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Manhattan

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Por ARLETTE MACHADO 

AM: ¿Te has dado cuenta de que con En el vasto silencio te adelantaste en una década a la temática de la ciudad y la soledad?

EL: Ya Carlos Giménez me había dicho algo de eso. A mediados del 70 él quiso montar la pieza y estuvo hablando mucho conmigo. Él me dijo que Manhattan bien podía ser Caracas. Con su anonimato doloroso, sus oficinas, etc… Una sociedad es muy urbana cuando tú notas el gran dolor de la soledad femenina.

AM: No es de extrañarse que la pieza fuese montada tantos años después de ser escrita, como tampoco el hecho de que fuese precisamente un argentino de Buenos Aires quien lo hiciese, además de que no hay que olvidar que Gustavo Tambascio es judío. En el arte se impone una temática y una forma de abordar el hecho, a nadie se le hubiese ocurrido en un momento en que lo real maravilloso gozaba de tanto prestigio, celebrar un teatro del despojo de la soledad y la alienación.

EL: Yo creo que en la escritura debe de haber una lógica del vivir. Lo ilógico, lo sorprendente es una locura del lenguaje. Pero ese lenguaje debe de responder a una fidelidad con lo que has vivido. Yo no descubrí nada, lo importante es que siempre la palabra tenga una nueva locura.

Lo real maravilloso lo dio Colón con sus cartas, lo dio Hernán Cortés.

No sólo la contaminación, sino la emigración europea han vuelto viejas nuestras ciudades. Buenos Aires es anacrónica, porque todos sus emigrantes han venido con su nostalgia a anclar sus barcos en pavimentos latinoamericanos y por eso ha envejecido con mucha prisa. Nosotros no nos hemos dado cuenta de que nos está pasando lo mismo. Sin haber llegado a una nueva cultura, nos estamos envejeciendo precozmente.

AM: Uno de los objetos de tu magia personal en el contexto del teatro es el espejo, así como el candelabro y la mecedora.

EL: Es verdad, no tengo muy claro que los candelabros y la mecedora son como señales para llegar a mi íntima letra de escritora y cuando yo coloco unos candelabros en En el vasto silencio en mí todavía está como muy neblinoso el porqué los he puesto allí.

Sé que en En el vasto silencio aparecen muchos espejos y también en la novela. Yo lo que creo es que como desde niña arrastro el problema de la vista, mientras me he estado oscureciendo, buscaba los espejos.

AM: Puede ser, porque eso se dio por ejemplo en Meneses. Una de las intuiciones que me alumbraron en mi recorrido meneseano fue el percibir que su fascinación por los espejos bien podía tener su origen en su parcial ceguera y fíjate si no en Borges… Jean Paul Sartre mismo transforma un problema visual en filosofía, cuando establece la importancia de la mirada.

EL: La verdad es que hoy se aclara en mí por qué tanto amor por el espejo. Yo invocaba a los espejos en uno de los momentos más dramáticos de mi vida. También lo hago en Un domicilio antes del viaje. Pero en los últimos años no he vuelto a hablar de ellos… No sé por qué…

AM: Los críticos afirman que si Proust no hubiera padecido de asma y no hubiera tenido que recluirse, no hubiéramos podido contar en nuestras lecturas con su obra mayor y es posible que la tuberculosis de Barthes haya sido definidora de una vocación. ¿No crees que tu enfermedad de los ojos, paradójicamente, te ha hecho volcarte con más intensidad a una vida interior?

EL: Sí. El problema de los ojos me produjo mucha zozobra para enfrentar la maternidad.

AM: Me gustaría tocar el tema de la soledad femenina. Nosotras hablamos un día de esa legión de mujeres solas, del divorcio, de lo mal que el hombre latino trata a las mujeres, de esa sombra que se cierne tras un pretendido antifeminismo para invalidar nuestro pensamiento solitario.

EL: ¿Qué quieres que diga?

AM: Ayer nada más estábamos hablando de tu vida sin mamá, ¿Cómo veía tu mamá la vida sin mamá?

EL: Yo le decía: mamá, me tendré que ir de Venezuela, porque aquí no se acepta a los solitarios. Molesta mucho la soledad en este país… No estamos tan maduros.

