En Barranquilla ya nada está en su sitio, pero, contrario a lo que puede pensarse, eso es algo positivo. Si el movimiento implica desarrollo, es bueno saber que, luego de años de permanecer estática, desde hace dos décadas la capital del Atlántico no ha parado de mutar.
Pero es que toda Barranquilla parecía un sitio olvidado por Dios que estuvo no solo congelada sino abandonada a su suerte durante décadas. Que recuerde, la ampliación de la carrera 51B fue más o menos la gran obra de mi época. Pasaba uno por esa vía nueva que ya no era de dos carriles sino de tres (porque ni siquiera la hicieron de cuatro) y se sentía en una de esas autopistas de las películas gringas. ¿Cuándo empezó a cambiar todo? Muchos coinciden en que fue a mediados de los noventa, cuando la ciudad fue declarada Distrito Especial, Industrial y Portuario, título que no fue solo protocolario, sino que de verdad le dio el empuje que la ha llevado a lo que es hoy.
Donde antes había basureros y calles abandonadas hoy hay museos y construcciones renovadas.
Con los años se empezaron a hacer centros comerciales, pavimentar vías, construir escenarios deportivos, mejorar el puerto y la ciudad empezó a crecer no solo en tamaño sino en mentalidad. De Barrio abajo al Prado y de ahí a Riomar, Barranquilla parecía estar reducida a un estrecho corredor sobre el que giraba todo, pero hoy se expande por los cuatro costados. Y así no haya cambiado su cauce, el río tampoco está donde solía encontrarse. Antes lo teníamos a nuestras espaldas, cada vez más sucio y deteriorado, ahora le baña la cara a la ciudad y está engalanado con el centro de convenciones y el malecón. Lo que antes era un moridero a donde no iban ni los atracadores hoy está abierto y adecuado para quien quiera trabajar, pasear, comer o recibir la brisa del Magdalena.
Y pegado a él, porque Barranquilla es un pedazo de tierra rodeado de agua por donde se mire, están no solo Bocas de Ceniza y el Mar Caribe, sino la Ciénaga de Mallorquín. Hasta hace poco conocida por muy pocos, hoy su nombre se hace popular por ser un proyecto de parque natural de mil hectáreas de agua y manglar, un sitio sin una gota de concreto donde se podrá hacer senderismo o andar en bote y que le dará a la ciudad una salida directa al mar, que no es poco.
Llegué a Barranquilla un miércoles, a las 10:52 de la mañana, en el vuelo 4123 de Latam Airlines. Cuando pedí recorrer la ciénaga pensé que me iban a enviar con un funcionario de la Alcaldía, pero llegó directamente el alcalde, Jaime Pumarejo, lo cual no deja de ser extraño y halagador al mismo tiempo. Que una persona que apenas tiene tiempo para vestirse saque un espacio para mostrarte cómo avanza el proyecto demuestra la importancia del mismo. Ahí, en medio de la inmensidad del agua, y en una lancha conducida por él, hablamos de la ciénaga, sí, pero todo era excusa para que dos contemporáneos hablaran del sitio donde nacieron y la historia que comparten. Ambos coincidimos en que era una locura, viendo hoy cómo ha cambiado la ciudad, que la transformación no hubiera empezado antes y que nos hubiéramos malacostumbrado a la precariedad y el estatismo, a la pobreza y el atraso, a que todos los días anduviéramos en la misma urbe, querida pero deteriorada.
Y así no haya cambiado su cauce, el río tampoco está donde solía encontrarse. Antes lo teníamos a nuestras espaldas, cada vez más sucio y deteriorado, ahora le baña la cara a la ciudad y está engalanado con el centro de convenciones y el malecón.
Bordilleros fue la expresión que usamos en algún momento de la conversación. Los barranquilleros de nuestra época somos bordilleros, es decir, crecimos en la calle y sentados en un bordillo hacíamos todo: hablar, comer, tomar, mamarle gallo a quien pasara, y hasta pelear y enamorarnos. A falta de grandes obras, la vida social se desarrollaba en el andén. Todos éramos familia casi, y a nuestro paso las puertas de los vecinos se abrían para que entráramos y saliéramos cuando quisiéramos. Sabíamos cuándo arrancábamos para la calle, pero no cuándo volvíamos a casa, porque andar por la ciudad era como andar en una jungla sin caminos ni reglas. Salíamos a pie a visitar a un amigo y terminábamos con desconocidos en un carro rumbo a Cartagena. Era bello ese caos, ordenado y lógico en medio de la improvisación.
