Termina el mes de octubre de 2018 y el suboficial León debe empezar a prepararse para su segundo juego de prótesis en el pabellón de Ortopedia, quizá la unidad de Sanidad Militar más conocida. Hasta donde él sabe, en los cerca de cincuenta y ocho años de funcionamiento del hospital, 2018 ha sido el que menor número de militares heridos en combate registra. Tan solo veinte hasta octubre. Y los heridos por minas antipersonales, quince. “Hay que aceptar la realidad: para mí la guerra se acabó cuando sufrí el accidente en un terreno minado en La Macarena [una zona selvática del oriente colombiano]”, dice León mientras apoya sus manos sobre el pasamanos del pabellón, y recorre por cuarta vez la pasarela frente a su espejo. “Ahora hay que comenzar de nuevo. Estoy estudiando para ser técnico en sistemas en la Universidad Militar. Lo que pasa es que con el pago mensual que llega no me alcanza para vivir tranquilo con mi familia”. Es la etapa más dura en sus quince años vinculado con el Ejército y está ansioso por comenzar de nuevo.
Carlos León tiene la cara de su oficio: la piel cuarteada por el sol, el pelo a ras, una dicción tranquila, enfática. Creció en Ibagué (una ciudad intermedia colombiana) hasta terminar la educación básica primaria; luego su familia decidió probar suerte en la capital del país. Llegaron a inicios de los noventa. Una época difícil para Colombia debida a la oleada de carros bomba desatada por el cartel de Medellín que creó una atmósfera de incertidumbre en la ciudad, al racionamiento de luz por una crisis climática mal gestionada ya la precariedad cotidiana. En aquellos meses, Carlos tenía que irse a acostar a las ocho de la noche. Después, cuando estaba decidido a enlistarse en las Fuerzas Armadas, un grafiti anónimo pintado en Chapinero (uno de los barrios más tradicionales y bohemios de la capital) se hizo célebre: “Bogotá: la tenaz suramericana”, parodiando el apelativo de “Bogotá la Atenas suramericana” que le clavaron a la ciudad gramáticos y políticos a finales del siglo XIX.
Hay que aceptar la realidad: para mí la guerra se acabó cuando sufrí el accidente en un terreno minado en La Macarena [una zona selvática del oriente colombiano]”
Mientras eleva y baja su cuerpo frente al espejo del pabellón, el suboficial Carlos León me cuenta que todas las semanas viene a terapia. Le gusta madrugar, sentir que el día se abre de par en par antes de las ocho de la mañana. Aunque también le molestan los andenes caóticos y discontinuos. Pero el pabellón es amplio y puede concentrarse. Revisa sus muñones, justo debajo de su rodilla izquierda, a ver si se lastimó al subir la pendiente —unos 400 metros exigentes— desde la carrera Séptima hasta la sede del hospital, empotrado en los cerros que dominan esta ciudad.
—Comencé siendo radioperador en las selvas del Caquetá y Putumayo [zona amazónica colombiana] —dice el suboficial—: zona roja guerrillera.
El Plan Colombia —firmado entre el gobierno de Andrés Pastrana y el de Bill Clinton— le permitió a la Fuerza Pública entrar al refugio histórico de las FARC, en toda la zona sur de Colombia: medio millón de kilómetros cuadrados,un tamaño similar al de España. Un tapete verde por el que apenas entra la luz del sol. Con la llegada al poder de Álvaro Uribe (2002-2010), se crearon cuatro batallones de selva y brigadas móviles especializadas en combate antiguerrillero para camuflarse en la manigua, un terreno que no conocían. El objetivo era sencillo: recuperar el territorio y el tiempo perdidos.
