Las fiestas navideñas 2022-2023 han llegado a su fin. Se cierra un paréntesis de apenas dos semanas entre la Nochebuena y el día de Reyes. Las figuras y objetos de diversa clase que forman parte de la liturgia, religiosa o laica, de estos días regresan a sus envoltorios, embalajes y depósitos hasta el año siguiente; sin haber producido, en muchos casos, más efectos que los puramente decorativos. El discurso del Rey junto a la iluminación callejera, cada vez menos significativa, la lotería, las campanadas de Nochevieja y las uvas, forma parte del ritual navideño.
A la hora de recoger y guardar el Belén tradicional, el árbol (introducido en España por la duquesa de Sesto en la Navidad de 1870), algún gorro de papá Nöel (de incorporación más reciente) y otras cosas, tomo también y repaso, por enésima vez, el discurso del Rey. Leo y escucho sus apenas 1.350 palabras, dichas en 12 minutos. Una pieza oratoria desigual, pero directa, clara, contundente. A modo de salutación resuena en ella el eco de las palabras de Rudyard Kipling, en la voz de Jorge V, allá en el lejano 1932, en el primer discurso de Navidad de un monarca europeo. Felipe VI se acerca a los españoles sin distinción, pues la Monarquía trata de acoger y unir a todos, superando barreras de cualquier clase, sin la dependencia partidista obligada, propia de los presidentes republicanos.
El discurso se desarrolla sobre dos ejes: el primero, el internacional, más al gusto de las exigencias monclovitas. Un espacio en el que cada día jugamos papeles menos relevantes, en el orden político, económico, institucional, … etc. al margen de reuniones ceremoniales de la OTAN, como la de Madrid, y de la próxima presidencia del Consejo de la Unión Europea, por quinta vez en riguroso turno y no por especiales méritos del señor Sánchez. El Rey hace aquí una relativamente amplia panorámica, esencialmente descriptiva, con ribetes emotivos sobre la guerra en Ucrania. Un atisbo de justificación en línea gubernamental, de todos los males económicos y sociales que padecemos.
El otro plano, el correspondiente a los asuntos internos de nuestro país, es en el que se concentra sobre todo la preocupación del Rey. Figuran aquí las llamadas de atención, sin disimulos, a la grave crisis que sufrimos. Una situación marcada por el debilitamiento de la democracia. Creo que, en estos momentos, todos deberíamos realizar un ejercicio de responsabilidad y reflexionar –insiste el Rey–, de manera constructiva, sobre las consecuencias que ignorar estos riesgos puede tener para nuestra unión, nuestra convivencia y nuestras instituciones.
El 2022 ha sido, estaba siendo todavía a 24 de diciembre, complicado y difícil. Y aún faltaba que se llevase por delante a «O rey Pele» y al Papa Ratzinger. Coyuntura adversa, sí, pero el peligro por el que atraviesa España como nación y los españoles como ciudadanos deriva, fundamentalmente, de la actuación del presidente del Gobierno, principal responsable del empeño en someter todas las instituciones a la voluntad del poder Ejecutivo. Una y otra vez el monarca denuncia el resquebrajamiento del entramado democrático, sobre el que enraíza el cesarismo. El discurso tiene como centros de atención las referencias a España, a la unión de todos los españoles, a la democracia, a la Constitución, a Europa, a la Unión Europea, … Llama a la convivencia, al diálogo, a la responsabilidad, … e invoca a la tolerancia y al respeto.
No podemos resignarnos. Necesitamos reafirmar la confianza en nosotros mismos. Pero ¿cómo? Difícilmente a partir de una historia que se empeñan en que no conozcamos y desde la destrucción de las palabras, sin las cuales no podremos conformarnos. La llamada a la esperanza, desde la España de hoy, ha de ser producto por encima de todo, desgraciadamente, del virus de la insatisfacción, más que de los valores positivos que debieran cimentarla. Sin embargo no podemos vivir sin esperanza. Trabajar sin esperanza es como recoger néctar en un cedazo –decía Coleridge– y la esperanza sin objeto no puede vivir. Felipe VI en la Nochebuena de 2022 nos convocaba, por enésima vez, a trabajar en la esperanza de hacer una España mejor, más libre y democrática con el esfuerzo de todos.
El impacto cuantitativo ha sido menor que en otras ocasiones, pero mucho más importante es la respuesta de la clase, que demuestra la necesidad de atender a las palabras de Felipe VI. La farsa, en algunos casos, sobrepasa el límite del menor respeto no ya al Jefe del Estado, sino a la mayoría de los españoles. Las calificaciones o descalificaciones del discurso demuestran la ausencia total de voluntad de reflexionar conjuntamente, de dialogar, de buscar la unidad. El Rey ha cumplido una vez más su papel en un contexto difícil, dando ejemplo y advirtiendo de los errores a quien corresponda.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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