Por ALFREDO ÁLVAREZ
A finales de los 70 —casi al término de mi carrera en la Escuela de Periodismo en la muy ilustre Universidad del Zulia— fui convocado junto a varios de mis compañeros de aula a formar parte de un proyecto editorial inédito y absolutamente novedoso en la historia reciente del periodismo venezolano. La C.A. Editora El Nacional había culminado la construcción de una espectacular sede para un nuevo diario sembrado en la zona de Los Haticos, en Maracaibo. El monumental edificio, un cubo sólido de hormigón y vidrio, con sótano y puerto, albergaría la edición de Occidente del muy estimado periódico, fundado en 1943 por el viejo Otero Vizcarrondo y su hijo Miguel.
La rotativa ya instalada editaría un El Nacional simultáneo con el caraqueño, para ocuparse así de los problemas informativos y noticiosos de estas regiones del país ubicadas en su occidente extremo y apartadas del centro capital. Para alcanzar su meta, convocaban a un grupo de ansiosos y brillantes periodistas para llevar a cabo semejante proeza. Entre los convocados estaba el nombre del hijo de Néstor y Ana Brígida. Me entregué seducido por lo sustancial de esa oferta y me abracé como un náufrago al honor de participar en esa audacia inflada de talento e inspiración. Allí terminé de descubrir el amor por este noble oficio.
Para ese instante, solamente el diario USA Today y El Nacional habían elegido embarcarse en la aventura de realizar ediciones simultáneas de sus respectivos periódicos. La tecnología más avanzada en la trasmisión de datos se puso al servicio de una redacción ideal e inmejorable. Las tareas iniciales para alcanzar la primera edición fueron coordinadas directamente por dos monstruos del periodismo venezolano como lo fueron Miguel Otero Silva y Ciro Urdaneta Bravo. La selección del personal se realizó de forma coordinada con la Escuela de Periodismo y el CNP, interviniendo en forma determinante los maestros egregios Sergio Antillano e Ignacio de La Cruz, virtuosos artesanos en la formación de periodistas en LUZ.
En una iluminada redacción que miraba al lago de Maracaibo, por cierto, en extremo ruidosa, mágica y memorable, se concentraron enriquecedoras formas de hacer periodismo. Una representada por los veteranos del oficio como Jesús Gómez López, Manolo Silva, Arturo Bottaro, Alonso Zambrano, Argenis Bravo, Alí Ramos, Carlos Frazer, así como un largo etcétera de talentosos y sabios periodistas, con la otra versión de esta historia. Los jóvenes y novatos. Esa fuerza telúrica del saber hacer se mezcló entonces con la vitalidad y la determinación de los noveles talentos del periodismo maracucho, como Marlene Nava, Wilmer Ferrer, Eneida Nava, Sandra Bracho, Oscar Silva, Milagros Socorro, Angel Medina, Henry Fuentes, Víctor Hugo Rodríguez, Omar Machado y otro largo etcétera.
Insisto en que esa fusión de talento y vitalidad nos alentó a escribir páginas memorables en el periodismo de esa década. Pero además de ello, nos permitió conocer de primera mano, de la fuente original, cómo y para qué se debe hacer periodismo. Aun en la distancia, me emociona recordar cómo personalmente el viejo Miguel Otero nos advertía la necesidad de crear historias con la certeza del dato preciso, sin renunciar a la elegancia que nos prestaba el lenguaje de Cervantes. Doce líneas eran suficientes para una nota de primera, y una cuartilla suficiente geografía para abundar en los datos de una noticia. Un verdadero privilegio fueron aquellas valiosas clases.
Ciro Urdaneta era una mezcla extraña de bonhomía y la de un temible tirano de la redacción. Nos enseñó con su encanto que el periodismo no espera y que tampoco era un oficio para necios y diletantes. La urgencia debía ser acompañada con la precisión de los detalles y la elegancia de una historia mejor contada. En una oportunidad —muy sobradito el nene— olvidó las exigencias y recomendaciones de Ciro y maltraté una nota para la primera página. Indignado me llamó a capítulo, destrozó la indigesta nota con un marcador negro, como si fuera un aguzado cirujano. La redujo a lo justo y me increpó severo para preguntarme:
¿Acaso escribiste eso con los cascos?
