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Venezuela, urgida de preceptores

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Trato de imaginar el día después del calvario que sufrimos los venezolanos. Lo añoro como utopía realizable, la que no tenemos, pero puede alcanzarse con fe y trabajo.

Soy un convencido de lo inevitable, en la hora, a saber, la miopía de nuestro pueblo. No puede pedírsele mirar más allá o tapar sus oídos del ruido de sus estómagos, que semejan una banda marcial de pueblo ruidosa y desafinada, con ejecutantes huérfanos de ánimo.

Pero las mentes más perspicaces –me refiero a los preceptores, líderes verdaderos, no a quienes usan la patria como botín o para tareas narcisistas– han de superar ese ruido, y otro distinto. Me refiero a los que sueñan con la forja de una democracia moral, profunda y madura, aun presas por lo pronto y en las trincheras de los disparos de la represión instalada en el poder, anegados por el dolor y el llanto de las muchas víctimas.

Asumir ese desafío es crucial para aprender de nuestra historia. Y para evitar los arrestos fanáticos de quienes mal digieren las partes de esta o se consuelan, mirándose en sus espejos, con cazar a quienes creen culpables de sus desgracias, para empalarlos.

“Después de un fracaso… cada cual, o su defensor, intenta echarle al vecino la mayor culpa”, recuerda José Gil Fortoul.

En un instante agonal y pretérito de la patria, como el actual, Miguel José Sanz le dice a Francisco de Miranda, el Precursor, en 1812, que, si bien a nuestro territorio lo ocupan y mantienen bajo secuestro los enemigos, “los internos nos hacen una guerra más cruda y peligrosa:… la ignorancia, la envidia y la soberbia… [que] todo lo desordenan y confunden”.

Mientras se suceden las naturales insurrecciones contra la Independencia declarada el año anterior, el mismo jurista que es epígono de nuestra civilidad, Juan Germán Roscio, reclama el castigo severo de los complotados, como lo recuerda Parra Pérez: “Sin esta sangre derramada nuestro sistema sería vacilante”, escribe en carta que dirige a Andrés Bello.

El Congreso, integrado en su mayoría por universitarios, opta, antes bien, por discutir el indulto general. Miranda aboga por los españoles europeos, para ganárselos. Simón Bolívar pide “expulsárseles hasta que España reconociese la Independencia”. Cae, pues, la Primera República. La sangre entre hermanos se derrama a borbotones, sucesivamente, durante una década y algo más.

Al término, el padre Libertador, en 1827, gime ante su tío Esteban Palacios. Le pregunta, ¿dónde mis hermanos y mis sobrinos, acaso muertos y enterrados en sus casas? ¿Dónde está Caracas, tío? Y se responde, casi contrito, escandalizado, ¡Caracas no existe! Trescientos años de historia se han ido al abismo. Nace un país sin memoria, con tierra y sin gente, atado al mito de Sísifo.

Surge la Gran Colombia, hija del tesón de Bolívar, es verdad, pero los odios –los que se cuecen y hacen exponenciales en las hornillas de todo infierno– originan luego el frustrado magnicidio del que este será víctima, en 1828. Era ya un fogueado estadista, a quien el general Rafael Urdaneta y sus colaboradores le reclaman no sancionar la impunidad. Bolívar prefiere que el Congreso indulte a los conjurados, si bien al término, por lo dicho, morigera las penas él mismo.

Le perdona la vida al coronel Pedro Carujo, exilándole; antes de que, más tarde, este escupa a la cara de nuestro sabio gobernante José María Vargas, para decirle que la patria es de los valientes, no de los justos como lo predica. Y le perdona la vida al general Francisco de Paula Santander, dándole de baja. Está sorprendido, ahora, de que los odios hubiesen llegado a tanto como “atraer sobre el país la anarquía y la desolación”. Un testigo de excepción, el general Posada Gutiérrez, deseaba que el Libertador salvase su gloria. Se retirase con honor y dejase en manos del citado Congreso el perdón absoluto que imaginaba al principio. No fue así. La Gran Colombia se desmorona.

Separada Venezuela, su primer presidente, el general José Antonio Páez, a través de Francisco Xavier Yanes, presidente que fuera del Congreso de 1811 y del Congreso de Valencia de 1830, exige a los líderes de Cundinamarca purgar de su territorio al responsable de los males que sufren sus compatriotas: Bolívar. No pasarán 14 años sin que sus victimarios de entonces recojan sus palabras. Lo traen con honores al suelo que lo ve nacer, para cerrar las heridas. Intentan darle forma y realidad a la nación que seríamos, olvidando los agravios.

Empero, las traiciones recurrentes entre los gobernantes sucesores, ahora cultores del bolivarianismo, se hacen rutina. Y eso explica el argumento postrero de Rómulo Betancourt, necesario para la forja de una verdadera democracia, fundada en la justicia, pero no en la venganza. Lo arguye en 1964.

“No faltan opiniones en el sentido de que sería más cómodo y más expeditivo para mí como jefe del Estado escoger mis colaboradores” sin respetar la coalición con Rafael Caldera y Jóvito Villalba. Y agrega: “[Ella, que es entendimiento, cese de enconos] ha significado y significa la eliminación de ese canibalismo tradicional en nuestro país…, en los limitados intertulios (sic) democráticos de una historia dominada por déspotas y dictadores”; en otras palabras, tomada por hombres soberbios, quienes, sintiéndose optimates, se niegan a corregir sus propios juicios, practican la democracia al detal, prosternan el sentido común.

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