Por NELSON RIVERA
Los hechos narrados en la autobiografía de Enrique Krauze portan el vibrato del presente. No están envueltos en la pátina de lo que ha quedado atrás. Aparecen como si estuviesen ocurriendo ahora mismo. El que narra sus recuerdos es un vivaz conversador. Un autor que se hace sentir en las inmediaciones del lector.
¿De dónde proviene el latido, la elocuencia de estas memorias? De la condición esencial de Krauze: un intelectual nato. Un hombre al que le importan los asuntos de su tiempo. Que ha vivido conectado orgánicamente, con los dones de su sensibilidad e inteligencia, a su pasado y su presente: a las corrientes decisivas de sus raíces judías; a los hechos que han marcado la historia de México; a los vaivenes políticos e ideológicos de Occidente, desde mediados del siglo XX hasta nuestro tiempo.
Así, Spinoza en el Parque México circula por la ancha avenida de las ideas. Krauze, insisto, con una habilidad descollante para la conversación luminosa, recuerda con precisión documental; habla de historia y memoria; de afiliaciones y desencantos; de las herencias históricas y culturales recibidas en su familia; de su habitado camino como estudioso de la historia de México, así como de las vidas de algunos de sus hombres destacados. Da cuenta de escaramuzas y polémicas. De la claridad, contrastes y claroscuros de ciertos argumentos presentes en la esfera pública; de la empatía, el autoengaño, el ocultamiento, la evasión, los límites y de la condición múltiple del pensar. De las emociones que se ponen en juego cuando llega el momento de tomar una posición. Y de lo contrario: la sensación de globo desinflado que se experimenta cuando no es posible debatir, poner a prueba las ideas. Cuando las negaciones se producen a priori.
El incansable estar allí de Krauze —mejicano de origen judío, memorioso por vocación y deber, lector, historiador, biógrafo, ensayista, editor, empresario, platicador de abundancias y detalles— tiene la cualidad de lo espléndido. Spinoza en el parque México es un libro de gratitudes, homenajes y generosas reflexiones (que incluso alcanzan a quienes han sido sus adversarios ideológicos o políticos). Heredero híper consciente de corrientes familiares e históricas —quizá por ello hay momentos donde las ideas y los afectos parecen fundirse y hacerse indisociables—, no solo es un hombre que escucha: también es la persona que lleva consigo el sustrato, el prisma de quien no olvida —no podría hacerlo, según él mismo lo sugiere—, los sufrimientos causados por el antisemitismo, la intolerancia, las dictaduras y los totalitarismos.
Calle Ámsterdam, parque México
Más que simplemente recordar los hechos que se congregaron en su infancia —la polivalente trama de una familia judía (“la educación sentimental de la familia me dejó una huella profunda”), la escuela—, Krauze siembra unos hitos, coordenadas de pertenencia, filiaciones que reaparecerán una y otra vez a lo largo de la vida, como guías afectivas e intelectuales. Hablo de una especie de marca de agua que recorre las más de 700 páginas del libro: los razonamientos asociados a los afectos. En los modos argumentales de Krauze, de atracción o rechazo a ciertas ideas, son inseparables las emociones. Digo más: el que recuerda es un caballero de educadas pasiones. De ordenadas obsesiones.
De la primera etapa de su vida, provienen su inevitable conexión con la larga historia de padecimientos del pueblo judío (“En Polonia, mis abuelos y sus pequeños hijos no ocultaban su fe, pero eran objeto de hostigamiento físico y verbal continuo”); con el pensamiento de Baruch Spinoza (“mi abuelo Saúl Krauze predicaba a sus amigos el evangelio según Spinoza”; “El spinozismo era para él una especie de religión”); su renovado sentimiento de gratitud hacia México, que les dio a su familia y a tantísimos otros judíos que hicieron vida en ese país, la experiencia de “moverse con libertad, pensar con libertad, hablar con libertad, profesar su religión con libertad”.
