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Bárbara Brändli: la pasión por lo primario

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Por BEATRIZ SOGBE

Son pocos los que han tenido la vivencia de ver el firmamento en la selva y en los páramos. Es una sensación única que hace que los cinco sentidos se potencien. La limpieza del aire, el silencio, la ausencia de luz artificial permite que se aprecie el firmamento de una manera única y especial. No es casual que en los páramos merideños haya un telescopio. Y los indígenas que tienen esas vivencias diariamente han percibido esas señales como dioses. Dioses de la luna, del sol, de la tierra, del agua. Es un respeto total hacia la naturaleza.

Bárbara Brandli (Suiza, 1932- Caracas, 2011) y su marido, el arquitecto Augusto Tobito (Venezuela, 1921- Suiza, 2012), tenían una casa en el páramo merideño. Y percibieron esas emociones que se transformó en el libro Los páramos se están quedando solos. Y es que en la sobriedad de ese paisaje se percibe con más nitidez los sabores del trigo, los olores de la lana, la calidez de un fuego, los sonidos del silencio, el crepitar de la leña y las diferentes caídas del agua. Sentir las texturas de las piedras y las tapias. La vista se engolosina con los verdes, las cascadas, los frailejones aterciopelados, el musgo adherido a las piedras.

Similares sensaciones se tienen en la selva profunda. Allí donde casi nadie va. Porque las personas van como turistas. Hacen los paseos de la misma manera que se alistan en unos paseos para las grandes ciudades. Estuvieron ahí, pero no lo sintieron. No disfrutan el silencio. Pero los indígenas que están ajenos a esos quehaceres del hombre de ciudad saben y reconocen esos aromas, los tiempos de las floraciones, el movimiento de las estrellas y respeta la naturaleza que le proporciona abrigo, techo, comida y felicidad. De noche en esos lugares se enciende la luz del universo. También esa vivencia Brändli nos la transmite en el libro Los hijos de la luna.

Por una no casual coincidencia la mayoría de los documentos que poseemos de los indígenas han sido documentados por personas que, venidas de otras tierras, han registrado el quehacer indígena. Graziano Gasparini se ocupó de detallar el proceso constructivo de sus viviendas y según sus palabras “antes de que no quede nada”. Su hermano Paolo lo acompañó en esa tarea. Igualmente, la rumana Thea Segall lo hace con la vida indígena, pero será Bárbara Brändli quien haga el testimonio más hermoso, no solo de los indios yanomami, sanemá y makiritare, sino de los pueblos de los páramos merideños. No es de extrañar que llame a curiosidad de quien viene de tierras más cultas la simplicidad de la vida de los indios. Ellos no necesitan sino de lo que tienen a su alrededor. Su felicidad proviene de apreciar lo que otros no ven.

Para los pueblos indígenas venezolanos (warao o yanomami) la palma moriche o planta de la vida (Mauritia flexuosa) y la palma pijiguao (Bactris gasipaes) son objetos de culto. Para ellos esas palmas tienen un uso infinito. De sus hojas obtienen la cubierta para los techos de las viviendas y la fibra para el chinchorro y cestas. De su tronco hacen la estructura de sus viviendas. Con sus frutos fermentados hacen unas bebidas embriagantes y afrodisiacas. De las espinas del pijiguao arman la punta de las flechas y hacen agujas para coser los chinchorros, de sus flexibles ramas hacen el arco. Nada se pierde, pero tampoco se desperdicia. Ese ritual tiene lugar en el mes de febrero cuando la palma da sus frutos y ellos los mastican. Brändli documenta cómo los yanomamis se mimetizan con la naturaleza hasta utilizar sus pies como herramientas. Pero lo hace no solo de manera respetuosa, sino poética. La luz de sus rostros no es de los flashes, sino el reflejo de las estrellas, que le da una especial aura caravaggiesco —que se vuelve un claroscuro de vida y de luz. Y la fotografía transmuta el documento en poesía. Con un mínimo uso de recursos —como corresponde—, todo este material no deja de estremecernos y generar conciencia ecológica y vivencial.

Baudelaire decía que “no hay punta más acerada que el infinito”. Los yanomamis realizan la fiesta de los pijiguaos, donde se engalanan con lo poco que poseen —no necesitan más— agua, tierra, flores y su propio cuerpo. Una performance primigenia en la que decoran su cuerpo con pigmentos y en medio del frenesí colectivo empiezan a “aparecer” sus dioses.

En los espacios de la UCAB, María Teresa Boulton y Johana Pérez Daza —en una hermosa unión de generaciones— realizan una curaduría homenaje a Bárbara Brändli, donde podemos ver diapositivas y películas tomadas por ella, que son mostradas de manera inédita. Ambas hacen un dialogo entre los indígenas —en cuanto a lo primitivo y las imágenes tomadas por el telescopio Webb— que revelan hoy lo que los yanomamis apreciaron hace siglos.

Es así que aquellos tomados como primitivos adoran la naturaleza y la respetan porque saben que deben vivir de ella. Mientras tanto el hombre “civilizado” la violenta en el arco minero, por ejemplo. La naturaleza lo reclama en terremotos, como el de Turquía y Siria, pero el hombre no se inmuta. El tirano asesina a inocentes, en guerras absurdas que le cuestan millones al mundo y mucho dolor. Inventa virus que generan pandemias y quedan impunes. Pueblos que emigran, sin sentido ni rumbo, por América Latina. O toman peligrosas barcazas para atravesar el mediterráneo, generando diásporas hambrientas y vilipendiadas por ciudadanos inconscientes. Todo por la ambición de poder de unos déspotas. Como dijo Barthes: “Los mayores tiranos del pueblo han salido casi siempre del pueblo”. Definitivamente al analizar el infinito solo somos capaces de nuestra incapacidad para entenderla.

Llama la atención que mientras nos preocupamos por el destino de documentos fundamentales como el de Graziano Gasparini, algunas colecciones del arte venezolano y/o algunas obras de arte del pasado que nos llegan y deberían estar en nuestros museos. El Estado mira hacia un lado, con desprecio, nuestra memoria y tenemos que agradecer a privados que acepten ser custodios de colecciones completas. Ya muchas de las mejores piezas fueron compradas por museos americanos. Duele mucho que tengamos que viajar al exterior para estudiar nuestra historia.

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