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El país… después de la democracia

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Durante muchos años (ya han pasado más de veinte) hemos encarado una gran verdad y, muchos, la hemos testimoniado: la democracia venezolana fue revertida y en ese proceso lo que quedó en evidencia fue la falta de conciencia democrática del venezolano que rápidamente se subsumió de manera supina al proyecto chavista, pensando que se trataba de un proyecto que hacía la democracia más democrática.

Advierto que tal falta de conciencia no solo fue asumida por el venezolano de a pie, es decir, de aquel que disfrazó a sus hijos de pequeños paracaidistas golpistas, sino por el liderazgo que encabezaba las instituciones democráticas: el Poder Legislativo (cómo olvidar que una de las cámaras era encabezada por un joven diputado de apellido Capriles, cuya tarea más importante como presidente de la cámara fue la denuncia de la presidente anterior por la compra de maquillaje) y Judicial (tampoco hay que olvidar a la Sra. Cecilia Sosa, presidenta de la entonces Corte Suprema de Justicia que no supo parar legalmente la catástrofe que se anunciaba desde el día en que se juró por “la moribunda”) que se plegaron al nuevo mandante del Poder Ejecutivo.

La historia nos demostró lo erróneo de la creencia de que estábamos frente a un proceso que profundizaría la democracia, aun cuando el propio Chávez dio indicios discursivos de que eso no se paseaba por su proyecto de poder.

Su discurso se caracterizaba por la preeminencia de “paradigmas revolucionarios” y un desprecio por la democracia a la que le puso tempranamente adjetivos peyorativos: democracia burguesa, democracia puntofijista, democracia corrupta.

En realidad, no le fue difícil al chavismo construir una nueva narrativa que se impuso, que se hizo hegemónica. Los partidos políticos dejaron de conectarse en sentimientos y sentido con la gente y la política empezó a definirse en términos de blanco y negro.

No hubo liderazgo del orden constituido en 1958 que se enfrentara a esa definición de la política (la política es mala y los políticos son “sucios”, corruptos”, etc.) se olvidó una vieja concepción de la política que se mantuvo en vigencia durante los momentos más duros de la democracia en la década de los sesenta: la lucha política es, entre otras cosas, una lucha por definir la política en el mejor sentido de la palabra. Pero, contrario a eso, el liderazgo de entonces y todavía el de hoy, se embarcaron en un adefesio al que le asignaron el estatus de categoría teórica: “la antipolítica”.

En ese momento la democracia perdió su primera pelea: la antipolítica había sido aceptada socialmente: los medios, cierto liderazgo moral e intelectual, etc. contribuyeron a generar un relato que permeó la legitimidad de unos partidos que ya habían perdido su conexión con la gente y esta le confirió a la política y a los políticos la responsabilidad de todo lo malo que había y lo que no había.

Los teóricos la llamaron crisis de representación, en la que los representados habían cambiado, desilusionados, y los representantes no lo hicieron. Todo el modelo del 58 hizo aguas, no tuvo defensores en los que decían ser sus soportes. Desacreditada toda la arquitectura institucional del país, apareció la figura que se vendió como el representante del nuevo orden: de un orden para todos.

Esta figura se hizo cargo de las demandas de orden y, también, del resentimiento de los que habían sido excluidos e invisibilizados y terminó por sustituir la lógica política por la lógica de la guerra y así empezó a hablarse una nueva jerga desde el gobierno: la jerga militar y una nueva manera de resignificar el concepto de la política, ahora aludiendo directamente a la relación “amigo vs enemigo”, el eje de la interacción política de todo régimen autoritario donde, desde el poder, se designa quien es el enemigo al que hay que perseguir, desparecer o proporcionarle la pena de muerte civil.

Así que a unos días de haber recordado el 23 de enero de 1958, en la que la prensa en general títuló como el año de la desaparición de la última dictadura en Venezuela ¿Qué podemos decir ahora de quienes se asumen como profundamente democráticos y humanista, pero que  sistemáticamente “deshumanizaron la otredad, higienizaron el odio y burocratizaron la violencia?”.

Lo que podemos decir es, sin faltarle a la verdad, es que son fundadores de un país donde ha reinado, desde sus inicios la crueldad, pero, eso ya lo saben y lo sufren 7 millones de hombres, mujeres y niños que deambulan por el mundo.

Podemos, también, acusarlos de la “zombificación del sistema político” pero, ¿acaso, eso no lo sabemos todos aquellos que hemos presenciado, sin asombro alguno, la disolución de la responsabilidad política en la que los culpables siempre son los otros y cómo ello no solo es un patrimonio del régimen, sino que también es cultivado por la oposición, que también busca culpables en los otros en una especie de deriva paranoica?

Podemos seguir diciendo ad infinitum las acciones emprendidas por la dictadura chavista-madurista que han culminado en la destrucción y ruina del país.

La dictadura reapareció en el país después de cuarenta años, en repuesta de la disolución de un modelo que si bien había sido exitoso se burocratizó y perdió su conexión con la gente. Crisis de la democracia, decíamos entonces que: “No murió de infarto, sino de cáncer… que hizo metástasis progresiva por todo el cuerpo político hasta que se produce(jo) el fallo multiorgánico….” , como bien señala Fernando Vallespín refiriéndose a la crisis de la democracia.

Hoy la crisis es una “crisis nacional general” que es el concepto para designar las disrupciones de todo tipo en sociedades abigarradas, como la nuestra hoy, que perdió los logros de la modernidad y modernización alcanzados durante la segunda mitad del siglo XX.

Podríamos unirnos al exhorto de la Conferencia Episcopal venezolana, para que los venezolanos superen el estado de postración actual y los ya inaceptables niveles de acostumbramiento que el chavismo inoculó tempranamente en algunos sectores el país. Pero, para eso habría que contar con un liderazgo que, hasta ahora, no ha estado a la altura de las demandas que la gente hace y se entretiene infantilizando sus pequeñas y miserables disputas.

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