A un demócrata no lo define el que participe en un proceso electoral. Tampoco que acceda a la presidencia de una nación o de cualquier cargo de elección popular, como consecuencia de los votos. Esta afirmación, que hace dos o tres décadas hubiese producido alguna extrañeza en los lectores, tiene ahora un carácter cada vez más urgente: viene ocurriendo que los populismos utilizan las ventajas del modelo liberal-democrático, y las herramientas electorales, para acceder a las altas instancias de la sociedad —el Parlamento, los distintos niveles del Poder Ejecutivo, los sistemas judiciales—, y, una vez adentro, demoler las instituciones, para distorsionar la legalidad, liquidar la autonomía de los poderes y socavar el funcionamiento de la democracia.
La tesis según la cual hay que aprovecharse de las instituciones de “la sociedad burguesa”, usarlas como “caja de resonancia”, “denunciarlas” y mostrar su “total inutilidad para los proletarios”, fue enunciada por Vladimir Lenin. En su breve libro de 1905, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, por ejemplo, sostiene que el uso del parlamento por parte de los revolucionarios debe estar dirigido a provocar una Asamblea Constituyente. Lo que equivale a usar el parlamento para crear una instancia que destruya al propio parlamento y establezca un nuevo orden.
De esa semilla del leninismo más virulento —tamizada por el tiempo, numerosos fracasos y muchos otros factores—, proviene la práctica oportunista y rufianesca de políticos de distintos lugares del mundo, y en América Latina, de parte de los miembros del Foro de Sao Paulo, que opera con la misma voluntad estratégica: usar la democracia para erosionarla y, en casos de éxito, destruirla, como es incontestable en Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Entre académicos, periodistas y políticos europeos, observo este recurrente fenómeno: defienden, con el argumento electoral como pieza central del discurso, que Lula da Silva, presidente de Brasil y fundador del Foro de Sao Paulo; Gabriel Boric, presidente de Chile; Andrés Manuel López Obrador, presidente de México; Alberto Fernández, presidente de Argentina, y Gustavo Petro, presidente de Colombia, son políticos demócratas, semejantes a la mayoría de los presidentes europeos. Además, añaden, no violan los derechos humanos. Estos dos factores, señalan, los hacen diferentes a los Díaz-Canel/Castro, los Ortega y a Maduro.
Y es aquí donde vuelvo a la pregunta inicial: entonces, ¿qué define a un demócrata? La respuesta, que parece una obviedad, no lo es: lo define el apego irrestricto a un modelo, imperfecto y perfectible, el mejor conocido a lo largo de la civilización, que tiene a las libertades humanas como el mayor de sus paradigmas, y que se fundamenta en una serie de pilares: la separación de los poderes; el Estado de Derecho; la igualdad ante la ley y el respeto al debido proceso; las libertades de pensamiento, de expresión, de información, de asociación política y de culto; la alternancia en el poder, producto de un sistema electoral autónomo, transparente, equitativo y universal.
Sin embargo, esto no es todo: en el sujeto democrático hay un deber de universalidad. Y ese deber de universalidad, especialmente entre quienes han escogido la vida de la política, lo compromete a pronunciarse, con todos los recursos a mano, en contra de las dictaduras. Lo compromete a la defensa irrestricta, impostergable, inmediata y eficaz, de las personas y grupos sometidos a la persecución, la represión, el silenciamiento, la tortura, el hostigamiento, la extorsión, la aniquilación de sus derechos ciudadanos.
¿Son demócratas los que miran a otro lado y guardan silencio ante la maquinaria de tortura que opera en Cuba, Venezuela y Nicaragua? ¿Son demócratas los gobernantes que no han declarado ante el crimen que Daniel Ortega y Rosario Murillo han cometido en contra de 300 ciudadanos, a los que se desterró del país y se les despojó de la nacionalidad? ¿Son demócratas los que, año tras año, no dicen ni una palabra para recordar a los ciudadanos de sus respectivos países que en Cuba hay una dictadura criminal desde hace 64 años?
Si se examinan a fondo las políticas promovidas por el Foro de Sao Paulo, por las izquierdas académicas o mediáticas, por los partidos que se declaran seguidores de doctrinas de origen marxista o de su amplio catálogo de versiones neo; si se examina el silencio, los argumentos o las truculentas contorsiones que realizan en materia de política internacional, se verá que, lo que en realidad existe, no es otra cosa que una estrategia de complicidades.
El papel que cumplen esos “ciertos demócratas” no es otro que moderar, que construir un muro de dificultades, de impedimentos, de consignas —la lucha de los pueblos contra el imperialismo, el cántico de la soberanía irrenunciable, la promoción de un mundo multipolar, el rechazo al bloqueo o a la guerra económica por parte de Estados Unidos o Europa, la obligación de defender al pueblo del neoliberalismo, etcétera—, con el exclusivo objetivo de lavarse las manos, evitar el debate sobre las violaciones de los derechos humanos, debilitar las iniciativas internacionales, romper cualquier quorum que haga posible el avance hacia la justicia y la recuperación de las libertades.
En una frase: hay “ciertos demócratas” que, en el saldo de su gestión ante las dictaduras, no son sus enemigos, sino que son cómplices, colaboradores, amigos solapados.
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