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Mi lectura de Lunas compartidas

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Por KRINA BER

No puedo perder esta ocasión para decir, aunque sea de lejos, unas palabras sobre Lunas compartidas.

Debí haberlo hecho antes.

Llegó a mis manos recién publicado, en un momento difícil para mí. Sobreviví a un infarto complicado, y las 48 horas que pasé inconsciente en UCI dejaron en mí su huella depresiva. Lectora ávida siempre, ni siquiera podía leer. Nada me interesaba, nada tenía sentido. Pero cuando abrí el libro de Gisela por alguna razón no lo cerré. Supongo que fue por la narrativa, excepcionalmente hermosa. Y porque los títulos saltaban de República Checa a Irán, de Canadá a una isla del Caribe, a París, Finlandia o Londres en un baile demencial —ráfagas multicolores sobre la superficie esférica—; y me dejé llevar por la atracción que ejercen los nombres de las grandes ciudades con toda su carga cultural intacta mezclados con topónimos desconocidos para mí, como Perelada o Toluca de Lerdo. Seguí leyendo.

Lo primero que me hizo despertar en aquel tiempo de desgano fue la curiosidad. Ningún texto —fuese cuento, capítulo o fragmento de un diario de viajes— se parece a otro, ninguno te prepara para la experiencia del que sigue, a veces inasible, desconcertante. Son como chocolatines de una exquisita bombonera, cada uno con sabor diferente.

Según Federico García Lorca, poesía es la unión de palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse y que forman algo así como un misterio. Dentro de esta lógica, si esos textos fueran palabras, el libro sería un poema. Y de hecho, es la sensación que produce. Algo así. Como un misterio.

No voy a extenderme aquí en analizar Lunas compartidas.

Escribo esto para agradecer la sabiduría, la humildad y la euforia oculta que permean este tapiz narrativo. La manera cómo la consciencia narradora traza los caminos en el tiempo de un libro, de un pez, de una leyenda. Cómo nos lleva, a través de la diversidad de los lugares, a comprender que todos son el mismo lugar, el mismo vértigo de las trivialidades del momento en la eternidad del universo, de cascar un huevo, ahora, en este instante, ante las huellas de la historia humana que perduran siglos.

La lectura de Lunas compartidas me había sacado de la modorra. Entendí la búsqueda trascendental del sentido que permea los viajes de este libro y de algún modo volví a sentirme incluida en la comunidad de personas quienes, como Gisela Cappellin, saben que los lugares están hechos de momentos y siempre buscan en ellos los rastros de la belleza. Y también esto se agradece.

Felicitaciones y un abrazo desde lejos, Gisela. Muchas gracias.

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