Por ADOLFO CASTAÑÓN
El primer libro que leí de Javier Garciadiego fue la serie de retratos titulada Porfiristas eminentes (1). Lo publicó en 1997 Antonio Saborit en su Breve Fondo Editorial. La obra está inspirada en Eminent Victorians, del historiador y biógrafo inglés Lytton Strachey, quien fue amigo de Virginia Woolf y miembro del grupo de Bloomsbury. Diría que Javier es un discípulo mexicano del escritor inglés.
Pienso que para Javier la escritura de este libro ha sido necesaria y que se trata de una obra de síntesis que la cultura literaria mexicana contemporánea necesitaba. Debo decir que esta ocasión es por demás singular: estamos en la Capilla Alfonsina, pero de algún modo podemos decir que este acto se desarrolla dentro del libro y que somos parte de sus letras y de sus escenarios textuales: el afuera es adentro, el adentro está afuera, como en un juego de topología. El ejemplar que he leído ya lo tengo encuadernado con forro de plástico, al estilo de las Obras completas y los Diarios de Alfonso Reyes. Muestra de que el libro ya dio un salto en mi biblioteca.
II.
Ésta es la primera biografía de Alfonso Reyes que tiene en cuenta el caudal de referencias alojadas en los siete tomos de su Diario, además de las correspondencias hasta ahora publicadas y otras obras sobre el escritor. Es un notable esfuerzo de síntesis y conocimiento de la obra, apoyado en el saber del historiador que conoce al dedillo la historia de la Revolución Mexicana y la historia de México, de la que el polígrafo regiomontano forma parte. Es entonces una novedad en más de un sentido y será un libro de referencia obligada para quien aspire a navegar por el mar de tinta alfonsino.
Alfonso Reyes acuñó en 1944 una frase: “El ensayo: centauro de los géneros” (2). Podría decirse que él mismo fue como un centauro: parte animal político y parte cuerpo humano y poético, en cierta medida fauna presa de los instintos y en otra dimensión arquitecto y artista, escritor y poeta: criatura plástica. Centauro híbrido, dionisiaco y apolíneo. La publicación de este “ensayo biográfico” del historiador y académico Javier Garciadiego se da como una ocasión propicia para despertar nuevas perspectivas y valoraciones, a partir del hecho mismo de que este ensayo, no me cansaré de repetirlo, es el primer trabajo de conjunto edificado a partir del conocimiento del Diario y de los epistolarios, entre otros documentos.
Si Alfonso Reyes era, por sus fechas de nacimiento, dos veces Tauro —pues en el horóscopo chino su signo era Búfalo—, Javier Garciadiego es Virgo y Conejo. Esta combinación me parece por demás propicia, pues el signo de la Virgen me parece más que adecuado para el historiador que no carece de la agilidad del emblemático veloz.
Asombro es la primera impresión que se tiene al ver por fin a este Alfonso Reyes en su integridad. ¿Cómo pudo hacer tantas cosas, escribir y leer tanto, ordenar y organizar tanto y tan bien, vivir y desvivirse tanto, este inventor y reinventor de la lengua y en particular de la prosa, en apenas setenta años de vida? La de Alfonso Reyes no es una obra sino una literatura, y esa vastedad ha hecho difícil y compleja su valoración. Además, el autor se fue haciendo un personaje a lo largo de su longevidad. El libro reseñado aquí se ameniza con fotografías del escritor y diplomático en su escritorio, de viaje, con su mascota, para no hablar de las caricaturas y otras prendas iconográficas que lo enriquecen. A ese asombro hay que añadir otro: el que suscita el propio Javier con este libro a la par atlético y monumental.
Hay algo inexplicable en este individuo carismático que atravesó países y épocas, que siempre estuvo en casa (como bien dice Borges), y que todavía dejó fuera de su obra alojada en los tomos de las Obras completas algunos textos que habrá que rescatar en el futuro, como ese ensayo sobre “Horacio” que publicó en la revista Todo (13 de septiembre de 1948 a 20 de enero de 1949), y que por razones poco claras no se integró en las Obras.
