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Entre emergencia e intemperie. Los escritos juveniles de Martín Cerda en La Gaceta (1957-58)

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Por ISMAEL GAVILÁN

Punta de Lápiz es el nombre del libro editado por Ediciones Cormorán de Santiago de Chile que reúne diversos escritos de un joven Martín Cerda (1930-1991) publicados en el periódico santiaguino La Gaceta entre 1957 y 1958. Este libro no deja de ser relevante y por varios motivos. Entre ellos porque en los últimos años se ha ido articulando una especie de comunidad lectora en torno a la obra del ensayista Martín Cerda y que, en buena hora, se plasma en la concreción de proyectos editoriales como éste. Este título viene a sumarse a la edición mexicana de La palabra quebrada (2022) y a la edición chilena conmemorativa del mismo título y que permite advertir la actualidad y necesidad de la obra del escritor chileno.

Sin duda que Punta de Lápiz junto a Surcos apenas visibles, volumen con  sendos ensayos y notas de Cerda de variada época y que se mantenía inédito desde hacía muchos años y que publicó Lecturas Ediciones el segundo semestre del recién pasado 2022, son, a mi juicio, ejemplos bien singulares que muestran varias cosas: en lo más evidente e inmediato la valoración, curiosidad y necesidad de leer, editar y hacer circular la obra ensayística de Cerda en nuestra amnésica y aún desprevenida sociabilidad literaria. Aquello es un gesto ya de por sí, altamente quijotesco. Que en menos de seis meses se editen y se den a rodar  libros de un escritor como Cerda, sin duda provoca una especial alegría y una satisfacción irrenunciable. Pero, por otro lado, también muestra que en un país como Chile, donde por tradición, hábito o costumbre, la poesía y en menor medida la narrativa ficcional, ya sea en forma de novela o de cuento, han tenido una hegemonía sustancial, muy contadas veces ha volcado su interés por la prosa no ficcional que está a medio camino entre la filosofía, las así llamadas ciencias sociales, el periodismo y otros hábitos escriturales que no dejan de ser excéntricos. Sin duda que la escritura de Cerda no es “ciencia” social, tal como tantos desean rotular sus lucubraciones bajo el alero del certificado universitario. Tampoco es filosofía, si bien acaso coquetea, se inmiscuye y hasta desafía esa manera tan especial de la especulación. Mucho menos es periodismo, al menos en el sentido en que hoy se pueda rotular a ese tipo de escritura que pretende asumirse como necesaria y que en su devaneo no deja de ser, estilística e imaginativamente, un remedo de mala prosa que desconoce y aun pretende ignorar los nobles recursos de la prosodia y de la articulación retórica. Pero independiente del estatus de tanto texto que circula y que nos ensordece como doxa cristalizada que aviva nuestra contumancia ideológica, no deja de ser llamativo que  observemos en Punta de Lápiz  el ámbito pensante de una forma de escribir que, por más primaria o juvenil que sea —Cerda al escribir estos textos tenía escasos 27 años— nos deja anonadados por las más distintas razones: en primer término por su afán de no claudicar ante el imperativo que la lectura de Barthes ya muy temprano le inculcó a fuego a nuestro autor: que toda prosa que se precie o aspire a volverse reflexiva, aun en la contingencia, no debe renunciar nunca al gesto formal de su propia autoconciencia escritural que le permite alimentarse en la emergencia de la intemperie.

Otra cosa que se observa en estos escritos juveniles de Cerda es que como Atenea, ya está todo ahí desde su origen, emergiendo de la cabeza del crónida a modo de una escritura armada con yelmo, loriga y lanza, es decir, con una precisión léxica envidiable, una rotunda maestría argumentativa y una abrumadora confianza en sus propios recursos expresivos. ¿Quién a los 27 años desearía una prosa así de robusta y con ese vigor no menor? Estas prosas juveniles de Martín Cerda nos invitan por medio de un estilo afilado que no niega el fraseo laxo, a una consideración singular de su forma de proceder: que en el lenguaje y no fuera de él se puede plasmar la reflexión y la acción y que lo que llamamos “ideas”, “actos”, “circunstancias” no sólo son palabras, sino palabras cristalizadas que se han vuelto opacas y serviles al desencajar del discurso de verdad al que pretenden ser orientadas por el oportunismo de la circunstancia. Una prosa que se plantea esto, no a modo de programa, marco teórico, como un a priori o por mero capricho intelectual, sino como una acción que se elabora en la prosodia misma del enunciado, letra a letra, página a página, la mayor de las veces será motivo de desesperación y desdén para cualquier consumidor bien pensante del presente que cree que la “verdad” radica en las páginas editoriales del periódico de mayor circulación o en la consigna del panfleto que promueve el partido tal, el colectivo tanto o el grupo aquel . Ese gesto hizo que Cerda, desde el inicio, irritara a tirios y troyanos, a izquierdistas y derechistas, a políticos y apolíticos, a gente bien como a anarquistas de salón, en definitiva, a cualquier sujeto irreflexivo tanto de ayer como de hoy que pregona su prédica para disciplinar las aristas rebeldes que saltan en medio de la ciudad letrada