En mayo de 1964 comenzó la operación militar para recuperar la entonces llamada “República independiente de Marquetalia”, ubicada en varios caseríos del Tolima Grande (que reune tres departamentos del país), donde una veintena de familias que venían de procesos de amnistía fracasados se habían asentado varios años atrás. En un contexto de Guerra Fría y de miedo al comunismo, en particular a las figuras campanales de Fidel Castro y el Che Guevara, el Estado colombiano interpretó la organización campesina como una amenaza al monopolio de la fuerza y los acusó de ser aliados de la revolución cubana. Uno de los líderes de aquella comunidad era un muchacho vivaz y dotado de una puntería legendaria a la hora de disparar cualquier arma de fuego. Pedro Antonio Marín (conocido con el mote de ‘Tirofijo’) se convertiría en el guerrillero más viejo del mundo. Junto a otros ochenta campesinos lograron escapar de los proyectiles y las bombas lanzadas desde los helicópteros del ejército en la Operación Marquetalia. Desde ese momento, se agruparon en guerrillas móviles y decidieron llamarse Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Esta guerrilla mantuvo un pulso con el Estado durante cincuenta años. Mencionar su nombre en este hospital es tan blasfemo como gritar el nombre de Satanás en una mezquita.
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El Hospital Militar fue fundado en 1962. Está diseñado al estilo de los hospitales de guerra estadounidenses y atiende unos setecientos mil usuarios del sistema de salud colombiano. Su misión es atender los traumas de guerra, tanto lesiones físicas como psicológicas y psiquiátricas del combatiente y su familia. Después de firmados los Acuerdo de Paz con las FARC en 2016, el hospital decidió enfocarse en los veteranos de guerra, como el suboficial León, atender las patologías de alta complejidad de quienes se han visto afectados por la lucha guerrillera, y hasta recibir pacientes de covid-19.
El primer hospital de guerra del país se creó en los años treinta, durante la guerra entre Colombia y Perú. Estaba ubicado en el municipio de Venecia, departamento de Caquetá y hoy está en las instalaciones del Batallón de Ingenieros Liborio Mejía. En aquel entonces, las fuerzas armadas no superaban los veinte mil hombres, el equipamiento logístico era escaso y se contaba con solo una veintena de buques cañoneros para defender al país en caso de alguna invasión.
Antes, en las veintiuna guerras civiles del siglo XIX, existieron precarias clínicas de campaña, donde le aplicaban los primeros auxilios a los soldados heridos, que consistían en limpiar la herida con agua, decirle al soldado que fuera macho y prometerle alguna medalla si continuaba luchando.
La gigantesca inversión del Plan Colombia (equipamiento, tecnología, entrenamiento militar) inclinó la balanza a favor del Estado, permitió que se pasara de una guerra de posiciones a una guerra de guerrillas, dice el general Luis Eduardo Pérez, director general del hospital. Así cayeron varios miembros del Secretariado de las FARC: ‘Raúl Reyes’, ‘Iván Ríos’, ‘Mono Jojoy’, y ‘Alfonso Cano’.
Después de firmados los Acuerdo de Paz con las Farc en 2016, el hospital decidió enfocarse en los veteranos de guerra, como el suboficial León, atender las patologías de alta complejidad de quienes se han visto afectados por la lucha guerrillera, y hasta recibir pacientes de covid-19
Hoy la popularidad del área de ortopedia ha traspasado las fronteras: cada semestre el pabellón recibe veinte estudiantes de medicina de Latinoamérica para hacer su práctica y conocer de primera mano el taller del área, que es una referencia en el continente, pues varios militares que sufrieron amputaciones y pérdidas son quienes fabrican las prótesis a los recién llegados y a quienes continúan en terapia.
“El servicio no es bueno. Es excelente”, me dice Ricardo Uribe, director de Servicio de Trauma del hospital, mientras revisa a la distancia que el suboficial León se adapte a su nueva prótesis y sus muñones no sufran lesiones por el cambio. “Los estudios apuntan a que una víctima de combate puede suponer para el Estado un costo entre cien a doscientos millones de pesos [unos 40.000 dólares] solo en atención hospitalaria. Después tiene que venir a revisiones cada cierto tiempo. Además, todos los heridos cuentan con indemnizaciones que da el Estado por la pérdida de extremidades u órganos”, dice Uribe. Lo que el Estado se ha ahorrado desde la firma de los Acuerdos de Paz se ha destinado a otro tipo de arreglos en el hospital, uno de los mejor dotados del país.