Nacido en Ciudad de México, en 1947, Krauze habla de su vida como una vida mejicana. “Cantábamos boleros de moda y canciones de Agustín Lara”. La radio, el cine, el mexicanismo, el patriotismo, la devoción del país por su propia historia, el silencio prudente ante las expresiones del catolicismo (“Solo la religión y sus rituales nos separaban del resto de los mexicanos”). Para el descendiente de inmigrantes que habían sido perseguidos en Europa, integrarse a la pródiga cultura mexicana fue el método que hizo posible pertenecer (“ahora veo a ese hijo y nieto de inmigrantes y me doy cuenta de que quería, sencillamente, integrarse, ser igual que los demás, ser mexicano como los demás”).
Vida tempranamente poblada
En el relato de los primeros años de vida se suceden hechos que resultarán decisivos: la imprenta del padre; la temprana relación con el trabajo; el Colegio Israelita de México (“bicultural, mexicana y judía”); los modos en que la religión y las tradiciones pervivían puertas adentro; el vínculo con la Biblia (Krauze cuenta que, al final de su vida, Alejandro Rossi leía la Biblia y decía: “Es la mejor novela”); la cuestión fundamental del deber de recordar (“Para los judíos recordar es un mandamiento. Yo he procurado cumplirlo”); el Holocausto como el agente detonante que está en el origen de su “voluntad de combatir el poder absoluto”; el idish; otras vueltas a la cuestión medular de Spinoza (“Mi abuelo ejerció sobre mí una modesta pedagogía spinoziana”; “Los intelectuales judíos de la generación de mi abuelo (…) vieron a Spinoza como un símbolo de su propia emancipación: laica, humanista, secular”); la amplia presencia del socialismo, del ideario socialista, en su familia y la manera en que el propio Krauze lo adoptó (“el mío era un socialismo literario, romántico e idealista, de algunas lecturas y ninguna militancia”).
Y así: el Trotsky de Isaac Deutscher; el punto de inflexión que constituyeron los hechos de Praga en 1968; la biblioteca (propia y la heredada del abuelo);el ingreso a la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de México —UNAM—; unas primeras pinceladas sobre la cultura en México; el descubrimiento de Popper (“Popper fue para mí un asidero científico, un fundamento para comenzar a tomar distancia crítica de las ideologías predominantes, las mismas que enfrentaría, al cabo de los años”); los amigos de juventud —Héctor Aguilar Camín, José Emilio Pacheco (lo aproximó a la lectura de Walter Benjamin), Carlos Monsiváis, y el que sería una de sus amistades duraderas, Hugo Hiriart (“escritor filosofante”)—; la Revolución mexicana (“menos que un mito, un enigma dentro del enigma que es México”); la significación que tuvo Octavio Paz para la generación del 68; Daniel Cosío Villegas (uno de los faros intelectuales de Krauze) y su papel decisivo en el funcionamiento, apogeo y expansión del Colegio de México.
Muy próximas a las páginas en las que se habla de Daniel Cosío Villegas, siguen las dedicadas a Luis González y González (“fue el historiador más completo de México en el siglo XX, el más sensible y comprometido, el de mayor empatía con la entraña histórica de México”). A uno y otro el memorioso recuerda con una macerada gratitud, que es una de las marcas profundas de esta autobiografía: hay en ella una fuerza interior, una necesidad que se produce al mirar atrás: decir gracias por los bienes del espíritu recibidos de los maestros.
Al terminar la primera parte de la autobiografía, titulada “Origen y formación”, me quedo con esta firme impresión: que la infancia y la juventud de Krauze tuvo un privilegio: la de ser una vida muy habitada, cargada de referencias europeas, judías y mejicanas; un mundo, a la vez, de estabilidad e inquietudes, fundado en sólidas raíces, abierto y permeable al inagotable universo de la cultura mexicana.