Acá me detengo sólo un poco: en Punta de Lápiz, lo que se aprecia es una escritura que se asume sin duda desde la emergencia. Como bien señala Felipe Reyes en su esclarecedor pŕologo, era inevitable que así fuera dada la densa contingencia y tumulto social que motiva el surgimiento en Chile de una publicación como La Gaceta a fines de los años 50. La situación amerita una respuesta. Y sin duda, el mundo intelectual chileno, educado desde los años 20 o quizás de antes, en azuzar las tensiones en el conglomerado social como parte de su misión autoatribuida como “faro de la república” bajo el imperativo que otorgaba el contexto, una publicación como La Gaceta se volvió imperiosa para ser un rostro más en esa rica sociabilidad literaria que hoy miramos con asombro y quizás con una nostalgia envidiosa. La emergencia signa esta publicación, tal como en su momento lo fueron la revista Claridad, las diversas publicaciones de combate de Vicente Huidobro y revistas tan disímiles como Multitud de Pablo de Rokha, la revista Babel y posteriormente PEC, entre tantas otras.

Toda escritura de emergencia posee su propia fecha de caducidad. Eso debido a la ordalía en que será sacrificada en aras de un proyecto mayor (la toma de conciencia, la denuncia, la critica de un estado de cosas, etc). Sin embargo en Cerda ese tipo de escritura se vuelve una paradoja, una feliz y aguda paradoja. Porque si rastreamos en los diversos textos que conforman Punta de Lápiz, veremos que nuestro autor no renuncia a decir, criticar o polemizar con su presente, pero no renunciando para nada a la rica alusión libresca que nos evidencia a un lector asombrosamente diestro a sus escasos 27 años. Alusiones a la tradición grecolatina, alusiones a la literatura hispanoamericana y chilena de los siglos XIX y XX, alusiones a la literatura y filosofía europeas, alusiones a datos, fechas y personajes que pueden ser encontrados en el anecdotario finisecular como herencia de esos cronistas y escritores liberales de fines del siglo XIX. Eso y mucho más se encuentra desperdigado en  estos textos y que hacen de ellos no sólo ejemplos notables de una diversidad impresionante, sino que develan la capacidad de aunar, tejer y asociar temas, fuentes, autores y tendencias con una destreza poco común. Eso, qué duda cabe, no es para simplemente demostrar la erudición prematura de un escritor de 27 años. No, para nada, más bien en Cerda se trata de traer al presente que zahiere, a la actualidad que demanda, la contraimagen del propio gesto lector como un ariete que puede desafiar lo fáctico en el rito de la cita, en el rito de la lectura y su plasmación escrita. Eso sólo es posible cuando aún la desilusión en torno a la necesidad de la literatura, no campea ni es caso de cavilación. En ese sentido, el Martín Cerda de los años 70 u 80 tal vez no volvería con los mismos ojos a mirar estos textos que pueden inscribirse en el país del entusiasmo. Pero no se crea que en ese gesto lector que anida en Punta de Lápiz y que hace patente la información libresca para transformarla en parte viva del requiebro epocal, no se suscita la reacción necesaria que le permite a Cerda escribir desde la rabia, el escepticismo, el asombro y varias veces con un singular dedo acusador. Porque todo ello permite dilucidar hasta qué punto los escritos reunidos acá no son meras columnas, ni meros apuntes de un muchacho imberbe, sino verdaderos microensayos donde Cerda se despliega y da puntapié inicial a su trabajo concienzudo de poner por escrito lo que piensa. Y ese pensar, como lo es en todo ensayista que se precie, no es caer en la especulación vacía, tampoco en la comodidad dada por la poltrona académica, ni el conceptualismo inane que la masa vocifera y que debe ser rechazada como parte de esa doxa que envenena la conciencia ilustrada. Conciencia ilustrada de quien, como Cerda, desea reflexionar desde los hechos convertidos en escritura gracias a la misma escritura. Eso es lo que llamaría una lectura caleidoscópica del acontecer. Una lectura que no transa con la inmediatez misma que la origina, pero que no cede tampoco a quedar relegada a la mera constatación del devenir que se ha vuelto, en el uso del periodismo, un acto efímero. Así, en estos textos tan distintos, Cerda no se limita a informar, menos a decir su mera opinión. Cerda se lanza a la aventura de atreverse a pensar desde la precariedad que le otorga la intemperie del instante. Consagra al instante, parafraseando a Bachelard, pero no se regodea como el poeta en hacer de eso una instancia mítica que nos retrotraiga hacia nuestra preexistencia onírica cargada de imágenes por descifrar. En Cerda, el imperativo del ensayista no es descifrar como el poeta, es auscultar los sentidos posibles más allá de la clausura que el propio acontecimiento otorga al manifestarse.