Como todos los heridos en combate que llegan a esta área, Carlos León empezó a ejercitarse al lado del espejo y de una barra de metal. De pie, junto con varios militares entre los 18 y 36 años, repetía la misma rutina de ejercicios. Primero, la propiocepción del cuerpo: tabla de equilibrio; rotación de la pelvis; un juego de balonmano usando la pierna sana como apoyo, después sin apoyo; fútbol, tocar el balón y hacer pases con un enfermero; caminar salvando un obstáculo, equilibrio sobre la pierna sana. Después, los ejercicios para la marcha y la caminata: apoyar el talón en punta; marcha lateral, esquema de marcha. Luego, los ejercicios funcionales: subir y bajar escaleras y rampas, levantarse del suelo y luego arrodillarse. Finalmente, los ejercicios avanzados: hacer rebotar una pelota pequeña, luego un balón más grande, yoga avanzado.
A lo largo de la terapia, los músculos le temblaban, los muñones le dolían y sangraban, señales de que estaba haciendo bien el ejercicio. Todavía no se acostumbra a vivir con ese ardor muscular que lo acompaña al caminar, al subir escaleras, al sentarse. Diez años repitiendo los mismos ejercicios —con pequeñas variantes o ajustes— con otros militares, jóvenes y viejos que olvidan cómo doblar las rodillas para recoger algún objeto, cómo dormir con la prótesis al lado de la cama, cómo caminar sin imaginar un campo minado a punto de llevarse cada uno de sus pasos. Casi una tercera parte de una vida esculpiendo un cuerpo a martillazos. Durante estos años giró sus rodillas de tal manera que sus piernas formaban un triángulo perfecto. Durante años no vio un uniforme militar fuera de ese hospital con apariencia de gimnasio.
A lo largo de la terapia, los músculos le temblaban, los muñones le dolían y sangraban, señales de que estaba haciendo bien el ejercicio. Todavía no se acostumbra a vivir con ese ardor muscular que lo acompaña al caminar, al subir escaleras, al sentarse
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Ángela María Báez es psicóloga del grupo de trauma del Hospital Militar y repite una palabra con insistencia: resiliencia. “Esa es la clave: resiliencia”, recalca. Resiliencia es la capacidad de doblarse pero no quebrarse.
En su oficina en el octavo piso de la torre número dos, Báez bebe su café oscuro sosteniendo su taza con dos dedos. A veces se molesta con sus pacientes, pero entonces trata de entender y piensa que para ella es muy difícil ver su estado mental y su padecimiento.
Uno de sus primeros pacientes fue el soldado Mena, un militar raso internado en una sala improvisada en el batallón militar en Medellín. Una tarde, el soldado Mena tomó una ametralladora convencido de que la guerrilla se había tomado el batallón. Decía que defendería a sus compañeros y le apuntaba a todo lo que se moviera. Las personas que estaban en ese lugar, militares y civiles, se cubrían con lo que encontraban a su paso. La posibilidad de que una escuadra guerrillera se tomara el batallón era imposible. Aunque para el soldado no era así. Era un negro fuerte que había llegado a la guarnición militar para recibir atención por el shock que le generó ver morir a casi todos los soldados de su unidad durante un cruel combate en el departamento de Chocó, frontera con Panamá.
Cuando Báez ingresó a trabajar en el Hospital Militar, varios pabellones de salud mental estaban en condiciones precarias: los hombres estaban cerca del armamento y veían los entrenamientos de sus compañeros de tropa en alguno de los patios del hospital. Varios decidieron lanzarse desde el piso más alto de esta torre. Por ahora, su misión es ajustarlos emocional y socialmente.
—Nosotros analizamos algunos factores claves: su familia, su crianza, su entorno, sus estudios, su formación educativa —dice Báez, y añade que también es importante hacer terapia con su familia.
