El populismo, de izquierdas y de derechas, no es nada nuevo. Andrew Jackson, el séptimo presidente de Estados Unidos, que gobernó entre 1829 y 1837, fue ya un político populista. El fenómeno resurge cada vez que la economía pincha. El público lo pasa mal y entonces su angustia es aprovechada por charlatanes que le ofrecen soluciones milagreras y rápidas, capaces de arreglarlo todo de un plumazo. El líder providencial se presenta además como la encarnación viva del pueblo y sus anhelos. Es también el paladín que defiende a la gente frente a las élites, o contra un supuesto enemigo exterior (como lo fue «Madrit» para el populismo separatista, o lo es «la ultraderecha» para el populismo sanchista).
En las versiones menos dañinas, el órdago populista se queda en una farsa. Una estafa que al final arruina un poco a los países, pero de la que se sale. En las versiones más extremas se llega al totalitarismo y la tragedia.
Los populismos de izquierdas y derechas del siglo XXI no abogan abiertamente por cargarse la democracia liberal, pues en teoría aceptan el marco de juego. Sin embargo, la critican con tal crudeza que acaban deteriorándola. El cuestionamiento constante del sistema se vuelve muy peligroso cuando logra debilitar las instituciones, en especial el respeto al imperio de la ley (fenómeno designado ahora por la izquierda española con un eufemismo trabalenguas: «desjudicialización»).
Churchill, fino ironista, decía que «la democracia es el peor sistema político… excepto todos los demás». Por ahora no se ha inventado nada mejor. Así que cuando el pálpito de las tripas prima sobre las normas, malo. Cuando se invoca una inaprensible voluntad popular que en teoría está por encima de todo, peor. Y cuando los supuestos derechos de las mayorías arrollan por completo a los de las minorías, entonces salgan corriendo.
El problema del populismo del siglo XXI se ha exacerbado por el factor Internet y por la resaca de la globalización. Las redes sociales operan como una máquina de reafirmación del propio punto de vista, en lugar de como un ágora para el intercambio de ideas. Los bulos y las teorías de la conspiración prenden en ellas como las colillas en un matorral agostado. Por su parte, la globalización no ha tratado bien a las clases medias occidentales, que buscan un refugio en la reafirmación nacionalista que les ofrece el populismo.
Lo que hemos visto en Brasil, como lo de hace dos años en el Capitolio de Washington, ejemplifica la peor cara del populismo, la que aflora cuando la demagogia pasa a la acción. No caben dudas ni peros: la algarada brasileña es intolerable (amén de sumamente torpe, pues con su acción los simpatizantes de Bolsonaro han fortalecido a un político con una ideología y un pasado tan discutibles como los de Lula, mascarón de proa de un giro a la izquierda en Iberoamérica que acabará, una vez más, en ruina y represión).
Pero contra el populismo antisistema hay que estar siempre. Lo que no sirve es impartir lecciones biempensantes para Brasil y Washington mientras en casa se está minando la democracia de una manera más sutil, pero no menos condenable. Que partidos del gobierno tachen de «golpista» al Tribunal Constitucional de su país no es una gran lección de democracia. Manipular a tu favor las encuestas del Estado y la televisión pública, tampoco. Hacer leyes saltándose el procedimiento legislativo correcto, tampoco. Mentirle al público como quien respira, tampoco. Reformar la Constitución con trucos y por la puerta de atrás, saltándose la vía establecida, tampoco. Presionar a los jueces y vetar a la prensa que no piensa como tú, tampoco.
Ese que ustedes saben y sus socios son precisamente los menos ejemplares para elevar una crítica contra la algarada bolsonarista, porque aquí, en casa, no están respetando las reglas escritas y no escritas que habían oxigenado la democracia española hasta junio de 2018.
(PD: En 2011, Artur Mas y otros diputados tuvieron que llegar al Parlamento catalán en helicóptero, porque estaba cercado por los antisistema. En 2012, Podemos y sus satélites cercaron el Congreso, y no fueron más allá porque actuó la policía. En 2019, la izquierda organizó una protesta contra la primera toma de posesión de Moreno Bonilla. En 2017, las autoridades separatistas catalanas dieron un golpe contra la legalidad y declararon su República . Y en junio de 2021, un presidente rehén político de esos golpistas los indultó contra el criterio del Tribunal Supremo y de la mayoría social. Al año siguiente, cambió el Código Penal al dictado de esos delincuentes para regalarles la amnistía. Ayer, un dirigente de Podemos acusó a Feijóo de utilizar a los jueces para hacer lo mismo que «Bolsonaro con sus fanáticos». Hay muchas maneras de empuercar la democracia y sus instituciones, no siempre con camisetas amarillas y en los extraordinarios edificios de Óscar Niemeyer en Brasilia).
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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