Javier Garciadiego hace ver al lector cómo Alfonso Reyes no sólo lloró y lamentó la muerte de su padre sino cómo, poco a poco, fue apoderándose de su cifra trágica para transfigurarla. Es un “ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes”, no un ensayo sobre su obra ni sobre la forma o las formas en que Reyes se fue inventando a sí mismo. No podía ser de otro modo. Habrá que esperar para tener esa otra vida paralela que va de la biografía a la bibliografía, de la vida a los libros.
Por cuestiones de método, Alfonso Reyes se nos muestra aquí más político que escritor, más estadista y gestor que poeta, más organizador que pensador. Lo era desde luego y también algo más. Reyes mismo hizo de su helenismo una suerte de pasaporte que le confería no poca inmunidad en el México al que llega desde fines de los años treinta. Pero eso no significa que su Grecia no estuviese apoyada en Roma, pues ambas culturas están indisolublemente imbricadas, y para estudiar la historia de la Retórica en Grecia había que apoyarse en Quintiliano y en los gramáticos latinos. Homero fue importante, pero la Grecia de Alfonso Reyes estuvo también inspirada en Virgilio y Marcial, Horacio, Tito Livio, Propercio y Catulo, autores que desde luego cita mucho y bien.
El libro se divide en seis partes que recorren las estaciones vitales de Reyes: “El niño de Monterrey”, «Días alciónicos y días aciagos”, “De exiliado a diplomático”, “El periplo sudamericano”, “De civilizador en México”, “La otra decena”, además de la introducción y la relación de fuentes y créditos fotográficos. El común denominador de la vida de Reyes a lo largo de sus días y trabajos fue el exilio, como bien lo hizo ver en su intervención Liliana Weinberg al presentar esta obra. Fue siempre un desterrado, un camaleón, pero también un hombre que, para decirlo a la francesa, no siempre se sentía a gusto en su propia piel. De esa experiencia nace la herida de su poesía, ese desfase explica el Plano oblicuo de su narrativa, siempre un poco desajustada en relación con los valores convencionales. No es fácil definir a este personaje mercurial que desafía las definiciones. De ahí que es tan agradecible la biografía estricta de Javier Garciadiego. Sin embargo, hay algunos aspectos de su perfil que no se encuentran ceñidos en esta red. Uno de ellos es el del autor secreto y licencioso.
A André Pieyre De Mandiargues, el amigo de Octavio Paz que fue a visitar a Reyes, no le interesó tanto el ensayista y divulgador, sino el escritor de miniaturas licenciosas y atrevidas como las del libro Árbol de pólvora (3). Reyes gozó de una fama póstuma no tanto o no sólo gracias a la publicación de la “Oración del 9 de febrero” por Manuela Mota, diez años después de su muerte, sino también a esa otra pieza prohibida que es la “Opereta Landrú”, inspirada en el juicio al asesino serial Monsieur Verdoux, que fue puesta en escena por Juan José Gurrola. Esa operación póstuma realizada por Manuela Mota de Reyes salvó a don Alfonso de sí mismo, lo desvió de ser sólo un guía moral sin ambigüedades y riesgos —políticamente correcto— y lo hizo nuestro contemporáneo.
Javier Garciadiego recuerda que:
… a mediados de 1937 [Reyes] se comprometió a escribir un poema para el homenaje a Federico García Lorca, asesinado unos meses antes a las afueras de Granada. Desde un principio lo pensó como un poema inspirado “indirectamente” en la Cantata a tres voces, con coro y orquesta, de Mozart. La primera versión salió rápido, en cosa de dos semanas y se anunció con el título de “Cantata ante la muerte de Federico García Lorca”, en el programa del recital poético que se organizaría en Buenos Aires y en Montevideo en honor del granadino. En su presentación en Argentina el poema de Reyes fue aclamado “de pie” (p. 276).
