Desde la independencia de Venezuela las constituciones políticas han reservado la mayor cuota de poder al presidente de la República. En ese cargo se unen, a diferencia de los regímenes parlamentarios europeos, los roles de jefe de Estado y jefe de Gobierno. Dado que nuestra accidentada historia republicana estuvo plagada de revoluciones, guerras civiles y golpes de Estado, la figura del presidente ha sido amurallada con cada vez más competencias y atribuciones, es jefe de Estado, jefe de Gobierno, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y, bajo criterios circunstanciales cada vez más laxos, legislador por decreto. Tanto es así que es difícil clasificar a Venezuela dentro de la categoría del régimen presidencial, hace falta una categoría especial: hiperpresidencialismo.
La experiencia democrática inaugurada en 1958 y plasmada en la Constitución de 1961, permitió moderar esa tendencia hiperpresidencial. El Congreso de la República, por diseño del constituyente, se reservó la designación del alto mando militar, el control político de la administración, la comparecencia de los ministros y órganos como la Contraloría General de la República, le eran auxiliares. De hecho, solo bajo la Constitución de 1961 un presidente de la República en ejercicio pudo ser destituido, enjuiciado y detenido aún gozando de gran popularidad, basta recordar el caso de Carlos Andrés Pérez.
Lamentablemente, tras la aprobación de la Constitución de 1999, la actualmente vigente aunque no muy respetada, el presidencialismo volvió con fuerza, al punto de la hipérbole, con Hugo Chávez. El cuento es largo, basta con resumir que desde entonces el presidente ahora es jefe de Estado, jefe de Gobierno, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, comandante supremo y eterno, presidente obrero, comentarista televisivo, historiador, guía espiritual, cómics, humorista y camarada. Parece chiste, pero no lo es. A diferencia de 1961, cuando las leyes habilitantes eran una circunstancia especial, después de 1999 gran parte de las leyes vigentes provienen de decretos aprobados en el marco de habilitantes que parecen cheques en blanco.
La interpelación de ministros, los votos de censura, la rendición de cuentas, pasaron a mejor vida. Cuando en 2015 fue electa la Asamblea Nacional de mayoría opositora se prendieron las alarmas en el llamado Alto Mando de la Revolución. Desde el primer día el TSJ procedió a emitir sentencias para recortar las competencias del parlamento, los salarios de los diputados fueron suspendidos, se le cortaron los servicios públicos a las instalaciones del parlamento, se asedió el Palacio Federal con las Fuerzas Armadas y, desde ese momento, se judicializó a los partidos políticos para que no ocurrieran, en lo sucesivo, elecciones libres y justas. El régimen mutó desde un autoritarismo competitivo a uno no competitivo. Tal fue la arremetida del hiperpresidencialismo que se desconoció la titularidad de la acción penal del Ministerio Público destituyéndose a Luisa Ortega Díaz y, con un estrafalario mecanismo, fue designado por una Asamblea Nacional Constituyente que nunca redactó una nueva Constitución a Tarek William Saab como nuevo fiscal general.
La ola de protestas antigubernamentales que por estos procederes se desató fue reprimida violentamente, al punto de generar escándalo internacional por la sistemática violación de derechos humanos. Se institucionalizó el asesinato, la persecución, la prisión y la tortura por motivos políticos. Lógicamente, buena parte de las democracias del mundo han roto relaciones con Venezuela y se nos ha sometido a sanciones internacionales porque así son tratados los Estados que violan los derechos humanos.
Hoy en día el conflicto político que agobia a Venezuela está tratando de resolverse por medios pacíficos a través de la negociaciones entre la Plataforma Unitaria y el gobierno de Venezuela. Hay lentos avances y quizá, con el apoyo de la comunidad internacional, puedan celebrarse elecciones libres y justas en 2024. Ahora bien, si ese escenario ocurre, esperemos que sí, también debe llamarnos a la reflexión que la crisis que estamos atravesando tiene su raíz, su fuente, en el presidencialismo exacerbado, en el hiperpresidencialismo.
En el mediano y largo plazo, debemos afrontar la necesidad de una reforma política que permita dotarnos de un parlamento bicameral, con órganos auxiliares altamente técnicos, que pueda ejercer un amplio control político sobre el gobierno, incluso, que los gobiernos dependan, so pena de adelanto de elecciones, del apoyo parlamentario mayoritario, que designe al Alto Mando Militar, que interpele ministros, que designe magistrados que gocen de autonomía, que pueda celebrar debates como el foro político más importante del país y que los partidos políticos puedan gozar de todas las prerrogativas que una democracia puede ofrecer. Los presidentes pueden seguir existiendo, pero no bajo la modalidad de salvadores de la patria, de semidioses, de seres incuestionables y que solo les podamos admirar y aplaudir. Ese hiperpresidencialismo, esa autocracia maquillada, debe ser sustituida constitucionalmente por un parlamento que sea el auténtico vocero de la soberanía popular.
@rockypolitica
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