Recordamos también los carnavales de antes, que pasaban por la carrera 43 y no por la Vía 40, y cómo nos enfrascábamos en guerra de bolsitas de agua, actividad que hoy está prohibida. Hoy todo es más civilizado y reglamentado, más ‘oficial’, y no es que esté mal, es más bien el precio que hay que pagar por el progreso, que inevitablemente te quita las pequeñas cosas para darles prioridad a las grandes. Hoy la gente camina poco por cuenta del clima, se reúne en apartamentos y se la pasa más en un centro comercial que en la calle, mientras que los almacenes de marca y las grandes cadenas han ido desplazando al comercio de barrio. En suma, la Barranquilla de antes era un pueblo con ínfulas de ciudad y hoy es una ciudad con dejos de pueblo.
Con la charla con el Alcalde en la cabeza, los siguientes días me dediqué a andar a ver si daba con la Barranquilla del pasado. Mentiría si digo que no pude reconocerla, pero tampoco puedo asegurar que la encontré del todo; tan solo pudo confirmar, como dije al comienzo de este texto, que en Barranquilla ya nada está en su sitio. Rumbo al centro pasé por la calle 72, uno de sus centros vitales, y llegué al parque Suri Salcedo, donde de niño me subía a unas estatuas y unos rodaderos que ya no existen y que fueron reemplazados por modernos y seguros módulos de juegos infantiles. A pocas cuadras de ahí quise pasar por el restaurante Mediterráneo, un clásico donde pedía siempre lo mismo: el club sándwich. Pues ni Mediterráneo ni sándwich ni nada. al igual que las esculturas del Suri, lo habían borrado del mapa.
Los barranquilleros de nuestra época somos bordilleros, es decir, crecimos en la calle y sentados en un bordillo hacíamos todo: hablar, comer, tomar, mamarle gallo a quien pasara, y hasta pelear y enamorarnos.
Seguí bajando por la ciudad en Transmetro, el sistema de buses de la ciudad equivalente al Transmilenio de Bogotá, y recordé la primera vez que me subí a un bus solo. Tenía doce años y lo hice descalzo porque la idea cuando salí de casa era ir a la tienda de la esquina por una gaseosa, pero, por razones que desconozco, terminé arriba de un aparato de esos para almorzar en la casa de un primo, en un barrio lejos del mío. Suficiente había montado en bus con adultos como para saberme de memoria las rutas. Las identificaba por los colores: busetas blancas y rojas o buses verde con amarillo, eso era todo lo que necesitaba saber para llegar a mi destino. En dichos buses me subí muchas veces después y ellos me llevaron al colegio y al cine, a parques, a fiestas y al estadio.
Como todo, con los años el sistema de buses ha ido mejorando, pero se han ido perdiendo los detalles. Antes brillaban a lo lejos, multicolores y sin letreros que indicaran la ruta que tomaban; elegir uno era cuestión de instinto y costumbre. Te subías y el conductor era el de siempre, así que lo saludabas como si fuera un familiar lejano. A veces te dejaba subir por detrás y te hacía un descuento, en otras ocasiones permitía que te quedaras de ‘bandera’, es decir, de pie en la entrada de la puerta delantera, casi como si fueras su ayudante, y en ocasiones, para devolver el gesto, le ayudabas a cobrar los pasajes. Ibas entonces con la mitad del cuerpo por fuera, más libre que cualquiera y con la brisa caliente dándote en la cara. Era peligroso, pero nadie decía nada porque no lo parecía, solo hacía parte del folclor. Y si entrabas y te sentabas encontrabas una decoración particular: calcomanías y pequeñas estatuas, afiches, luces, guirnaldas, figuras religiosas y ventanas polarizadas; ningún bus era igual a otro y su estética era la firma personal de quien lo manejaba. Incluso podías pedir canciones o solicitar que cambiaran la emisora, como una pequeña discoteca ambulante. Hoy todo es ordenado, con números y letreros electrónicos que indican para dónde va; el conductor va uniformado y ya no es tu amigo, es solo un señor ahí. Es que ni adornos llevan. Barranquilla nunca ha perdido el sabor, pero sus buses fueron domesticados.