El edificio Krauze y sus ramificaciones
La segunda parte del libro, “Historiador y editor”, es la del Krauze interlocutor, no solo de la vida intelectual de su presente, también en relación con hombres de enorme talla, antecesores de su generación, como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Daniel Cosío Villegas (“su crítica al poder fue una hazaña de independencia intelectual, no exenta de momentos desagradables, porque el gobierno lo difamó repetidas veces”), Luis González y González, y otros menos conocidos fuera del ámbito mexicano, como Manuel Gómez Morin y Vicente Lombardo Toledano.
Con admirable pertinencia los trae a nuestro presente. Nos devuelve a sus obras, a sus preguntas fundamentales. Habla de cada uno con elocuencia y sensibilidad. Copio unas frases que le dedica a Vasconcelos, a pesar de su enfática faceta antijudía y de los elogios a Hitler que escribió: “Todo en Vasconcelos era apasionante: su vocación místico-religiosa, sus tribulaciones familiares y religiosas, su ascenso profesional como abogado, su absurdo matrimonio, sus amores furtivos con “Adriana”, la musa, la sufrida y hermosa “Adriana”, cuyo nombre real era Elena Arizmendi (…) Más que un caudillo, Vasconcelos había sido un líder casi religioso”.
Parte ii
En algún momento, José María Lasalle le pregunta por el tránsito del socialismo —heredado de su abuelo— al liberalismo. Una parte de su respuesta dice: “Aunque nunca he profesado ‘religiosamente’ una ideología, lo cierto es que por un tiempo, digamos hasta fines de 1972, no integraba mis lecturas popperianas, mis experiencias empresariales y mis vagas convicciones ideológicas. Esa confusión se resolvería a la larga favor de una postura liberal, pero quiero aclararte que mis opiniones políticas, más que socialistas, eran antisistema, antiestatistas”.
Pronto nos atrapa la narración de los avatares en los pasillos de suplementos literarios y revistas culturales, en una atmósfera donde las discusiones político-ideológicas eran permanentes, y donde parecía agitarse en el ambiente una necesidad de confrontación. Lasalle se refiere a una cuestión clave: al tiempo que lidiaba con las exigencias propias del empresario, colaboraba con un suplemento de izquierdas. El propietario de pequeñas fábricas debía hacer frente a las dificultades propias de esa responsabilidad. Lo que en su caso equivale a decir: la realidad llegaba para poner en aprietos a la dimensión ideológica. “Hay una abismal ignorancia en el mundo universitario de lo que entraña ser empresario. Ignorancia y desdén”.
Gabriel Zaid, Octavio Paz
En el recorrido aparecen dos nombres capitulares para Krauze. Uno, Gabriel Zaid, poeta y un versátil intelectual, por el que expresa una argumentada admiración. “Confirmaba la idea del intelectual que proponía y ejercía Cosío Villegas: alguien que trabaja al margen del gobierno, tiene un pensamiento heterodoxo y ejerce la crítica sin cortapisas”. Una de las tesis de Zaid que se ventilan en el libro es esta: que los entes estatales viven, en lo fundamental, para sí mismos.
Dos, Octavio Paz y su prolífica e inagotable irradiación como editor, primero de Plural y, más adelante, de Vuelta; como poeta y ensayista fundamental de la lengua española; y, cuestión fundamental, como hombre de ideas que afrontó la denuncia del estalinismo, del totalitarismo comunista: “El poeta reconoce que ha llegado tarde a la verdad. Lee a Solzhenitsyn y se culpa de haber sido cobarde (usa esa palabra, cobarde), por no haber visto el mal de frente. Paz lee a Solzhenitsyn y atisba “el misterio del mal —el vacío repleto— en la cara vacía y el alma sin alma de Stalin” (apenas he terminado la lectura de Spinoza en el Parque México, siguiendo una de las tantas sugerencias de las que está sembradas sus páginas, he leído Polvos de aquellos lodos, espléndido ensayo de Octavio Paz sobre el estalinismo y el Gulag).
