«Dante escribió la Divina Comedia en el siglo IV
y fue descubierto, realmente, a finales del VII» (F. R.)
Francisco Rivera impactó a una profesora que, procedente de Bélgica, se propone elaborar su tesis doctoral en Literatura Venezolana. Tendrá que defenderla, próximamente, en la Universidad de Louvein. Con mucha propiedad y en fluido francés, Rivera debatió con la estudiante belga.
«Es muy inteligente tu amigo» –me confidenció Yasmín Vandorpe, en la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes-. «Habla un elegante e intelectual francés».
Rivera forma parte [con Lovera De Sola, Sucre, Santaella, Liscano] de no más de diez críticos literarios venezolanos con suficiente cultura y talento de exportación. Entre sus libros destacan: Inscripciones (1981) y Ulises en el laberinto (1983).
El bienfamado docente vino a Mérida invitado por el Instituto de Investigaciones Literarias «Gonzalo Picón Febres», donde expondrá sus anotaciones sobre la vida y obra del escritor Oswaldo Trejo [Premio Nacional de Literatura, 1988].
―¿Qué motivos pudo tener Trejo para [después de producir una novela lineal como También los hombres son ciudades] volverse exclusivista, impenetrable casi, textualista o experimental mediante Texto de un texto con teresas? –lo interrogué en el curso de una larga conversación que tuvimos, en el Hotel Park-. Te advierto que Oswaldo, personalmente, me negó que hubiese cambiado su estilo.
Rivera sonrió primero y ulteriormente endureció sus facciones para formular:
―Hay, definitivamente, un cambio muy radical entre cómo está redactado [no concebido] También los hombres son ciudades con respeto a todo lo demás de Trejo. Porque, fíjate que, luego de esa novela, lo que viene es Andén lejano, donde ya se percibe una transformación. Como lector, tienes razón y no Oswaldo. Me preguntas por qué llegó a eso. Mira, Alberto, es muy difícil descubrirlo […] Sólo él lo sabe.
―¿No habrá sido consecuencia de una gran decepción?
―Creo que pasó algo en la vida de Oswaldo Trejo, muy profundo, que no podemos captar y que lo obligó a desligarse de su estilo tradicional. También los hombres son ciudades estaba planeada como una vasta novela. Pero, quedó, finalmente, trunca: el lector no sabe qué ocurrirá con esos personajes. Vendrían sus viajes a Europa, allá cambió.
―¿Es válido el textualismo aun cuando esté viciado de narcisismo?
―No sé por qué calificas narcisismo a eso, Jiménez Ure.
―Porque pienso, Francisco, que nada de cuanto yo produzca debe tener por único propósito mi goce personal. Soy un creador en tanto mis ideas sean percibidas por otros. El narcisismo escritural es inaceptable en un mundo habitado por más de una persona. Como el amor, la literatura surge para prodigarse.
―Pero el caso de Oswaldo no está relacionado con tu discurso. Simplemente, la enfermedad de su madre [reflejada en Andén lejano, y una situación tremenda que vivió en Nueva York-1949, cuando doña Helvia moría durante una intervención quirúrgica, lo traumatizaron]. Ello, tal vez, lo condujo buscar otras formas expresivas. No se trata de narcisismo.
De repente, sentí que no era lícito insistir en algo que [probablemente] no logré discernir con exactitud. Claro, Rivera delimitaba la temática del narcisismo escritural mientras yo, bajo vetusta e imperfecta práctica de la Mayéutica, fundir el afán de impenetrabilidad en la creación literaria al goce onanista.
―Eres un crítico cuyas sentencias son de difícil refutación –proseguí-. ¿Qué opinas de los narradores que, por exigencias de las empresas editoriales que solo están interesadas en vender libros, declinan para ser publicados? ¿Qué sucede con la literatura venezolana? ¿Por qué nuestros críticos suelen, igual, promover lo fatuo?
―Yo diría que no solamente lo que afirmas ocurre en el ámbito de la literatura venezolana –dilucidó Rivera-. Es un fenómeno mundial. Existe una literatura de expresión personal, artística, que ya no interesa porque a las personas lo que les gusta es mirar la televisión. El escritor que siente la necesidad de expresarse [narrar] se topa con ese gran obstáculo: las editoriales quieren vender.
