El exembajador Diego Arria, uno de los activos más preciados de la diplomacia venezolana, me habló sobre Luis Almagro, el hombre detrás de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos, cuando este se recién estrenaba en el cargo en junio de 2015.
Habían hablado en privado, cuando Almagro tenía días, quizás semanas, al mando de una institución, desprestigiada por su predecesor José Miguel Insulza, una suerte de silbido sin eco en el extenso viaducto del continente.
Diego me dijo que Almagro era ante todo un demócrata y que era optimista. Me sorprendió esa descripción, viniendo de Diego, ideológicamente en la riberas de la derecha, demócrata a carta cabal. Juzgaba así al exministro de Relaciones Exteriores de un marxista confeso como José Mujica.
No se equivocó.
Luis Almagro ha sido el primer secretario general de la OEA que ha defendido la democracia en la región, sin acomodos ante dictaduras de izquierdas y derechas.
Ha sido un fanático religioso en la defensa de los principios cardinales de los valores democráticos de Occidente.
En aviesa contraposición a su actuación, durante su supremacía como rector de la OEA, la izquierda latinoamericana convocada según sus catecismos a ser la representante por excelencia de los pobres, se convirtió en estos años, con sus contadísimas excepciones, en la peor pesadilla de estos en el continente.
Nicaragua creó un régimen totalitario, cuya mejor carta de presentación estaba, léase bien, en arrestar a toda la oposición, convirtiendo a ese país en una suerte de Corea del Norte tropical, prohibiendo procesiones religiosas, encarcelando obispos y conduciendo a la gente a la humillación más oprobiosa.
Venezuela, liderada por el presidente Maduro y su modelo económico, alentó a millones de venezolanos depauperados a huir por las fronteras, adentrándose en la terrorífica selva del Darién; mientras, como hemos visto esta semana, caníbales financieros dispuestos a consumir a sus congéneres, saqueaban Pdvsa, las empresas del Estados y los recursos naturales de la otrora Suiza de América Latina.
Ante todo eso, Luis Almagro no escogió el camino del compadrazgo ideológico, sino el de asociación con los principios democráticos.
Almagro apartó las simpatías ideológicas, hizo escupir escorpiones y serpientes sobre los autócratas del continente, y esto no se lo perdonan.
Intentan los regímenes no democráticos y sus causahabientes crear una narrativa de facto, excusa para poder sacarlo de la Organización de Estados Americanos por la fuerza. Así van predicando, con la moralidad que no tienen, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, pequeños Torquemadas.
Si no los conociéramos.
Puesta las cosas en justa lid, resta decir que detrás de la campaña de algunos periodistas, amigos por encargo de los más capos financieros de la cúpula de la izquierda en Nicaragua, Cuba y Venezuela -a ver si son capaces de negarme esto a mí-, siempre ha habido una treta política.
Es un proceso para poder manchar su reputación, que tejen en las sombras los mandamases de regímenes autoritarios.
¿Por qué tienen que manchar su reputación? Simplemente porque no pueden tachar los logros de la Organización de Estados Americanos bajo el mando de Luis Almagro.
Muy pocos, para no decir nadie -producto de la nefasta gestión de Insulza- respetaba a la OEA.
Almagro logró darle visibilidad a un organismo que se encontraba en un momento de baja credibilidad e inmerso en una crisis presupuestaria.
El nuevo papel que se le ha otorgado a la OEA de robusta defensora de la democracia y los derechos humanos en las Américas es obra de Luis Almagro.
Él hizo que la OEA tuviera un papel indispensable al exponer el torpe fraude de Evo Morales en Bolivia, cuya peripecia lo obligó a ceder el poder.
En el caso de Venezuela, cuyos jerarcas al mando pretenden presentarse ante el mundo como víctimas de una enorme conspiración mundial, Almagro les ha llamado recientemente en un polémico editorial publicado en la prensa a sopesar con pragmatismo la vía de compartir el poder.
Compartir el poder, supongo, debe ser mejor que perder el poder. Y aunque Almagro no usó el término transición, realmente quiso hablar de eso cuando usó un término más polémico: cohabitar.
Probablemente su radiografía parta del hecho cierto de que el gobierno de Maduro por el camino andado no puede mantenerse en el poder sin condenarse a ser una finca caribeña, dirigida por un capataz sin recursos, arreando obreros harapientos sin fuerza para mantener en pie las laborales elementales del lugar.
Por otra parte, la oposición democrática no tiene la fuerza ni para llegar al poder, ni para mantenerlo.
Siendo generosos en el análisis, y considerando que corrieran con la suerte de ascender a él pronto, serían como un matrimonio provinciano administrando una casa de campo que no es suya, y que en cualquier descuido se las arrebatan, mientras braman improperios sin vergüenza.
Aunque parezca un pleonasmo, lo ideal es mirar -y de eso en lo personal soy un devoto- aquellas transiciones democráticas en las que opositores y jefes de regímenes no democráticos quisieron ceder para llevar a sus países a un clima democrático beneficioso para todos, verbigracia el caso de Chile con Patricio Aylwin; el de Argentina con Raúl Alfonsín; y el de España con Adolfo Suárez.
Del resto, por más que Maduro -al que muchos moderados han instado a resolver su situación con la OEA- crea que puede conspirar contra ella desde otros foros no resolutivos como la Celac, terminará teniendo que ir a notariar ante la OEA sus intenciones de someterse al escrutinio democrático sin ventajas en 2024.
De lo contrario, la mácula de régimen no democrático seguirá sobre él.
Toda la conspiración montada contra el secretario general de la OEA tiene su génesis en que este es el trago “Almagro” que han bebido los enemigos de los principios democráticos de Occidente durante mucho tiempo.
Con Almagro están el continente y las voces democráticas, ante la infamia de sus enemigos.
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