—Para sobrellevar la pérdida, supongo.
—Sí, cuando sufren la pérdida de una parte de su cuerpo o sus compañeros de lucha, los militares deben hacer un duelo: puede ser sobre el dolor físico, el psicológico.
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Un médico alemán, Herman Oppenheim, decidió conocer más de las neurosis traumáticas de los soldados que regresaban del frente de batalla a finales del siglo XIX. Después de hacer comparaciones, revisar historias clínicas y aventurar estudios neurológicos, el alemán concluyó que los síntomas por estrés postraumático (TEPT) se presentan por situaciones que quiebran la vida de una persona: catástrofes naturales, suicidios fracasados, violencia familiar, horrores de guerra.
Según la Revista Colombiana de Psicología de la Universidad Nacional de Colombia, para diagnosticar el TEPT se requiere la presencia de tres síntomas: 1. Evocación reiterada del evento traumático. 2. Reducción de la respuesta a estímulos. 3. Aumento de la vigilia, pesadillas, insomnio. En el estudio se menciona que algunos veteranos de guerra diagnosticados con TEPT consumen con mayor frecuencia y avidez alcohol y drogas, presentan síntomas de ansiedad como el insomnio, depresión y se tornan irascibles.
Los casos más conocidos de estudios psiquiátricos llegaron con las guerras mundiales. En la primera se empezó a hablar del “shock de las trincheras” y “las neurosis de combate”; en la segunda, se intentó buscar el origen del mal.
El psicoanalista Sándor Ferenczi —colega de Freud en el Congreso de La Haya— demostró que las neurosis de guerra tenían un origen psíquico y no orgánico. Algunos soldados quedaban paralizados al recordar el evento traumático: un obús que pasó sobre su cabeza, una granada que explotó cerca de su trinchera, los cadáveres petrificados por el gas. Ferenczi explicó que la guerra era, sencillamente, la contingencia en la que se detona una histeria conversiva; es decir, traumática.
Después, las cosas serían peores.
A finales de 1945, cuando la segunda guerra concluyó con la derrota de Hitler, veintidós criminales de guerra nazis debieron enfrentar un juicio en la ciudad alemana de Nüremberg, cuna del nazismo. Entre ellos estaban Rudolf Hess, Alfred Rosenberg (filósofo del partido nazi) y el más astuto y dominante de todos, el mariscal del Reich y jefe de la Luftwaffe, Herman Goering. Para asegurarse de que los cautivos estuvieran mentalmente sanos y preparados para enfrentar el juicio, el ejército estadounidense envió a Douglas M. Kelley, un joven y ambicioso psiquiatra militar, quien se propuso aprovechar la oportunidad profesional de su vida: descubrir en estos prisioneros el rasgo psicológico que marcaría su diferencia con el resto de la humanidad.
Kelley encontró que los altos mandos no eran monstruos, al contrario, varios de ellos crecieron sin la protección de una figura paterna y se refugiaron en el alcohol y la mediocridad hasta que conocieron a Hitler, se vincularon a su proyecto y lo convirtieron en el eje de su universo. Cuando el führer decidió quitarse la vida en su búnker, se quedaron sin opciones, su vida se fue por el despeñadero. La condena de los jueces del tribunal de Nüremberg a la cúpula sobreviviente del nazismo fue la muerte en la horca, aunque algunos, como Goering, se suicidaron antes de subir al paredón.
Algunos soldados quedaban paralizados al recordar el evento traumático: un obús que pasó sobre su cabeza, una granada que explotó cerca de su trinchera, los cadáveres petrificados por el gas
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—¿Cuándo establecen que su paciente presenta TEPT?
—Es un proceso, porque los síntomas afloran durante el primer año después de la situación traumática: irritabilidad, dolor, pesadillas —explica la doctora Báez, y hace una acotación importante—: acá nadie entra con TEPT. Hay una junta médica integrada por los especialistas que atendieron al paciente, donde se decide si presenta o no estrés postraumático.