Algunos han deducido que este éxito costaría a Reyes su puesto diplomático en Buenos Aires. Pocos saben que Alfonso Reyes y Federico García Lorca tuvieron oportunidad de encontrarse. Javier Garciadiego lo pasa por alto, aunque sí habla de la inspirada cantata que le dedicó Reyes a García Lorca después de su asesinato. Eso sucedió cuando el poeta regresaba a España al cabo de una gira por Argentina; pasó por Río y pudo encontrarse con el mexicano durante unas horas en octubre de 1933. Reyes anota en su Diario, el sábado 31 de marzo de 1934: “Biancamano de Buenos Aires a Europa, pasan García Lorca y Fontanals”. Y Lorca, escribiendo a su familia:
Tengo mucha ilusión de conocer la Bahía de Río de Janeiro, quizá la más hermosa del mundo. Ahora mismo pongo un cable a Alfonso Reyes que está en Río de Janeiro de embajador de México para que salga a recibirme y me enseñe la hermosísima capital de Brasil durante las cinco horas que para el barco.
Y Federico, citado por Pablo Suero en “Crónica de un día en barco con FGL”, entrevista realizada del 12 al 13 de octubre de 1933, afirma:
“¡Qué gran hombre encantador es Alfonso Reyes!”, y líneas antes: “en México me acaban de publicar mi ‘Oda a Walt Whitman’, en una edición primorosa. El gran escritor, embajador de México en Brasil, me lo mostró ahora en Río y de lejos. Han hecho una tirada limitada». (Federico García Lorca, Epistolario completo, edición de Andrew Anderson y Christopher Maurer, Cátedra, Madrid, 1997, p. 769).
Hay, empero, un problema. La citada correspondencia enuncia la fecha de 1933. Creo que debe haber algún error pues el apunte de Reyes es de 1934 y la fotografía de García Lorca, leyendo ante el micrófono de Radio Stentor en Buenos Aires, es del 26 de marzo de 1934 (Federico García Lorca, Obras completas, tomo I, Aguilar, Madrid, 21a. edición, 1980, p. LXXXI).
Esto, en cualquier caso, explicaría la hondura de la “Cantata en la tumba de Federico García Lorca” de Alfonso Reyes, compuesta en 1937.
III
Ésta no es la primera, sino la única biografía de Alfonso Reyes, hasta ahora, que está respaldada por la lectura acuciosa de la obra, del Diario y las correspondencias disponibles. Es también un ejemplo metodológico de concentración, organización y periodización, como ya lo expresó Rafael Rojas en el saludo que publicó el domingo 25 de septiembre de este 2022 en La Razón, con el título “Perfil definitivo de Reyes”.
Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes es un título lapidario que puede ser un arma de dos filos. Me refiero al hecho de que el libro, al hacer el repaso de la obra final de Reyes, pasa por alto lo que podría llamarse su perfil empírico, sensual, sentimental, hedónico y aun licencioso, que redondea la esfera alfonsina y la salva de la ejemplaridad y del didactismo, como ya se dijo arriba. En ese sentido cabría preguntarse si obras como Memorias de cocina y bodega, reseñada por Sergio Pitol, Árbol de pólvora, saludado por André Pieyre de Mandiargues o Landrú, puesto en escena por Juan José Gurrola, nos son ajenos y podemos olvidarlos en vez de olvidarnos en ellos y reinventar a Reyes a partir de esa pánica sensibilidad. De hecho, el Reyes pícaro y ligero no sólo se encuentra en la mención incidental que hace Enrique Serna en El vendedor de silencio y que cita al final Javier, sino que forma parte de Reyes como uno de los personajes de la mitología popular de la vida literaria mexicana. Pongo, por ejemplo, la novela de Sealtiel Alatriste, En defensa de la envidia. Calumnias de amor y de sexo (4) que narra con sabor y picardía la relación entre Alfonso Reyes y Salvador Novo, y que constituye un saludable toque heterodoxo donde se retoca y matiza el legado de Reyes.
Una de las leyendas que emana del espectro alfonsino es su relación con la pintora y actriz Kiki de Montparnasse. Es cierto que ella no lo menciona en sus memorias, pero se conocen diversos textos de Reyes, unos más discretos que otros, que apuntan a la existencia de una historia de amor, y testimonios como el de Luis Cardoza y Aragón en sus memorias:
En México le conté tal encuentro. Olvido si antes o después, me refirió su reciente viaje a París. En el cabaret al cual llegaría Kiki, se sentó en el fondo, de espaldas, frente a un gran espejo que reflejaba la entrada. Ya muy tarde, la vio entrar borrachísima, el copioso alud del maquillaje destartalado. Cuando estuvo atrás de él, Reyes se volvió sorpresivamente y la abrazó. “Fuimos muy hipócritas los dos —me decía sonriendo—. Nos repetimos que no habíamos cambiado”. Gesticulaba enfrente una especie de payaso en derrota, que me besaba y lo besaba. La sombra de la linda muchacha que cantaba en Le Jockey, que Fujita pintó desnuda. Brotaron lágrimas de brandy y de emoción. Supongo que mi descalabro era semejante (5).