El centro de Barranquilla, mi destino final, solía ser nido de puestos ambulantes y aguas negras. Hoy los primeros están organizados en diferentes sectores de la zona y las segundas han sido canalizadas. El famoso Paseo Bolívar no solo se deja andar, sino que se deja querer, y el reordenamiento ha permitido ver construcciones que antes se mantenían ocultas entre las chazas y el mugre. El viejo banco Dugand es una de ellas, un precioso edificio de estilo republicano, famoso en su época por su fachada con ocho robustas columnas. Imponente hace un siglo, los años y el abandono hicieron lo suyo, convirtiéndolo en parte del desorden y el deterioro.
Mira uno bien y la situación del Dugand (o del viejo estadio Romelio Martínez, que de tacita de té pasó a ser casi un orinal público y hoy reluce otra vez) era la situación de la ciudad misma, donde los males crecían sin control. Los arroyos, hoy canalizados en su mayoría, se volvieron cada vez más indomables, dejando a los barranquilleros presos en sus casas o bajo el techo que mejor los cobijara. Al puente Pumarejo, orgullo de su época, también se le vio decrecer hasta que recientemente fue reemplazado por una obra mucho más imponente y funcional. Inaugurado en 1974, contaba con kilómetro y medio de extensión, doce metros y medio de ancho y poco menos de veinte metros de altura sobre el nivel del agua. El nuevo supera dichas cifras con creces: más de tres kilómetros de longitud, cerca de cuarenta metros de ancho y cuarenta y cinco metros de altura. Hablamos de grandes obras de ingeniería, pero también de potentes simbolismos.
A Barranquilla no se va (¿no se iba?) si no se tiene una invitación o una cita puntual. No es como sus vecinas, Santa Marta y Cartagena, a donde gente de Colombia y el exterior va en busca del mar. Eso está cambiando, y carnavales y juegos de la selección Colombia al margen, la ciudad se está convirtiendo en sitio de descanso y de inversión, no solo de paso. Grande alguna vez, caída en desgracia y vuelta a nacer, los barranquilleros hablamos de ella con cariño, orgullo y humor. Repetimos de memoria que es la Puerta de Oro porque por ahí entraron el fútbol, el ferrocarril y la aviación, entre otras novedades, y nos agarramos de eso para hacer chistes sobre cómo en nuestra ciudad pasaron infinidades de cosas por primera vez, así no sean ciertas. “En Barranquilla construyeron el primer edificio con ascensor de Colombia”, o “El primer raspao de cola con leche condensada se sirvió aquí”, todo para terminar muertos de la risa.
Grande alguna vez, caída en desgracia y vuelta a nacer, los barranquilleros hablamos de ella con cariño, orgullo y humor.
Lo cierto es que en Barranquilla pasaron cosas, luego el tiempo se detuvo y ahora están pasando de nuevo, lo que hace que sientas nostalgia y esperanza al mismo tiempo. Una de mis películas preferidas se llama Lady Bird, en ella, una monja le dice a la protagonista, una estudiante de bachillerato de Sacramento, que se nota que ama a la ciudad porque se fija atentamente en lo que pasa en ella, y que ambas cosas, amor y atención, son lo mismo. Yo no me canso de mirar a Barranquilla así buena parte de la ciudad donde me crié haya cambiado. Cuando quiero volver al pasado regreso a mi viejo barrio de la infancia y mientras camino miro con atención no solo mi casa, sino la de mis amigos. Ninguno de nosotros vive ya allí, la vida nos llevó por lugares diferentes, pero la esencia se mantiene en esas pequeñas calles.
Sales de ese cuadrante no mayor a seis manzanas y te encuentras con la gran ciudad que, aunque sigue siendo tuya, es de alguna manera ajena. Y ni siquiera ajena, sino de todos. Gracias a su crecimiento, Barranquilla pasó de ser el tesoro de unos pocos al patrimonio de todo aquel que quiera vivirla.
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