—¿Hay casos en los que no hay resiliencia ni aceptación?
—Sí, hay casos, pero son la excepción. Depende de la respuesta al programa y la medicación. Algunos prefieren estar muertos que verse sin un brazo o sin sus piernas.
—¿Y el deseo de venganza?
—Es apenas natural. La clave es que la persona tenga estrategias para lograr la aceptación, el duelo. Si hay venganza es con la vida, con su familia, con ellos mismos.
En 2015, se hizo la Encuesta Nacional de Salud Mental (ENSM) realizada por un grupo de psiquiatras de la Universidad Javeriana. El diario El Espectador, con el apoyo de la Universidad de Sabana y la Beca Rosalynn Carter para Periodismo en Salud Mental, publicó una serie de reportajes sobre este tema. Hay uno que se relaciona con la guerra y sus secuelas psicológicas. Juan Camilo Maldonado, director de contenidos de la alianza periodística Liga contra el Silencio, explora en el reportaje Colombianos, ¿programados para ser indolentes? las razones por las que les cuesta trabajo reconocer emociones negativas en las otras personas. Los resultados son preocupantes: el 95% de los encuestados reconocieron la emoción de la alegría, el 66% identificó rostros neutros, y el 55% la sorpresa. En las relaciones negativas el 20% reconoció rostros de miedo, el 22% de asco y el 28% de tristeza. “Psiquiatras, educadores e investigadores intentan responder si esta falta de empatía nos empujó a la guerra o es su resultado”, dice Maldonado.
La cifra me queda dando vueltas en la cabeza. Por esa razón le pregunté a Ángela Báez si es complicado que los militares reconozcan el dolor que padecen. Qué tan difícil es que ellos “se quiten el uniforme” y dejen a un lado su honor militar. Ella toma un sorbo de su café negro, después huele la tasa que sostiene aún con dos dedos.
—Los militares están entrenados para episodios de angustia, estrés y violencia —dice Báez, y añade—: pero si les quitamos el uniforme, qué queda… un ser humano con reacciones y mecanismos de defensa, vulnerable y único, como tú y yo.
Ángela Báez y los otros doce psicólogos del grupo de trauma están especializados en la escuela cognitiva conductual. Hay dos características que la definen: su modelo de la naturaleza humana y su metodología, que es, justamente, la conducta verbal: lo que la persona cuenta de sí misma, lo que cuenta, cómo lo cuenta, la gente que rodea su relato, pero al final lo importante no es el contenido sino la función. La narrativa le da el paso a la conducta verbal, y a través de esta a sus valores, su vida, su formación, el modelo de familia que conoció.
Báez termina su café oscuro y dice:
—El paciente tiene un pasado que se impone y una forma de ser que lo caracteriza.
—¿Cuánto tiempo demora un combatiente en ajustarse mentalmente? —le pregunto.
—Cada persona es un universo, el tiempo es la clave en la intervención de la persona. Si está más tiempo con nosotros mucho mejor.
Es un proceso, porque los síntomas afloran durante el primer año después de la situación traumática: irritabilidad, dolor, pesadillas —explica la doctora Báez, y hace una acotación importante—: acá nadie entra con TEPT. Hay una junta médica integrada por los especialistas que atendieron al paciente, donde se decide si presenta o no estrés postraumático
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Días antes del plebiscito del 2 de octubre de 2016, en el que los colombianos respaldarían o no lo pactado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, el expresidente uruguayo Pepe Mujica advirtió que si Colombia votaba No a los Acuerdos quedaría como un país esquizofrénico. Un país navegando a gusto por su Sombra, como Carl Gustav Jung llamó a la dimensión más profunda de nuestro inconsciente colectivo.
