Una guerra comercial entre los dos titanes planetarios, China y Estados Unidos, arriesga la economía mundial entera, no cabe duda. Ya todos se están adelantando a cuantificar las pérdidas más allá de aquellas empresas afectadas en primera línea por el anuncio de Donald Trump de imponer aranceles a las importaciones chinas.
El problema no es únicamente comercial, aunque de cara a terceros lo notorio sea una subida importante de aranceles de lado y lado. Donald Trump impone tarifas a una cuarta parte de las importaciones de China por 50.000 millones de dólares, y China, de su lado, responde incrementando aranceles a una lista de bienes, como granos de soya, vehículos y whiskey, que a su vez representan unos 34.000 millones.
El ambiente se ha seguido caldeando ya que en Norteamérica una nueva amenaza alcanza ahora 200.000 millones en aranceles, y, por su lado, China anunció que tomará medidas de orden cuantitativo y cualitativo en contra de su contraparte americana. El asunto tiene un importante componente de protección de la propiedad intelectual, un tema en el que China se ha distinguido por violar toda normativa internacional, de eso no hay duda. Pero el caso es que, de cara a cada agresión norteamericana disfrazada de un velo de sensatez comercial, en Pekín responden de manera serena pero contundente, ampliando el radio de acción a otros sectores.
La consecuencia de los desentendimientos entre los dos grandes es una paralización de los compromisos comerciales en todos los países del planeta, el retraso de los embarques en los puertos y los terminales de carga aérea y la reducción de los pedidos y retraso en las inversiones. Todo por pura prudencia.
Pero el presidente americano no se detiene ante lo que él considera un desafío intolerable: el irrespeto de China de las reglas de propiedad intelectual e industrial y la violación de la normativa que impide la competencia desleal. Trump irá más lejos ahora y, en concordancia con ello, acaba de anunciar la creación de una fuerza especial para tratar como un asunto de seguridad nacional la incursión de China en el terreno de la exploración espacial así como en la robótica. De la misma manera, la total exclusión del país asiático de nuevas inversiones en suelo americano o de las coinversiones con americanos está prevista por el Tesoro estadounidense, en lo formal, para esta semana.
Es claro, pues, que estas medidas están encaminadas ahora a obstaculizar el plan de desarrollo “Made in China 2025”, que justamente aspira a alcanzar la primacía china en 10 sectores de actividad totalmente coincidentes con los objetivos de Trump en su programa “Let’s make America great again”.
El frenazo chino ya se ha hecho evidente. Un artículo del Financial Times de esta semana daba cuenta de una caída de la inversión china en Estados Unidos en el primer semestre de 2018 tan alta como 90%. Hagamos memoria de que en 2016 el gigante de Asia cruzó el récord de 46.000 millones de dólares dedicados a inversiones, lo que Washington registró, en su momento, con beneplácito.
Ahora las actuaciones de China, en muchos de los campos económicos, están siendo consideradas por el equipo del presidente americano como temas de seguridad y, bajo ese prisma, se orientarán sus relaciones futuras. Es aún temprano para imaginar en lo que redundaran estos desencuentros entre titanes. Lo que sí es cierto es que el mundo será impactado por ellos y quién sabe si, como consecuencia de las alineaciones que se armen en torno a esta escisión, estará surgiendo un nuevo orden de cosas en lo internacional.
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