En el fondo a las mujeres se las trata mal, porque para nosotras la soledad sí es un absoluto. Un páramo infinito.

AM: ¡Qué bello!

EL: Por eso tratan tan mal a la mujer, porque el venezolano le tiene pánico a la soledad. Venezuela no se ha examinado a sí misma, después de la fiesta petrolera, no quiere quedarse sola. No ha querido hacer el inventario.

Cuando la gente te dice: ¿y tú estás sola en este apartamento? Lo que en el fondo te está diciendo es “¿Qué pasará en Venezuela cuando nos quedemos sin petróleo?”. La gente le tiene gran pánico a que la fiesta concluya y siempre la soledad de una es el anticipo de que la fiesta puede concluir.

AM: Yo creo más. La soledad tiene que ver con la desnudez. En ese momento el ser se confronta consigo mismo y el venezolano le teme a esa confrontación. Por eso Juan Vicente Gómez nos representa como ningún otro, él no se desnudaba ni para dormir.

EL: Era una impudicia de astucia. La astucia es todos los juegos que tiene el hombre para no mostrar su ser íntimo. Mientras el venezolano no muestra su ser íntimo, triunfa. La soledad, de pronto, es mostrar una intimidad que nadie quiere compartir.

AM: La relación que se dio entre tu madre y tú es una relación de soledades.

EL: ¡Claro! Ella fue muy amada por mi padre. Además nuestra relación se hizo muy buena a medida que adquirí seguridad en mi trabajo. Yo fui un artífice de mi enfermedad de los ojos, como cuando tú dominas un oficio, pude dominar el oficio de mujer enferma. Del 64 al 67 fueron años terribles para mí. La enfermedad me invadió por encima de la vocación. A medida que yo pude dominar mi oficio de enferma, el de escritora y, también el de hija, se hicieron triunfantes.

AM: ¿Y tu oficio de mujer?

EL: Rodríguez Monegal me dijo en el 72 que el hombre mío ha sido la novela que he venido escribiendo. Y es cierto. Durante años sólo me acompañaba esa novela en la que hay una gran añoranza de mi padre, porque no todo el mundo sabe lo que fue mi padre para mí. Si se puede hablar de una obra en mí hay que hablar también de mi padre. Acaso por eso durante años no quise soltar ese libro. Después encontré a Columbo que lo sustituyó por un tiempo.

AM: ¿Entonces en tu vida no ha habido amor?

EL: Sí, después del éxito de “Vida con mamá”, quedé lanzada un poco al existir y conocí hombres reales. Pero me siguió gustando más Columbo; él nunca hubiera estado celoso de mi trabajo como escritora.

AM: Bueno, no exageres, que de misteriosa vas a quedar como mentirosa. Tú me contaste una hermosa historia, tu romance con Fred.

EL: Romance no, amistad amorosa. Con Fred Tutem, un novelista norteamericano.

AM: Me encantaría oír esa historia de nuevo.

EL: Yo tuve mucha suerte en Norteamérica. Generalmente los venezolanos en el exterior tienden a hacer un ghetto tropical y comienzan a justificar al gobierno…(risas). No sé qué les pasa… pero tienen una memoria hacia el bolero. ¿No viste al joven escritor que nos encontramos anoche en Sabana Grande?, fue a Francia a la búsqueda de venezolanos.

Yo, de pronto, me decía: “Dios mío, estoy en Nueva York, por aquí han pasado Hemingway y Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, Faulkner”. Entonces me iba a la librería Scribner’s y me parecía increíble. Scribner’s había sido la editora de los libros de Hemingway y de Scott Fitzgerald. Y al mismo tiempo sigue siendo una librería muy tradicional, con un altillo. Está ubicada en la 5ta avenida. Yo pensaba en todos esos escritores y en su histórica proximidad física. Me creaba la ilusión de que ya había escrito un libro o dos.

Incluso, ahora, cuando veo un papel, un buen papel amarillo de hilo, o una librería de esas magníficas, yo pienso que ya tengo la novela escrita o por lo menos una pieza de teatro nueva. En ese país de mayor tradición literaria que el nuestro yo andaba a la busca de mi escritor.