Por otro lado, los textos de Punta de Lápiz nos permiten tener una imagen mucho más matizada y compleja de Cerda como escritor: empezamos a conocer sus obsesiones, empezamos a conocer sus lecturas, sus asociaciones, sus devaneos, empezamos a conocer su estilo, empezamos a conocer sus referencias. Pero creo que de modo más singular, conocemos su adscripción a los motivos, temas y maneras que lo vuelven un escritor chileno, y por añadidura, un escritor hispanoamericano. Eso no es menor. Durante mucho tiempo y me atrevo a decir hasta años muy recientes, era y sigue siendo muy fácil, despachar la figura y obra de Cerda como la de un autor europeizante, en la jerga decolonial en boga, como un autor “colonizado”, en un autor que rinde pleitesía a una visión eurocéntrica y, por ende, limitada de la experiencia literaria y vital. Es muy probable que la escasa circulación de sus textos, muchos de ellos publicados en revistas efímeras o en medios periodísticos que al dia siguiente ya eran pasto para ser olvidados, no pudieron servir como prueba para mostrar a un escritor mucho más versátil y complejo del que se nos ha otorgado una imagen predecible. Asimismo, no deja de ser curisoso que el único libro de Cerda que tuvo y ha tenido circulación, digamos masiva, La palabra quebrada, dada las múltiples referencias, citas, alusiones y especulaciones en torno a Barthes, Ortega, Lukács, Freud, Jünger, Cioran y tantos otros, haya sido, en cierto sentido, un libro relegado a una especie de limbo bastante indolente: ese tipo de libros que derrochan erudición, que provocan cierta curiosidad y quizás hasta empatía lectora, pero que no son útiles para, en nuestra provinciana sociabilidad que acepta ser devorada una y otra vez por la contingencia, ser convertidos en armas arrojadizas en la querella inane del momento. Como lo he manifestado en otro lugar, las sutilezas de Cerda como escritor, como ensayista son abrumadoras y creo que La palabra quebrada es un libro que debe y puede ser leído como uno de los gestos de resistencia cultural durante la dictadura pinochetista más densos y complejos, pero que utilizan de manera maestra y altamente irónica, una escritura oblicua para referirse a lo contingente sin pasar por las aduanas de la exigencia documental.

Así entendemos que asentada su “fama” como un escritor afrancesado que no escribe sobre la emergencia y poseedor de un estilo hábil, preciso y sugerente, pero para nada condescendiente con la precariedad estilística que cierto inmediatismo mimético/ comunicativo establecía como norma, nos permite comprender que su posición excéntrica no sólo fue una postura devenida desde una biografía opaca, por lo demás silente y entregada a la objetividad de las pasiones reflexivas, sino una especie de venganza del destino frente a su porfía por hacer de las preguntas y sus respuestas imposibles, un raro sino que buena parte de nuestra literatura rehuye por difícil, raro, elitista o complejo.

Punta de Lápiz conforma un archipiélago de textos que vienen fantasmagóricos de un pasado de hace más de 60 años. Un archipiélago que nos deja azorados por su descomunal sentido de actualidad, pero que también nos desmiente de manera radical la imagen evanescente de un Martin Cerda encerrado en sus especulaciones intelectuales. Un libro como Punta de Lápiz nos muestra a un escritor en posesión de sus facultades expresivas, nos muestra que la literatura sí puede habitar el presente, pero que ni de lejos sucumbe a él y menos le rinde pleitesía o se colude desde la supuesta orilla correcta del sentido. Porque como forma y estilo se organiza como un contradiscurso que saca a la realidad del instante al pizarrón y le pone a prueba, no por moralismos anodinos, tan en boga en nuestro gris presente, sino por la simple necesidad ética y estética de no dejarle a la voraz ininteligencia esas palabras que, convertidas en ajenas, tantos creen como propias, ciertas y aún verdaderas, pero que no lo son en absoluto.

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