―Entonces, ¿por qué no promueven los shorts stories que los norteamericanos han llevado exitosamente a la industria de la televisión?
―Actualmente, les interesa más la novela populachera. La tragicomedia. Autores equiparables a Corín Tellado.
―Ante ello, en tu condición de crítico exigente, ¿cómo te afecta eso?
―Siento una desesperación total, y me refugio en los grandes clásicos de la literatura universal.
―Algún día, ¿no claudicarás también?
―¿En qué sentido?
―Tu desconocida vocación narrativa, no ensayística. Supe que escribes una novela. Si ese texto no está concebido para satisfacer a mucha gente, ninguna la leerá.
―No la leerán, cierto: no la publicarán.
―No existirá, Francisco. Recuerdo al sacerdote y filósofo George Berkeley. Supo describir, incomparablemente, situaciones como esas. Afirmó que ser o existir es igual a ser percibido: máxima de la cual deduzco que no si no te publican no existirás.
―Es una situación que ni tú ni yo podemos remediar. Si escribes una novela parecida a las de Mann, Proust o, quizá, Faulkner, estarás, de todas formas, condenado a no interesarle a nadie. De lo que se trata es de resignarnos. Mi novela no será, posiblemente, leída.
―Hay algunos casos como Ramos Sucre [quien poco interesó en vida] que devinieron en excepciones. En la actualidad es bastante leído y difundido internacionalmente.
―Ramos Sucre no fue un novelista.
―Lo sé, amigo: me refiero a la literatura en general. Te hablo de la posibilidad o no de ser leído, apreciado, difundido o ignorado por causa de específicos modos escriturales. En los géneros de la poesía, ensayo, drama, sátira, et. Cuando no son complacientes. ¿Por qué se equivocan tanto los críticos? ¿Por qué no puedes destacar a un poeta o narrador que tiene talento pero es poco mencionado? ¿Por qué a ustedes no les gustan los riesgos?
―No podemos saber nada. No podemos saber quién es un gran hacedor de literatura. Dante escribió su Divina Comedia en el siglo IV y fue descubierto, realmente, a finales del XVII. Es decir: fue totalmente desconocido durante tres siglos.
Cuando retomamos a José Antonio Ramos Sucre, cuyo descubrimiento atribuí al argentino Tomás Eloy Martínez [que lo exaltó cuando estuvo residenciado en Venezuela], Francisco reaccionó enfático refutándome. Aseveró que el mencionado no fue más que un periodista mediocre.
―Martínez es un oportunista –acusó-. Ramos Sucre fue descubierto por la generación a la cual yo pertenezco, integrada por: Eugenio Montejo, Guillermo Sucre y alguien más […]
Abruptamente, desvié el tema hacia el de los grupos literarios cuyas poses [desde siempre] he combatido. Cuestioné el destino final de El Techo de la Ballena, fundado por revolucionarios hoy convertidos en funcionarios culturales. También a Tráfico. Irrumpieron escandalosamente contra lo establecido para [casi de inmediato] plegarse a lo que cuestionaban. No fueron ni serán sinceros.
Francisco se mostró parco ante mis disquisiciones y, parco, enunció:
―Es comprensible que, cuando son jóvenes, los escritores irrumpan contra lo establecido. Anormal sería si se mantuvieran eternamente rebeldes.
Nuestro diálogo se prolongó excesivamente, y no creo conveniente transcribirlo íntegramente. Cruzamos pareceres sobre autores como Gabriel García Márquez y Salvador Garmendia, observados y oídos por la tesista belga. Francisco Rivera fustigó, durísimo, la obra del premio Nobel colombiano calificándola de insignificante. En cambio, disertó elogioso respecto a las novelas de Salvador.
Ellos discutieron amistosa pero vigorosamente, esta vez en español. Yasmine defendía a García Márquez. Rivera cuestionó a los europeos, de quienes atrevió decir que son muy ignorantes.
@jurescritor
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