Concluíamos el artículo anterior afirmando que el hombre conforme ama su vida igualmente ama su libertad. Este tan preciado bien lo adquirimos por herencia, desde el mismo momento en que abandonamos el vientre materno y por ello es el derecho más natural que poseemos, razón por la cual debe ser respetada, protegida y defendida.
Es casi innecesario afirmar que la existencia del ser humano transcurre toda sobre la Tierra y dentro del aire. Ciertamente, vivimos envueltos en una reconfortante atmósfera. Gracias a ella respiramos, que es lo esencial para nuestra subsistencia. Pero además de esa tan importante atmósfera gaseosa, que compartimos con los otros seres vivos, estamos inmersos en otra, en la cultural, que está formada por la mente, el espíritu, el alma, la vida psíquica e intelectual, que rigen nuestras relaciones en el mundo social.
O sea, vivimos, actuamos y nos desempeñamos dentro de dos mundos que, graciosamente, envuelven nuestra vida: en un entorno o mundo físico y dentro de otro, llámesele cultural, civilizado, psíquico, intelectual, espiritual o social. El mundo físico no fue creado por nosotros, por el hombre, pero solo este, en poco o en mucho, se ha ocupado de modificarlo para adecuarlo a las múltiples necesidades y comodidades que requerimos y disfrutamos.
En cambio, el mundo cultural si es hechura y patrimonio exclusivo del hombre que, gracias a su capacidad intelectual, es el autor de la civilización, representada esta por las ciencias, las tecnologías, el arte y por cuantos demás inventos, descubrimientos y creaciones de todo género con lo cual la humanidad ha alcanzado un mejor vivir.
La creación de semejante civilización no ha sido tarea fácil. Pues, por sus naturales inquietudes el hombre siempre se ha formulado propósitos, y sigue trazándose metas en su afán de superación. Algunas, naturalmente, le resultan viables, no así otras. Para ello, como siempre, se vale del poderoso motor fundamental que posee, su capacidad intelectual. También de su fuerza de voluntad y de la perseverancia aunada con la carga emocional afectiva y actitudinal: Son los indispensables factores que conducen por la ruta del éxito.
Cuando no son alcanzados los logros apetecidos, ello no es motivo para desfallecer, para sentirse derrotado. Es el momento propicio para tomar conciencia de que se hizo todo lo posible para lograrlo. Pero no siempre saboreamos éxitos. Hay algo más, algunas veces los fracasos nos dejan importantes enseñanzas. Así que, después de una caída, es necesario levantarse y reemprender el camino.
Al respecto, vaya esta cita para ilustrarnos: en uno de los tantos aforismos atribuidos a los siete sabios de la antigua Grecia, se lee: “No te ensoberbezcas con los éxitos ni te deprimas con los fracasos”.
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