Estoy en el consultorio de Claudia Sánchez, psiquiatra del Hospital Militar, en la clínica La Inmaculada de Bogotá. Ella atendió a los militares y policía liberados en la Operación Jaque, que se considera el golpe más duro que el Estado le ha dado a la guerrilla, pues rescató en la mitad de la selva a los secuestrados más preciados que tenían las Farc: la excandidata a la presidencia Íngrid Betancourt, tres contratistas norteamericanos y una docena de oficiales de la policía y el ejército que habían sido retenidos desde finales de los noventa. Sánchez, que está vinculada con Sanidad Mental del hospital desde 1994, repite una frase que a medida que conversamos se llena de lógica y sensibilidad: “Donde hay un ser humano la complejidad es total”.
—¿Usted cree que somos un país esquizofrénico, como lo advirtió el expresidente Mujica antes del Plebiscito de 2016?
Ella responde, después de mirar el techo unos segundos y fijar su mirada en mi rostro, que somos una sociedad bien particular, heredera de odios, que prefiere ahogar las penas antes que enfrentar la realidad.
—Colombia es un paciente con profundas ficciones personales y colectivas, carga una sombra caótica y demente, pero es el mundo que vivimos. Sus delirios son tan serios y fantásticos que a veces nos cuesta escucharla.
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Al suboficial Carlos León no le gusta hablar mucho de la paz, se molesta un poco cuando le propongo el tema de los falsos positivos o el asesinato sistemático de guerrilleros reinsertados y líderes sociales, que hoy han marcado el pulso de las redes sociales en Colombia. Dice que debemos confiar en Dios, exorcizar los demonios, que en su caso tiene nombre y hasta seudónimo: Hernán Darío Velásquez, más conocido como ‘El Paisa’, el exjefe de la Columna Móvil Teófilo Forero, una de las unidades más violentas de las Farc que sembraron en la Orinoquia y el sur del país miles de minas antipersonales. León pisó una de estas minas en marzo de 2010, le voló la pierna izquierda y lo dejó inconsciente, salvó su vida de milagro. Aunque es aguerrido y firme, habla de Dios, que siempre está cerca de estas cosas.
—¿Le parece que Dios estuvo enojado con usted?
—Al comienzo creí que sí estaba enojado.
—¿Luego?
—Luego, nada. Seguí adelante.
—¿Pensó en vengarse de sus enemigos?
—Sí, creo que es algo inevitable. Estuve furioso. Luego decidí seguir adelante, concentrarme en salir del agujero.
—¿Ha pensado en perdonar a sus enemigos?
—La guerra es la guerra. Ahora lo que quiero es curarme. Por eso estoy en este pabellón. Después veremos…
Lo primero que el suboficial hace cada mañana después de despertar es ponerse su pierna izquierda con naturalidad, la misma con la que cualquier persona se pone su camisa o ajusta el cinturón de su pantalón. Es, si lo miramos bien, un hombre obligado a levantarse con el pie derecho. Después de terminar sus estudios de administración en la Universidad Militar quisiera tener su propio negocio. Construir un proyecto de vida fuera del Ejército. León lo cambiaría todo por un trabajo estable. Le gustan los proyectos a largo plazo, es la única manera de poder planear los días que vienen, soslayar los que pasaron. —Abriría un negocio de computadores y envíos, eso lo usamos todos—dice, y la cara se le llena de brillos.
—¿Cuánto dinero cree que necesita para abrir el negocio?
—Unos diez millones de pesos [un poco más de 2.000 dólares].
Ese sería el pago equivalente de cinco mesadas de su pensión como veterano del Ejército. Una suma por ahora imposible. Y dice que su vida tomaría un rumbo, alejarse de cualquier circunstancia adversa que signifique despeñarse.
—¡Imagínese, un negocio así! Todo cambiaría para bien. Al menos, para comprar un carro y dejar de usar Transmilenio parar asistir a las terapias —dice Carlos León, que por primera vez alza la voz y habla del futuro, se entusiasma un poco. Entonces el médico Ricardo Uribe lo llama. Al rato, cuando vuelve a la pasarela azul donde conversamos, saluda a otros militares que hacen trabajos de pesas y en los pasamanos. Y recupera su tono de ilusión.
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