Los asuntos que la conversación va enlazando en su avance conciernen a cualquier lector, de América Latina y más allá: la Cuba del castrismo; la controversia que causó Persona non grata, de Jorge Edwards, cuando fue publicada en 1973; la ya clásica contraposición entre Sartre y Camus; la revelación que constituyó el libro de Richard M. Morse, El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo; el amoroso elogio con que recuerda a Alejandro Rossi: “Necesitaríamos semanas enteras para evocarlo con una mínima justicia. Lo visitaba por las tardes, caminábamos peripatéticamente en el gran jardín de su casa. No he conocido conversador igual (…) Al anglófilo Rossi le debo mi anglofilia”; las distorsiones, analizadas en seis páginas que no tienen desperdicio, que produjo la oleada de universitarios que llegaron al poder en México (“la creación de un Leviatán burocrático”); Checoslovaquia y el pensamiento que se expresó en el Grupo de los 77; los nuevos filósofos franceses; la presencia del marxismo en la universidad (“remábamos contra una ideología hegemónica, una corriente intelectual, periodística, académica muy poderosa”).
De vuelta a Vuelta
Vuelta fue fundada en 1976 por Octavio Paz. En febrero de 1977, Krauze aceptó la secretaría de redacción de aquella empresa cultural que, de forma admirable, logró autofinanciarse. Es, como el lector puede estimar, uno de los trechos más entrañables de la autobiografía. Nada escapa a los recuerdos de Krauze: la casa donde estaban ubicadas las oficinas, las rutinas que demandaban los deberes que había asumido, el cartel de magníficos autores que publicaban en sus páginas —mexicanos, pero también de otros países y otras lenguas—. Krauze trabajó con Octavio Paz a lo largo de 23 años. Tiempo en el que Paz mostró sus abundantes dotes como editor, pensador y polemista (“Monsiváis abrió fuego acusando a Paz de investirse casi en un dios dispuesto a dictaminar, despojar, descalificar, distorsionar, generalizar, etcétera (…); a lo que Paz respondió: ‘Monsiváis no es un hombre de ideas sino de ocurrencias”).
En 1979 Krauze viaja por Suramérica (Perú, Chile y Argentina). Son tiempos de dictaduras. Más conversaciones, ideas que fluyen, momentos que han quedado fijados en la memoria: con Vargas Llosa y Jorge Edwards, Fernando de Szyszlo y Blanca Valera, en Lima; con Enrique Lihn en el Chile de Pinochet; con José Bianco en el Buenos Aires de Videla (“silencio, desaparición y muerte”); con Jorge Luis Borges (“Cuando supo que era historiador, me recomendó comprar el libro Mendoza y Garay, de su maestro Groussac. Lo tengo conmigo, en dos tomos. Una delicia. Y fue entonces cuando nos regaló aquella definición de una revista literaria: “La única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. Lo otro es una antología”); con Ernesto Sábato (“Sábato fue de la opinión de que en los años setenta habían luchado en América Latina dos demonios, el de los militares fascistas y la guerrilla marxista totalitaria. Ganó el más poderoso, pero los tupamaros y montoneros, de haber resultado vencedores, también habría resultado inclementes”).
Krauze se expresa, de modo inequívoco, como un crítico de los regímenes fascistas de Videla o Pinochet, mientras señala la imposibilidad de debatir con la izquierda, la deriva dictatorial de Cuba: asumen una posición de superioridad moral que impide el diálogo. Remata con esta frase: “un crimen es distinto si lo comete Pinochet o si lo comete Castro”. Y más recuerdos: Cabrera Infante, el linchamiento mediático de Gabriel Zaid por su crítica de la izquierda (son páginas necesarias por la relación que Zaid establece entre cultura católica y espíritu revolucionario marxista).
