A la memoria de mi recordado amigo Mauricio Navia
A los primeros filósofos de la Grecia clásica, se les conoce como los “físicos”. Y se presupone, con base en este término, que su primer interés fue por el estudio de la naturaleza, es decir, por la comprensión del origen del cosmos, del cual buscaban precisar el principio fundamental, unitario, que les permitiera dar cuenta de una explicación racional, lógica, capaz de trascender los viejos mitos y creencias que pregonaban los poetas. La fertil fantasía imagina a los antiguos sabios sentados en la blanca arena de las playas del Mediterráneo, contemplando, maravillados, los fenómenos que ofrece la vastedad del universo infinito, el ancho mar, el cielo estrellado, el fuego eterno que emana de la luz del sol o el resonar del soplido del viento. Así aparece el mito separado de la ciencia y los preceptos de la teología filosofante y de la metafísica distantes de la física. El muy moderno criterio de demarcación penetra lentamente, cual gas, a través de las diminutas fisuras de la imaginación hasta insuflarla, al punto de hacer estallar el idilio. Entonces, de pronto, los “físicos” abandonan las túnicas y las sandalias y se trastocan en ingenieros de batas largas y calzado Florsheim, miembros de una corporación en el largo bucle de una productiva cadena de montaje. Como podrá apreciarse, bajo tales premisas, queda la convicción -más o menos consagrada por la fe- de que la historia de la humanidad puede cambiar sus circunstancias puntuales, pero, en lo esencial, las abstracciones propias del modo de producción de capital le son inherentes a la esencia humana, por lo menos desde los Picapiedra hasta los Supersónicos.
En realidad, la cultura griega tiene sus inicios en la historia concebida a través del pensamiento, la cual tiene sus orígenes en el carácter estrictamente sustancialista característico de la civilización oriental que, como se sabe, parte de la indisoluble unidad de la naturaleza, dentro de la cual el espíritu se haya subsumido. Solo que, al llegar a Grecia, tal concepción de la unidad se ve radicalmente modificada. Para los antiguos griegos -convencidos defensores de la libre voluntad, a diferencia del punto de vista orientalista-, la naturaleza no mantiene un dominio absoluto sobre la espiritualidad humana sino que, más bien, ella está determinada por el espíritu. El espíritu, en efecto, penetra la naturaleza para conformar una unidad sustancial con ella y -siendo conciencia- la configura y se configura. Ya no se trata del totalitarismo oriental, cuya unidad cerrada, homogénea -que simboliza su modo de concebir el Estado-, anula toda posible diferencia. Pero tampoco se trata de la vacuidad, del abstracto subjetivismo y del formalismo instrumental, que ha terminado por convertirse en el pilar sobre el cual se ha construido la cultura moderna y, consecuentemente, la posmoderna. La Grecia clásica ocupa la bella compenetración entre dichos extremos: Physis sive Ethos. Es el centro de la belleza natural y espiritual a un tiempo. La Physis se espiritualiza. El Ethos se naturaliza. Por eso mismo, en Grecia ya no se puede hablar de la sustancia ni del espíritu como entes separados: el pueblo griego es la sustancia espiritual de la libertad, que es la base, el fundamento de sus costumbres, de su civilidad. Grecia es sinónimo de la alegría de todo lo que sea existencia. Es el principio del mundo del libre ser y del libre pensar. Por eso mismo, su muerte, el crepúsculo de la bella eticidad, dio lugar al nacimiento de la filosofía, porque la labor de la filosofía consiste en preguntarse por las causas que dieron origen a la crisis, al tiempo de reconstruir los principios fundamentales -precisamente, los orígenes- sobre los cuales cabe refundar la unidad perdida. “El búho de Minerva inicia su vuelo con el crepúsculo”. Por eso mismo, no hay filosofía sin historia ni historia sin filosofía.
