De forma críptica, desviación que de tanto en tanto traiciona a mi escritura, me he referido en mi anterior columna a dos miradas, dos cabezas que, observando a lo venezolano y latinoamericano, mal representan al dios Jano: a pesar de también ofrecer dos caras, una, la de los comienzos; otra, la de los finales.
El año 2019 cierra el ciclo de 30 años que se inaugura con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Luego de aquel surge el aldabonazo de la guerra, prolongación del COVID-19. Por lo que bien podría argüirse que estamos en otros comienzos, luego de unos finales. Y si la imagen la trasladamos a lo nuestro, podría afirmarse que la trágica finalización del interinato de Juan Guaidó –que desnuda los enconos y miserias propios de la política vernácula, cuando se ejerce en los albañales– marca un cierre epocal. Se abrirá otra etapa y, acaso, comenzará al ritmo que esta vez ya marca el mundo de la gobernanza global y sus temas preferentes, que no incluyen a la democracia ni al Estado de Derecho o les banalizan.
De allí que quepan dos miradas solo si reparamos en la dualidad entre dictaduras y democracias, o entre la vida de la república, la que se dispensa dentro de los palacios de gobierno o en las mesas diplomáticas donde se transan los activos patrimoniales del pueblo, y el mismo pueblo, que sobrevive y se alimenta de la basura.
Jano, en efecto, era el dios de las naturalezas opuestas y se dice que abría su templo durante la guerra y lo cerraba en la paz. Mas el caso es que el tiempo que nos acompaña, cuando menos a Occidente y a raíz de las grandes revoluciones tecnológicas que emergen en plenitud desde hace 30 años –la digital y la de la inteligencia artificial– llegan con una carga desestructuradora de lo social y lo humano a cuestas. Su objeto es relativizar la experiencia del hombre, varón y mujer.
Por consiguiente, dándose a Dios por muerto –es el giro de Nietzsche– cede la diferencia entre el bien y el mal, y la moral personal y ciudadana se vuelve colcha de retazos. Y quienes dicen abogar por la libertad y el bien común la buscan y negocian, sí, en una cueva de bandidos; que así califica Ratzinger, el Papa Emérito recién fallecido, al Estado que decidió sobre la vida y la muerte durante la Alemania nazi en el siglo XX.
La naturaleza dual de lo humano y del mundo objetivo, con sus contrastes y oposiciones, como los universales y los particulares, ahora es condenada, junto al binarismo. ¡Y es que la gobernanza digital –inevitable e imperativa– se construye con usuarios y con datos para la formación de sus algoritmos y para el ejercicio del control hacia el que avanza, marchando hacia la escala de la inteligencia artificial! En ella cuentan los sentidos, no la razón o el discernimiento humano, que significa libertad y, en lo ciudadano, convivencia democrática. De allí el casual maridaje entre los patrones de la globalización y los causahabientes del comunismo.
Ha sido oportuna y pertinente, así, la metáfora descriptiva disparada por Lacalle Pou, presidente de Uruguay, en la Cumbre de la Celac. Se refiere a la hemiplejia moral de los gobiernos. Con una mano firman documentos en los que rinden culto a la democracia, y con la otra encarcelan y torturan a sus enemigos. E insisto, ya que me niego al relativismo ético como fundamento de los valores morales, que hemipléjicos no son solo los gobernantes de Cuba, de Nicaragua o de Venezuela. Es hemipléjico, igualmente, el de El Salvador, con un dictador millennial a la cabeza.
Vuelvo entonces a las esencias de mi artículo anterior. Me refería al «monagato», una de las dictaduras que padeciese la Venezuela de mediados del siglo XIX, para extraer enseñanzas útiles o para describir lo actual a la luz de esas enseñanzas del pasado. Las explica con dramatismo Fermín Toro, emblema de nuestros ilustrados civiles, escritor y fino polímata que deja huellas en el diario caraqueño El Liberal.
Decía este, justamente, que en ese período se debilitó, se fracturó “la constitución íntima de la sociedad” venezolana, como ahora. Fue la obra de un poder vicioso con cuyas “prevaricaciones buscó la impunidad en la depravación general”, como ahora. No por azar, agrega, fue posible que “advenedizos de extrañas tierras cayesen sobre la riqueza patria como aves de rapiña”, tal como ahora ocurre. Sin remilgos, es esta la Venezuela de 2023, otro “bodegón” del Caribe que se suma al cubano.
Insisto, pues, en que, si la tarea reivindicatoria latinoamericana demanda salvarnos de la hemiplejia moral actuante, el desafío para Venezuela no es menor. Es más exigente. La razón no huelga. Nuestros líderes han de seguir bregando sin pausa y con ritmo inteligente por los valores éticos de la libertad, que si bien se expresan en la experiencia de la democracia y el Estado de Derecho, han de complementar y tamizar al ecosistema global deshumanizado que domina y sus temas novedosos.
En nuestro caso desapareció la república y sus restos, como aves de rapiña, son repartidos en una “cueva de bandidos”. Pero ello es así pues las raíces de la nación fueron paulatinamente destruidas bajo el predominio de una amoral lucha por el poder durante las últimas décadas. Hoy somos una diáspora de refugiados, hacia adentro y hacia afuera. El daño antropológico ha sido profundo. Tanto que, de no ser reparadas y reconstruidas las raíces del ser que somos los venezolanos, mal podrá existir una república como la prolongación ciudadana de nuestro ethos social. Quedará la política como juego de piratas y narcisos digitales.
La reconstitución de Venezuela pasa por el renacer de la nación, a contrapelo de la virtualidad y la instantaneidad de lo digital. Y nación es «lugarización» y temporalidad, es una vuelta a la ciudad, a su cultura de arraigo e intergeneracional.
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