Vale la pena destacar aquí el interés de Krauze por Irving Howe, judío neoyorquino, crítico social, editor, crítico literario, pensador socialista y creador de la famosa revista Dissent. Como Octavio Paz, creía en un socialismo en libertad. Krauze cuenta que, en un ensayo que Howe escribió a propósito del aniversario 25 de Dissent —fue fundada en 1954, y entre sus colaboradores ha tenido a autores como Hannah Arendt, Czeslaw Milosz, Alexander Solzhenitsyn, Martha Nussbaum y Octavio Paz, entre otros—, definió las cuatro premisas que debían cumplirse para mantener vivo al pensamiento socialista: una, desprenderse de la mayor parte del bagaje marxista-leninista; dos, no satanizar a los socialistas que son miembros del Partido Demócrata; tres, apartarse de todo mesianismo político; y cuatro, mantener un compromiso sin reservas con la democracia.
El libro que no escribí
Así se titula la tercera parte de la autobiografía. A partir de aquí, en cierto modo, el libro se repliega, adquiere una tonalidad más personal. El libro no escrito de Krauze habría estado dedicado a Spinoza. Lo explica en detalle: las exigencias intelectuales y de estudio de autores conexos —Maimónides, Hasdai Crescas, Aristóteles, Epicuro, Sexto Empírico, Descartes y otros— demandaban una dedicación de vida. A ello había que sumar las lenguas necesarias para abordarlo: holandés, latín y hebreo. Esos requisitos lo hicieron inviable. Pero la fascinación está allí, sus pálpitos intactos, y se pone en evidencia a menudo: “Siempre estuvo convencido de que la razón —que desbarata a las pasiones, las desarma—, es el vínculo humano, no solo entre persona y persona, sino entre la persona y la verdad, la verdad y la naturaleza”. Huelga decirlo: la cita pertenece a Baruch Spinoza.
En ese punto de la conversación aparece la cuestión capitular del “judío no judío”, formulada por Isaac Deutscher, referida a los heterodoxos —como Spinoza—, que han interesado a Krauze: el propio Deutscher, Heinrich Heine, Karl Marx, Sigmund Freud, Rosa Luxemburgo y León Trotsky (“me sentía atraído por esas vidas y me preguntaba si ser ‘judío no judío’ ha sido una forma de ser o estar en el mundo. Una manera de pertenecer a lo universal sin renunciar a lo particular. Y quería explorarla, encarnada en biografías. Quise entender cómo esa condición de doble marginalidad se había proyectado en la historia e incidido en ella. Encontré que, más allá de esa identidad dual (o, más bien, ligados a ella), esos personajes eran emblemáticos de temas eternos (como la tensión entre la fe y la razón, lo humano y lo divino), y de temas cruciales del siglo XX”).
Krauze recuerda al primer ‘judío no judío’, Elisha ben Abuyah, y visita en ese cauce a personajes como Filón de Alejandría, Flavio Josefo, Pablo de Tarso, hasta alcanzar los tiempos de Bizancio, la Edad Media y el Sefarad (“La cantidad y prolijidad de los filósofos que vivieron en Sefarad es abrumadora. Sus obras no comprenden volúmenes sino bibliotecas. Hubo neoplatónicos, cabalistas, aristotélicos. A veces unos a otros se consideraban heterodoxos. Y se odiaban unos a otros con odio teológico”). Para seguir, a continuación, conversando con Lasalle sobre Blaise Pascal, John Locke y Leszek Kalakowski; volver a Heine y a Spinoza; de allí pasar a Max Brod —autor de una biografía de Heine—; y a Marx y a los demás heterodoxos (“No me parece arbitrario trazar un hilo que va de Elisha ben Abuyah a Marx”).
Yizkor: el deber de recodar
Desmiente Yosef Hayim Yerushalmi, en su ensayo Reflexiones sobre el olvido, que los judíos hayan sido unos virtuosos de la memoria. Y precisa: han sido receptores atentos y soberbios transmisores. Spinoza en el parque México es la expresión de esa doble cualidad: la de escuchar con despierta atención, a lo largo de la vida, y la de poner los empeños en proyectar, en comunicar. Krauze dice, al comienzo de la cuarta parte —se titula “Biblioteca personal”—, que su práctica del Yizkor —el deber de recordar— se ha concentrado en el siglo XX.