A pesar de ser una biografía que correrá, y con razón, como definitiva, la horma de este zapato es desde luego más estrecha que el pie del centauro alfonsino, que tenía mucho de humano y hasta de demasiado humano, y mucho de equináceo político e histórico, como ampliamente muestran los siete tomos del Diario (1911-1957), atento a registrar el paso de los grandes, medianos y pequeños seres y episodios que rodeaban el día a día de su vida. El Diario mismo supondría una historia o historiografía. En sus páginas se alojan diversos tipos de texto: personajes, episodios políticos y oficinescos, tramos literarios, desahogos, borradores de cartas y demás.
Cabría decir que la gran obra de Alfonso Reyes fue él mismo, o dicho de otro modo, fue su Diario, el que ha permitido a Garciadiego hacer esta enjundiosa biografía, y a nosotros alimentarnos literalmente a lo largo de los años con su tinta que se nos ha hecho pan. En el volumen se registran cientos de nombres, muchos de ellos de la propia familia de Alfonso Reyes, que podrían considerarse parte del laberinto en que estuvo prisionero este Teseo mexicano. Rodeado por la parentela de los Reyes, los Ochoa, los Mota, los Ogazón, los Dávila, los Morales, Reyes se hizo a pulso el centro de esa parentela a la que adoptó, ayudó y financió.
Por otra parte, el Diario se convierte en un inapreciable documento de historia social, escrita en tono menor —al estilo de las Historiettes, de Gédéon Tallemant des Réaux, del siglo XVII—, sembrada de comentarios indiscretos, chismosos, susurrantes, poblada de detalles sobre cojos, piernas rotas, enfermedades y otros enojosos datos de la vida cotidiana que el escritor va anotando como si fuese un médico del cuerpo social que le tocó vivir. Con un guiño a la actualidad, diríamos que el Diario corona a Reyes como el rey del cash anecdótico. Esa actividad en la penumbra no podía estar documentada en una obra como ésta. Para decirlo en palabras de Reyes: “¡Es para reír, o para llorar!” (Diario IV, p. 266).
La biografía del regiomontano escrita por Javier Garciadiego no es la primera que él publica sobre el autor ni la primera que se le dedica en general. La primera fue un trazo familiar titulado Genio y figura de Alfonso Reyes, compuesto por su sobrina-nieta Alicia Tikis Reyes. Era por definición un libro familiar y radicalmente empático con el autor y consanguíneo.
La de Javier es prenda de otros saberes y destrezas, en especial el manejo sistemático de las fuentes y la habilidad en la periodización y exposición de la agenda vivida por Reyes. Esa habilidad se palpa en la fluidez de la lectura. Hago votos para que el libro tenga éxito y ojalá que se agote pronto para que la segunda edición pueda integrar un índice de nombres y títulos de obras y acaso una guía concisa de perfiles de personajes principales citados en ella, además de un árbol genealógico de la familia del erudito, que sería muy útil a los lectores para poder orientarse en la selva de la sangre alfonsina.
Una vida misteriosa, marcada varias veces por la tragedia: primero por la muerte sangrienta de su padre y luego por la aparición de lo prohibido que produjo que, en su propia casa, su cuñada se tornara en su nuera por las inclinaciones de ese mimado hijo suyo a cruzar la raya ética ante la mirada estoica de la férrea y magnánima Manuela Mota. Ella es sin duda el gran personaje que, entre bambalinas, custodia la siesta homérica de su amado Alfonso, desvelado por escribir y escribir, levantar pieza por pieza la pirámide de su propia leyenda.