En el Village conocí a Harry. Harry tuvo gran influencia en mí. Era hippie cuando todavía los hippies eran aún algo por conocerse: buenmocísimo, alto, con sandalias. Fue realmente el primer hombre que me sobresaltó por su conversación. Yo a veces no lo entendía totalmente, su inglés era muy literario y yo tenía poco tiempo de haber llegado a Nueva York. Harry de pronto era un hombre muy tierno, como a veces tenía raptos de violencia. Uno de los personajes del libro que nunca he publicado es Harry. Fred, para mí, no es personaje. De pronto él había dejado todo para dedicarse a la escritura.

Yo no sabía lo que era la ternura en un hombre, fuera de mi padre, hasta que hablé con Harry, hasta que Harry me besó. Pero Harry era un loco, jamás me he fijado en un hombre sin un gramo de locura. Me lo encontré en el café Manzini. El escribía cuentos que le rechazaban los editores. Vivía en Brooklyn con su mamá. Él me hacía ver que vivía de las mujeres. Yo misma le di a Harry un poco de dinero y se perdió por un tiempo (risas)… Después apareció… (risas)… aquello lo veía estupendo porque había entrado en un trato oscuro con la vida.

No era gran cantidad, se los di en la plaza Washington Square. Pero Harry merecía que se le hubiese dado más, porque era mucho lo que se podría aprender de él. Fue mi primer interlocutor amoroso. Yo siempre he estado a la búsqueda de un interlocutor amoroso. Creo, finalmente, que Harry fracasó. Nunca más he sabido de él. Posiblemente volvió a la oscuridad de una oficina de ingeniería. Él me decía: “You are a funny jewish girl” y pensaba que nosotros podíamos hacer una hermosa pareja, porque yo iba a los tribunales de menores y él escribía cuentos para niños, pero luego, se desesperaba. Todo era muy difícil. Me contaba cosas que no sé si eran verdad. Cosas muy locas y tiernas al mismo tiempo. Que había tenido una esposa puertorriqueña, una vez me llamó desde Brooklyn y me leyó su poema a América.

Harry era un machista. Cuando Hemingway se suicidó gritaba, aullaba. No concebía que un macho norteamericano hubiese caído en la derrota. Yo no sé cómo en Venezuela no tenemos un Hemingway, un matador de tigres, quizá porque los hombres lo que quieren es matar mujeres.

Después conocí a Tom Simcox. Por ahí me quedan fotos de él. Algún día te las voy a mostrar. Y debo de tener algunos cuentos de Harry.

Tom era un actor, lo conocí visitando la casa de José Quintero, el famoso director de teatro “Circle in the Square”.

Algunas veces lo he visto en películas de televisión. Empezó a llamarme, yo me di cuenta que quería venirse a Venezuela conmigo porque sufría mucho. No conseguía trabajo. Quería ser actor. Aunque sí lo llegué a ver en una pequeña pieza en un teatro de suburbio. Era como más dócil que Harry. Lo mencioné en una crónica y no sabía qué hacer conmigo. Estábamos en un cafecito de las inmediaciones del Carnegie Hall. Me besaba, me abrazaba. Fue algo emocionante y me di cuenta de que si tú escribías, un hombre te podía amar y te podía besar y que no sólo cabía el geométrico elogio. Pero había un destino sombrío en la belleza de Tom. Se despidió una vez cerca del subterráneo y nunca volví a verlo. Se iba para California a la aventura del cine. Como Jim el de En el vasto silencio de Manhattan.

AM: En eso estaba pensando… ¿Jim no será un poco todos esos hombres que conociste en Nueva York?

EL: No. En la pieza Tom es el mismo Tom. Y Jim es un personaje que pertenece a la verdadera historia de Hellen Berger. Pero, fíjate, qué casualidad, se iba a California igual que Tom.

Siempre que Tom se despedía yo lloraba. Él era tan buen mozo, que yo intentaba reproducir en un papel carbón, con mis torpes trazos de escritora, su belleza.