Ese día aprendí para siempre, y de forma dolorosa, que no debía subestimar al lector, ni tampoco sobrestimar mi condición de reportero. Mi papel y mi rol era el de informar de forma acertada, transparente, clara, ética, moralmente justa, y sin tanto miriñaque. Del viejo Miguel aprendimos que una primera página no debía tener tanto adorno innecesario. Cuando veas una primera plana llena de noticias (más de 10 o 12 nos alertaba, mientras saboreaba un escocés con mucho hielo) seguramente fue hecha por un timorato, un hombre desinformado y muy ajeno al sentir de sus lectores.
Me dijo en una ocasión que un buen reportero debería tener la audacia suficiente para irrumpir como un tifón en una cena convocada por el cuerpo diplomático. Obtener una primicia para la primera plana, lo suficientemente impactante para merecer un título de bandera, saludar cortésmente al anfitrión de la fiesta y retirarse a tiempo, sin ser un molesto moscardón en la paciencia de los invitados. En El Nacional aprendimos que el periodismo tenía que ser divertido, además de todo lo riguroso que se supone el oficio de informar correctamente a tus semejantes.
Había en El Nacional una manera distinta, diferenciada, ingeniosa, mordaz, alertante, solvente, alegre, contundente, relacional, influyente y única de hacer y escribir la noticia. Eso le hizo mucho bien a la conciencia política de los venezolanos, puesto que el diario de los Otero, a decir de unos de sus directores, Ramón J. Velásquez, terminó por ser parte del acervo político de la democracia venezolana. Un todo indisoluble y compenetrado con el pensamiento y la acción de los demócratas venezolanos. Una rueda de prensa no se iniciaba si no estaba presente el reportero del diario, y eso era norma de obligado cumplimiento, muy a pesar de la molestia de los otros colegas.
La experiencia maracucha de El Nacional de Occidente fue defenestrada por la ignorancia y la torpeza medieval, más los atavismos de una dirigencia gremial muy atrasada y prisionera de una ideología impermeable al cambio y la modernidad. Eleazar Díaz Rangel y Alberto Jordán Hernandez condujeron un boicot sindical contra el diario, argumentando que los periodistas no podían transcribir directamente sus textos al área de prensa del diario. Unas modernas (para ese momento) máquinas de edición de textos —las famosas VDT— fueron la manzana de la discordia. Hoy día me pregunto quién en este oficio no procesa y edita sus propios textos para hacer verdadero periodismo, una cosa llamada 2.0.
Muy joven me percaté de que no siempre las mayorías son poseedoras de la razón. También aprendí a desconfiar de esos ídolos con pies de barro que nos habían vendido desde la escuela de periodismo, como esos seres inobjetables, poseedores de una razón inmutable. Ya sospechaba, muy a pesar de mi juventud, que esos dioses de fingida indignación no eran trigo limpio, y menos aún poseedores de la verdad que pregonaban poseer. El tiempo se encargó de demostrar lo equivocado del despropósito gremial de liquidar la vida de un periódico. Hoy día son la antítesis de lo que un momento fingieron ser.
Arthur Miller nos dice que un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. Eso nos enseñó El Nacional a lo largo de dos intensas experiencias profesionales en sus vitales espacios. Cerrado el diario en Maracaibo, el esfuerzo inicial sobrevivió apenas un corto tiempo, lo hizo como una gran corresponsalía condenada a morir de inanición. Corrí libre y mordaz en otros diarios y proyectos editoriales. Crecí profesionalmente y formé parte de la dirección de incontables proyectos periodísticos, muchos de ellos coronados por el éxito para luego ser llamado en 1988 a integrarme al equipo de la edición principal de El Nacional en Caracas.
Fui asignado a la cobertura de la campaña electoral donde resultó electo Carlos Andrés Pérez. Antes había cubierto con ese infatigable tesón que caracteriza las actuaciones de un periodista de El Nacional la fuente de Acción Democrática. Era religiosa la presencia de decenas de periodistas en el CEN de los días lunes, para enterarnos de las decisiones más relevantes del partido de gobierno. En esa desenfrenada jauría yo era uno más de ellos. Combatíamos con heroica fuerza y determinación por las primicias de ese día. Al llegar a la redacción se combatía con más fuerza aún por el sitio de nuestras informaciones en la edición del día siguiente. La pelea era a muerte.
No era fácil. Allí estaban los más notables reporteros del diario custodiando sus habituales centímetros columna, con una severa determinación a no permitir ser desplazados de una página impar abriendo duro a 3 columnas a un espacio reducido y jerárquicamente disminuido. Listos y decididos aguardaban Cayetano Ramírez, Alba Sánchez, Polo Linares, Roberto Giusti, Aquilino José Mata, Agustín Beroes, Ludmila Vinogradoff, Mario Villegas, Héctor Landaeta, así como cientos de talentos adicionales cuyo nombre no cabrían en esta nota. Allí estaban para atajarte en tu último y más decidido esfuerzo por alcanzar la efímera gloria por la publicación de una buena nota.