De seguidas, inicia un periplo, intenso y polifacético por hechos, autores y estremecimientos del siglo XX: el regreso de mesianismo, recordado bajo el prisma de Gershom Scholem (“Recuperó esa zona reprimida de la historia judía: el misterio, el símbolo, el mito”), Walter Benjamin (“lo movía una idea mesiánica irresistible que le impedía ver muchas cosas —él, el experto en ver el lado oculto de las cosas—. Creo que comprender en esos términos no es injusto. Es abrir los ojos a los riesgos del mesianismo encarnado trágicamente en un inmenso escritor”) y Franz Kafka (“Hugo Hiriart dice que sabemos más de Kafka que de nuestros hermanos, pero los cientos de páginas que dejó sobre sí mismo hacen más elusivo al personaje”). Se detiene en El Holocausto y en el factor Hannah Arendt (“Es desconcertante su fidelidad a Heidegger. Es lamentable su perfil de Eichmann. Pero sus errores no borran una vida intelectual valiente, lúcida, poderosa y fructífera. A cualquiera que la condene le aconsejaría leer sus escritos de los treinta y los cuarenta”).
La travesía sigue y Krauze nos conduce por autores y asuntos que lo han ocupado a lo largo de las décadas: Michael Löwy, Milan Kundera, Gustav Janouch, Max Weber, Daniel Bell, Ernst Toller, Georg Lukács, Herbert Marcuse y la Escuela de Frankfurt, Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Joseph Roth, Dora Reym (tía de Krauze que vivió 101 años, sobreviviente de Auschwitz, autora de un libro de memorias); La revolución rusa, Ricardo Mestre, George Orwell (“era un inglés en los márgenes”), Fedor Dostoyevski, Joseph Brodsky, Isaiah Berlin, de vuelta a Kolakowski (“vivía a caballo entre la religión y la filosofía. Te imaginarás mi entusiasmo cuando me enteré de que en 1953 se doctoró en la Universidad de Varsovia con una tesis sobre Spinoza”).
Testigo de nuestro tiempo
Me he preguntado, hasta donde lo permite mi experiencia como lector, si en las últimas décadas ha sido publicado un libro de ambiciones y perspectivas semejantes en América Latina, y no doy con ninguno. Sin embargo, mientras lo leía, una y otra vez recordé, por el método, Mi siglo. Confesiones de un intelectual europeo, de Aleksander Wat, que cuenta sus avatares en la Europa aplastada por el estalinismo y las guerras, guiado por las preguntas que le hizo Czeslaw Milosz, durante varias sesiones de entrevistas. Recordé también, por la anchura temática y la riqueza de experiencias, Gente, años, vida (Memorias 1891-1967), del poeta, escritor y propagandista Iliá Ehrenburg. Y recordé, sobre todo, el incomparable Memorias. Medio siglo de reflexión política, de Raymond Aron, que comparte con Krauze no solo la condición de judío, así como posturas políticas de distinto orden, sino un sello que es esencial en ambos: la potencia, el vigor, la voluntad renovada de pensar cada escenario, cada debate, cada ocasión donde las libertades puedan estar en peligro.
Spinoza en el Parque México desborda una abrumadora energía mental. Hay en el torrente multiplicidad de ideas, hechos, autores, libros, documentos y cuestiones a las que se aproxima su operación memorística, una organicidad, una marca de fábrica. Krauze, mente vertebrada, es más que un observador de mirada larga y penetrante. Ha sido y es un testigo de nuestro tiempo, que ha seguido con persistencia los avatares de la vida en común, siempre con la voluntad de analizar, interpretar, tomar posición, hacerse parte de cuanto nos rodea, pero no sólo a él: también a nosotros sus lectores.
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