La amistad más seria fue con Fred. Un hombre muy alto. Uno de esos newyorkinos, hijos de italianos del Bronx —El Bronx es la Catia de Nueva York. Trabajaba en la librería de Cross Town, frente a la Public Library. Desde la vidriera que mostraba los libros, yo lo veía. A veces estaba con amigos, a veces solo. Desde el primer momento pensé: ese hombre debe de ser un escritor.

Un día le pedí un libro muy caro para la época. Se lo iba a mandar a Rodolfo Izaguirre: Tender is the night. Él me dijo: “Este libro es muy bello, miss, pero muy caro”. Y empezó a hablar de Scott Fitzgerald con mucho conocimiento. Me contó que estaba escribiendo una novela, quizá por eso en En el vasto silencio yo digo: “El hombre que yo amo está escribiendo un libro”. Yo quería conocer un hombre que me dijera eso. Y creía que ese hombre me iba a revelar la verdad de mi vida. Y cuando él me lo dijo, yo pensé: ¿Y qué estás escribiendo tú, Elisa Lerner?

Nos citamos en un café muy desguarnecido del centro de Nueva York. Él quería ver lo que yo estaba escribiendo, pero mientras me dirigía al café yo pensaba: ¿Escritora yo? si apenas he escrito un monólogo, y en ese momento de angustia verifiqué que en Norteamérica el hecho de ser escritor está muy unido al acto de escribir. (Risas).

Fred fue muy importante. Al principio muy elusivo. Pero he tenido la suerte de haber vuelto arena dulce de confidencia a ciertos hombres elusivos. No sé qué pasa pero logro entrar en esos mundos remotos de la virilidad más secreta que suele ser enternecedora. No sé cómo, porque no soy muy hábil.

Fred fue mi gran amigo cuando me quedé sola. Cuando la mayoría de los que formaban a Sardio se alejó de mí, en medio de la aspereza política del momento y los demás, los de la época de la clandestinidad, se fueron a sus cargos, sus matrimonios, sus vanidades. Gran interlocutor, Fred fue decisivo para que yo terminara de escribir En el vasto silencio

Hubo un período en que tuve planes de irme a Nueva York en donde me parecía que el oficio literario era de una cotidianeidad brillante, pero la vida de Fred me parecía dura: profesor en el City College durante muchas horas y yo era muy frágil. ¿Qué iba entonces a hacer a Nueva York? Consideré también que para Fred era mejor ese tipo de mujeres que trabajan en una revista y tienen la vitalidad suficiente para buscarle el cheque del salario al marido en los días fríos de invierno.

En el fondo yo era más ambiciosa. Quería ir a Nueva York para ser yo. Me di cuenta de que no era necesario tener al lado a Fred para ser escritora. Eso era pueril. Un colonialismo cultural, ese que nos lleva a los latinoamericanos a querer aparecer en el Time.

Fred me dio mucha seguridad. Yo pensaba que si un hombre de la élite newyorkina, tan sabio, tan al día, me estimaba, era porque tenía madera de escritora.

AM: ¿Cuál es el hombre más importante para ti: el que te amó y te hizo mujer o el que puede escribir un libro que lo hará famoso?

EL: El hombre con el cual dialogas. Para la ginecología tiene importancia el hombre con quien te acuestas, pero para la literatura, para ti misma, importa el hombre con el cual has dialogado y dialogas.

AM: ¿Y cuando se combinan las dos cosas?

EL: Ah, entonces tienes un divino manjar terrenal.

AM: ¿Y el humor funciona en el amor?

EL: El humor es la crónica más distante de la vida.

AM: Porque yo siento…

EL: El humor es una actitud oblicua.

AM: Porque yo siento que tú te defiendes con el humor. 

EL: El humor te sirve para todo, menos para las relaciones más íntimas.

AM: Porque el humor es un desmitificador y en el amor no se puede desmitificar.

EL: ¿Será eso?

AM: Claro, en cuanto empiezas a desmitificar estás dejando de amar.

EL: En la actualidad yo cuento con mi amoroso interlocutor. Eso ya es mucho en un país en donde la mujer y el hombre no dialogan. Yo me quejaba en una crónica hace años de que el hombre y la mujer han perdido sus voces no se sabe dónde.

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