una legitimidad consistente. La segunda regla que genera inestabilidad es la capacidad del Congreso para rechazar y derribar al primer ministro y a los ministros que nombra. Así, si el presidente no tiene una mayoría sólida en el Legislativo, le es imposible gobernar. Esto es lo que le ocurrió a Castillo, que en los 459 días que duró su mandato, nombró a 78 ministros porque los diputados constantemente le hacían caer a los ministros y no le dejaban gobernar. Cabe decir que Castillo solo contaba —en un principio— con el apoyo de 32 de 130 diputados.
Era obvio que en ese contexto, Pedro Castillo no podía gobernar, y el 7 de diciembre, estando débil y aislado, intentó disolver el Congreso antes de que este lo destituyera por incapaz. La cuestión es que, sin el apoyo de las Fuerzas Armadas ni de las élites económicas, nadie hizo caso de su amenaza y, poco después de su declaración, fue detenido.
Este episodio, que la prensa consideró como una acción esperpéntica y sin recorrido, fue la chispa que hizo estallar una crisis social y política sin precedentes desde hace treinta años. Se trata de una ola de inestabilidad y violencia que ya se ha cobrado más de 60 muertes y que tiene la novedad de que los colectivos que se han levantado y protestan no son movimientos organizados, sino una multitud amorfa de origen humilde que está harta de ser despreciada por las élites blancas y racistas. Es una multitud que se puede identificar con la forma en la que los poderes fácticos trataron y despreciaron a Pedro Castillo por su origen, cultura, ascendencia, modo de vestir y hablar.
Es inexplicable que ninguno de los que le menospreciaron —ya fueran congresistas, empresarios, tertulianos o intelectuales— pensara en la posibilidad de que se iniciara una ola de protestas tan intensa y tozuda como la que pervive desde hace dos meses. A raíz de estos disturbios, hace ya un mes que Lima (donde viven 10 millones de personas) está bloqueada. Mientras, en el sur andino se vive una situación de asedio y ocupación por parte del Ejército, y en la provincia de Puno, en la frontera con Bolivia, existe un estado casi insurreccional.
En este contexto excepcional, la actual presidenta, Dina Boluarte (anterior vicepresidenta de Castillo), ha declarado el estado de emergencia y ha anunciado que se plantea mantenerse en el poder hasta el 2024. El problema, sin embargo, es que nadie cree que Boluarte pueda mantenerse, ya que solo se mantiene por el apoyo que tiene de las Fuerzas Armadas y por el hecho de que los congresistas no quieren convocar elecciones inmediatas porque les supondría la pérdida de su escaño.
Hoy en día nadie confía en el Congreso ni en la presidenta, pero tampoco es evidente que realizar nuevas elecciones para escoger una Asamblea Constituyente sea la solución. Actualmente, el poder económico, el mediático, el judicial, el legislativo, el policial y las Fuerzas Armadas están en manos de la derecha inmovilista y reaccionaria. Como dice el veterano pensador y activista peruano Héctor Béjar: «Ahora mismo es muy difícil pensar en una salida decente y realista».
Nadie sabe cómo puede acabar este último episodio de la larga crisis que vive Perú desde hace décadas y que no tiene freno. Pero es difícil pensar en ninguna mejora si no existe (de cualquier manera) alguna política que suponga el inicio de alguna reparación de los agravios y las injusticias seculares que han sufrido la gran mayoría de los que lo habitan.
Salvador Martí i Puig es catedrático de Ciencia Política en la Universidade de Girona y miembro del Centro de Relaciones Internacionales de Barcelona (Cidob). Doctor en Ciencia Política y Administración. Magíster en Estudios Latinoamericanos. Investiga sobre procesos de democratización en América Latina.
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