Ese fue el trabajo de los llamados filósofos “físicos”. Afirmación que, por cierto, no cabe en la comprensión de los manuales, diccionarios y breviarios de filosofía, como tampoco en la de unos cuantos intérpretes que conciben el estudio de la historia de la filosofía a través de los lentes del entendimiento abstracto, instalado como eje de la industria cultural. El caso de Tales de Mileto -el primero de los “físicos”- es, en este sentido, emblemático. De Tales se cuenta que un día, por estar mirando las estrellas y observándolas, cayó en una zanja. Los buenos ciudadanos, en su mayoría ignaros, se burlaban de él, afirmando que mal podía conocer el principio de las cosas quien no acertaba a ver por dónde pisaba. Los buenos ciudadanos tienen esta ventaja frente a los filósofos, quienes no pueden pagarles con la misma moneda. Sólo que ellos, los legos, nunca podrán caer en una zanja, porque nunca han podido salir de ella, ni mucho menos levantar la mirada para contemplear las estrellas.
Así pues, con Tales tiene sus inicios la filosofía propiamente dicha, la ciencia de las primeras causas, entendiendo por esta no solo la esencia o lo que hace que algo sea lo que es sino, conjuntamente, al bien común, que es la meta de toda realidad de verdad, de toda wirklichkeit. Para él, el agua es el principio de todas las cosas, motivo por el cual, principalmente, se le clasifica como “físico”. Y sin embargo, en Tales la referencia al agua, además de ser el elemento unitivo propio de la vida económica, social y política de los antiguos griegos, rodeados de agua por todas partes, se transforma en la forma general del ser social. Por eso mismo, no se trata de un elemento meramente sensible, sino más bien de un concepto general a partir del cual cobra conciencia el hecho de que la verdad, lo uno, es lo en y para sí mismo. Su gran labor consistió, precisamente, en la transformación de un elemento natural en una sustancia mediada por la subjetividad, en una fuerza general en movimiento, única -aunque, por supuesto, aún abstracta-, que logra superar con creces la fantasía de dioses mitológicos que nacen y perecen de continuo. Al igual que el resto de “los físicos”, Tales pone fin a las teogonías y su despliegue -como dice Hegel- de una “muchedumbre infinita de principios” que son, además, el reflejo de un mundo que había comenzado a perder su cohesión interior y había entrado irremediablemente en una crisis orgánica. El agua “física” deviene con Tales en pensamiento que contiene todo el resto de las cosas. Sólo la unidad es lo verdaderamente real. Es la sustancia que se determina como principio de la realidad, el principio absoluto como unidad del ser social y de la conciencia social.
El gran peligro, la amenaza concreta que anuncia, cada vez con mayor fuerza, la llegada definitiva del ocaso occidental, no proviene directamente de oriente, sino de la cómoda sustitución de la capacidad de pensar, es decir, del pensamiento en sentido enfático, por formas instrumentales, “facilitadoras” del conocimiento que, en el fondo, subestiman las potencialidades de la sociedad civil y que, una vez automatizada, la condenan a subsistir presa en el callejón de las neurósis de la heteronomía. El problema no consiste en haber convertido al primer filósofo de Occidente en un “físico”, en un especialista en la observación de la naturaleza, sino, más bien, en haber presupuesto y separado -cosas del “criterio de demarcación”- el estudio del cosmos y el de la polis, como si para los ciudadanos de la antigua Grecia el orden y la conexión del cosmos no fuese idéntico al orden y la conexión de la polis. Explicar el Arché, la causa, el origen de la naturaleza, es explicar el origen de la vida ciudadana, y recíprocamente. Por eso el “físico” Tales de Mileto no solo fue un importante asesor político sino que, además, participó como estratega en batallas, en una época de grandes dificultades para la naciente cultura occidental. La pusilanimidad que caracteriza a la ratio instrumental termina en la conmemoración de sociedades que lloran la memoria de sus déspotas criminales, llegando al paroxismo de extrañar al responsable de sus peores desgracias.
@jrherreraucv
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