Estar allí, en ese olimpo de periodistas, era un privilegio de dioses. Confrontarse a diario era una rutina necesaria y estimulante, que daba inicio al amanecer indagando los sitios donde los políticos y la noticia departían desde temprano y concluía con el cierre de la edición, cercana a la medianoche. Llegar a escribir tu primicia y salir de nuevo en busca de más alicientes informativos era un tío vivo en constante aceleración.
Observar el proceso de elaboración de una primera página era un deleite didáctico y formativo. Sobre todo por el público concurrente. Normalmente el coro de auxilio, que decidido apoyaba el trabajo de cerrar la primera, estaba conformado por Manuel Caballero, José Ignacio Cabrujas, Juan Nuño, José Ramón Medina, Martha Traba, Arturo Uslar Pietri, Héctor Silva Michelena, Jesús Sanoja Hernández, Ludovico Silva, y pare usted de contar. Tropezar en un pasillo del diario con el artista del momento, el deportista más destacado o el político más notable era un acto habitual y corriente. El Nacional era una ventana a través de la cual se observaba el país y allí estábamos nosotros para contarlo.
Ese vértigo nunca se detenía. Tanto así que el día en que nació mi hija Ana María se aprobó una investigación contra el expresidente Jaime Lusinchi y yo estuve hasta el final escribiendo la crónica y los efectos de la noticia que abría las puertas a un antejuicio de mérito contra un expresidente. Llegué tarde muy tarde a la clínica Leopoldo Aguerrevere y la historia la cuenta hoy mi hija, quien ya me regaló un bello nieto llamado Alessandro. Todo por el periodismo.
Concluyo y digo: estar informado es una necesidad vital. Al intercambiar información se operan complejos mecanismos de interacción social que permiten, entre otras cosas, satisfacer un instinto básico en el hombre, quien al “conocer más” de lo que acontece en su entorno puede desarrollar una completa sensación de confianza y seguridad. La información cumple así una función básica en la constitución de la comunidad, crea un sólido sentimiento de pertenencia en las personas, permitiendo organizar nuestras vidas, y nos facilita asumir el control de nuestras decisiones. El periodismo crea la comunidad de intereses y al facilitar la circulación de información, estimula el desarrollo de la democracia.
Esa enseñanza, esa lección de vida sobre la importancia del periodismo para la democracia, me alertó desde siempre de lo afortunado que fui al ser convocado por los promotores de El Nacional de Occidente, y por quienes me llamaron de nuevo en 1988 a cubrir la fuente de política en el diario político más importante del país. En estos oscuros días acaban de estrangular la resistencia de ese periódico patrimonio del país y de América Latina. Cesaron sus ediciones impresas, se apagó el mágico ruido de su rotativa, pero eso solo será un accidente provisional. Renacerá de sus cenizas como un ave fénix.
En el espíritu de todos aquellos que nos formamos en su redacción de Puente Nuevo a Puerto Escondido, bajo la tutela de insignes maestros como MOS, Ciro Urdaneta, Ramón Jota, Mario Delfín Becerra, Misael Salazar Leidenz, Ezequiel Díaz Silva, y otros más, impera la determinación de sabernos portadores de un estilo y una condición profesional para hacer el periodismo que alimenta la democracia y la hace indestructible. Ese que irrita y perturba a las tiranías. Periodismo que hace más que obvia su insondable ignorancia y su lacerante ayuno de talento civil. El Nacional es una escuela donde se forman los más notables ciudadanos y no podrá la oscuridad totalitaria privarnos de ese privilegio. Yo nací en esa fragua, yo sorbí mis primeras letras en la edición dominical de ese diario. Mi padre lo dejaba cancelado en un quiosco cercano a mi casa. Para entonces mi rito de los domingos se iniciaba con una quirúrgica lectura de todas sus páginas, principiando con el Séptimo Día y los reportajes de Juan Manuel Polo. Desde siempre supe que sería periodista.
Ahora, yo también soy El Nacional.
* “Una escuela llamada El Nacional” fue publicado originalmente en el diario El Impulso, el 20 de diciembre de 2018. Se reproduce aquí con la autorización de su autor.
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