La hija de Elvira Gascón me contó hace unas semanas una anécdota que viene al caso y creo que no se encuentra registrada en el Diario. Cierta tarde se encontraban en la casa-biblioteca Alfonso y Manuela. Después de comer, él subió a dormir la siesta. Ella se quedó abajo mientras él dormía. Advirtió unos ruidos extraños: era un par de ladrones que habían entrado a la casa. Manuela empuñó un cuchillo, tomó un sarape que había por ahí y, en voz baja pero vehemente, poniéndose los dedos ante los labios, les ordenó a los ladrones que se llevaran todo lo que quisieran pero que no hicieran ruido, para no despertar al escritor. Los ladrones —increíblemente— le hicieron caso, y con obediencia se llevaron todo lo que pudieron. Cuando despertó don Alfonso y bajó las escaleras, vio que faltaban algunas cosas y le preguntó a su esposa qué había pasado. Ella le dijo la verdad. Probablemente el escritor suspiró.
No sé si Javier se anime algún día a escribir una biografía de esta leal y secreta compañera que supo hacer suyo el destino compartido más allá de la muerte y que llevó junto con su hijo los apuntes del Diario hasta junio de 1964. Por todas estas razones, y otras no dichas, le deseo éxito a este “ensayo biográfico”.
Envío
En “In memoriam A. R.”, Borges escribió en el segundo cuarteto del poema:
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno (6).
Cierto: como un colibrí o una abeja, Alfonso Reyes polinizó en el curso de su vida cuanto lugar tocaron las plantas de sus pies. Hay que agregar que una vez en México, a partir de 1939 y durante las dos décadas que siguieron hasta su muerte, la resonancia e imantación de sus pasos subrayaron crecientemente su condición de escritor planetario y de lector capaz de salvar las aduanas y fronteras de las lenguas y de las especialidades. Proteico, poético y político.
Todo eso se puede desprender de la lectura de ese documento asombroso que es el Diario (1911-1959) en sus siete volúmenes, y que yo releo como si fueran unas 1001 noches fraguadas por el aliento regio de don Alfonso. Recalco aquí el hecho de que Reyes no perdió el hilo de sus días y lo supo reflejar —sólo Dios puede saber con cuánto esfuerzo— este espejo de su vida en el que se prolonga y ensancha hacia el documento, resuena su obra estrictamente literaria.
De la lectura del “ensayo biográfico” sobre Alfonso Reyes de Javier Garciadiego, Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos, se desprende la visión vertiginosa de un artesano que con su plegaria cotidiana logró levantar una catedral en la que resuena el mundo y la historia.
Ese no desdeñar lo grande ni lo ínfimo hace recordar que Alfonso Reyes consideraba su voluntad como una atmósfera, según le confió a Amado Alonso en junio de 1947. A lo cual éste le responde: “¡Con qué gusto me hace sonreír su carta! No tanto por lo que dice […], sino por ese arte incomparable con que usted se asume en carne y hueso en el filo de una frase. Estilo, hombre” (7).
Ese hombre que se transformó en estilo a lo largo de su longevidad vivida y escrita, publicada y documentada, en su obra, en su Diario y sus cartas, es el sujeto que recrea con musical y “plástica rotundidad” Javier Garciadiego en este necesario ensayo biográfico.
Notas:
1 Javier Garciadiego, Porfiristas eminentes, Breve Fondo Editorial, México, 1997, 167 p.
2 Alfonso Reyes, “Las nuevas artes”, en Obras completas, tomo IX, FCE, México, 1944, p. 403.
3 Pages mexicains, Alain Paul-Mallard (editor), con la colaboración de Sylvie de Mandiargues, Maison de L’Amérique Latine, Gallimard, París, 2009, p. 97.
4 Sealtiel Alatriste, En defensa de la envidia. Calumnias de amor y de sexo, Planeta, México, 1992.
5 Luis Cardoza y Aragón, El Río. Novelas de caballería, FCE, Colección Tierra Firme, México, 1986, pp. 240-241.
6 Jorge Luis Borges, “In memoriam A. R.”, en El hacedor, Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 829.
7 Citado por Luis Fernando Lara, en “El sentimiento de la lengua en Alfonso Reyes”, Boletín editorial de El Colegio de México, núm. 140, julio-agosto, 2009, p. 3.
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