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Una realidad desenmascarada por la niñez

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Pasando por un tecnicismo de ocasión, la crisis humanitaria compleja lamentablemente existe en la Venezuela que todavía es petrolera, aunque produzca muchísimo menos de lo oficialmente reportado. No tratamos de una ocurrencia verbal de la oposición, sino de una realidad que sigue insobornablemente su curso en demanda de la claridad y franqueza que ha perdido muy a pesar de sus profundas y demenciales laceraciones.

Literalmente, las grandes mayorías no tenemos lo suficiente para comer ni para la medicación, prohibidas cualesquiera intervenciones quirúrgicas por los costos que acarrean e imposibles de cubrir con la venta de una casa o apartamento que alguna lejana vez nos ató a un crédito hipotecario, ya no es motivo de vergüenza, ni tiene que serlo, el empleo de las redes digitales para pedir ayuda a quienes tampoco conocemos de vista, trato o comunicación. La diaria protesta social que busca el inevitable abanderamiento político que la haga eficaz, no la apaga un bono irrisorio tan estridentemente anunciado por Maduro Moros que no cuenta con los grandes recursos para neutralizarla, ahorrando lo indispensable para soltarlos con el espectáculo electoral que trama para el año venidero, el que podemos convertir hábilmente en un episodio esencial para su desplazamiento, o esperando consumar la extorsión frente a la comunidad internacional que nos sabe rehenes de su régimen.

De esa desgraciada realidad, pocas veces, o quizá nunca, hablan los críticos más acerbos de la oposición a la que acierto y bondad alguna le consiguen, entendida como una radicalísima experiencia de falsedad y falsificación, con todos los justos y pecadores bien adentro y revueltos. Convertida la simulación a ultranza en materia de fe, no atisban ninguna solución táctica o estratégica en sus peroratas, algo imperdonable para todo general que mira la guerra allende la mar y juzga toda refriega de la que es completamente ajeno, convertido en falsólogo de oportunidad y oficio.

Todavía estamos en el curso de una catástrofe humanitaria, cuyas consecuencias más nefastas se agigantarán de continuar el actual orden de cosas emponzoñado en una infancia a la que también tributarán los terapeutas, si es que tiene la fortuna del diván dentro de dos o tres décadas. En diciembre próximo pasado, los vecinos de El Junquito fueron sorprendidos con el descubrimiento de una caja abandonada y contentiva de un recién nacido, asegurando la prensa que más de veinte han corrido igual suerte desde 2020, cifra admitida por las autoridades, para no abundar sobre los neonatos fallecidos en varios centros hospitalarios en un serial de los últimos tiempos que no debemos olvidar.

Niños que han sido confiados a los abuelos por padres que trabajan en el exterior, incluyendo a los caídos en la selva del Darién, por ejemplo, constituyen un tormento para los jueces especializados que identifican muy bien al culpable por excelencia del drama, pero callan intentando sortear la propia situación personal. Nuestros expertos advierten que la desnutrición crónica es un problema va más allá de la pobre alimentación, mientras que las agencias y socios humanitarios de las Naciones Unidas ya no actualizan las cifras de los infantes venezolanos hambrientos y desnutridos, como lo acostumbraba bimestralmente, además, reseñando postreramente la atención de 274.850 menores de 5 años de edad por la Oficina para Asuntos Humanitarios en Venezuela, entre enero y octubre de 2022.

Otra faceta de la catástrofe que atravesamos y nos atraviesa, remite a los padres que prefirieron suicidarse acá, por añadidura, ultimando a la prole, con o sin pandemia, según las noticias que lograron perforar el espeso muro del bloqueo informativo y la (auto)censura. Huelga un mayor comentario en torno al incremento mismo de los suicidios tentados, frustrados o consumados entre los jóvenes que no encuentran alternativas para administrarse entre la desesperación y la exasperación, imposibilitados de costear la ruta hacia el exterior, acaso, con una prematura y extrapesada carga familiar.

De imposible falsificación, la realidad adquiere plena manifestación a través de una niñez que sufre con un escandaloso silencio, duramente siniestrada por el régimen del socialismo bolivariano que ha hecho de la propaganda y de la publicidad literalmente un negocio muy rentable para sus propulsores y contratistas de insospechado soporte, pues, se le tiene como rutina  lógica en la trama de todo poder. Empero, no depende únicamente del mandamás, sino se explica a través del concurso de sujetos e intereses en un constante ejercicio de simulación que entraña, por una parte, “una conducta mañosa, caracterizada por la astucia y no por la violencia, e integrada por una serie de actos intelectuales, generalmente documentarios, de límpida apariencia y cómoda perpetración”, siguiendo al maestro Luis Muñoz Sabaté (La prueba de la simulación. Semiótica de los negocios jurídicos simulados, Bogotá, 1980: 151); por otra, en razón de sus perniciosos efectos, ya no versamos sobre una natural tarea de (auto)promoción gubernamental, internándonos en el peligroso y movedizo terreno de la guerra psicológica; y, finalmente, al fallar el esfuerzo de dislocación de la realidad, la usurpación de nuevo se sincera pretendiendo reprimir violentamente la legítima protesta de la población que desespera y exaspera.

Fotografía: María Cecilia Peña.

@Luisbarraganj

 

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