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Un venezolano en Ucrania (parte 1)

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Estoy en un autobús en camino a Ucrania. Escribo estas lineas ponderando las andanzas y elecciones que llevaron a este viaje, no sin ansiedad pero con el coraje y la certeza al mismo tiempo de estar tranquilo caminando del lado correcto de la historia. A mi lado una monja, al otro un muchacho con su hermanito y su mamá, su padre no está con ellos porque está luchando por ellos y su país, me cuenta el chamo mientras comparten galletas y me enseñan con orgullo imágenes de su casa y su pueblo que debieron abandonar por la invasión de los rusos. Voy en un autobús estríalo repleto de gente que no conozco de una cultura aparentemente tan lejana pero que se siente tan cerca, 80% son mujeres con sus niños, solo hay 2 hombres y yo soy el único extranjero.

Todos con los que me he encontrado en la vía hacia su patria me han sonreído y mirado con ojos de gratitud y calor humano por hacer este esfuerzo, camino con ellos a pesar de las diferencias que tienen con nosotros. Hace frío y ahora que escribo estas líneas en el autobús salió el sol, en alguna ubicación de un campo extraño de Polonia (que nunca había visitado ni sentido) rumbo a Lviv. Un exiliado desde un país «perdido» hacia otro que se rehúsa perder en rumbo a encontrar lo que no se nos ha perdido, que es el anhelo de libertad. Voy con humildad pero determinación porque sé y se siente que es lo justo. Ni siquiera hace falta hablar la misma lengua, una mirada se entiende.

Llegando a la frontera la primera cosa que me llama la atención es la cola kilométrica de camiones parqueados del lado de Polonia esperando cruzar. Los autobuses pasan directo por una línea de la carretera liberada hasta la frontera, a la cual llegamos para el control muy largo del lado de Polonia. Una vez pasada la aduana polaca se llega a la ucraniana. En la radio del autobús se escucha la canción «La camisa negra» de Juanes. Esto me emociona y empiezo a cantarla a todo pulmón. La gente mira con curiosidad y sonrisas y la monja (ortodoxa), que siempre tuvo una expresión grave durante el viaje, me sonríe y me dice: «¡Ukrania te está recibiendo con los brazos abiertos!». Sube al autobús una militar ucraniana y empieza a recolectar los pasaportes, todos azules menos el mío. Era el único pasaporte de extranjero en ese autobús. La militar estaba con una cara muy seria y expresión de gravedad, eso dicho, al tomar mi pasaporte en las manos, me mira y su cara cambia completamente; me hace una sonrisa solar y me mira en los ojos, ya nos entendimos sin entendernos. Me hace una pregunta en ucraniano que no entiendo, el chamo a mi lado le contesta por mí: «Da» (sí) y me dice en inglés: «Te preguntó si era la primera vez que venias a Ucrania». Le dije que sí con un gesto de la cabeza y 10 minutos después (mucho más corto que lo que tomó el control del lado de Polonia) entra un venezolano en Ucrania.

Estoy en este autobús rodando en la tierra a la cual decidí ir, adonde pocos van y todo se juega: ¿qué hago aquí?, ¿en qué me metí? Llegando a la periferia de Lviv la realidad y las circunstancias asaltan los sentidos y vuelven clara la razón; llego a una ciudad completamente a oscuras en la cual las únicas luces que se ven son las de los carros y las de los semáforos en calles completamente en las sombras. Esto me hace pensar que lo que buscamos todos es la luz, sobre todo para los pueblos que sufren el yugo del ataque de las tinieblas. Llego a la plaza central de la estación de trenes y de autobuses y está completamente negra salvo por un café en la esquina, que tiene un generador eléctrico en su entrada. Al bajarme del autobús está Aya esperándome, hace -10 grados celcius y esta mujer, artista, madre y refugiada de Kherson, que duerme en una fábrica sin electricidad ni calefacción, me espera temblando con un café caliente en las manos para mí. Nos abrazamos como si nos conociéramos desde toda la vida, me invita a que si no tengo hotel puedo ir a dormir con ellos antes del cubre fuego que viene en un par de horas para toda la noche. Deseo compartir con ella esta situación con empatía pero llega mi contacto y tenemos que subirnos en un tren esa misma noche para ir a Kyiv. Le regalo mis guantes térmicos y ella, que tenía «de tipo tejidos por una abuelita», me dice: ¡Todo lo que llevo como ropa es lo que han mandado como ayuda humanitaria! Abriendo la maleta para regalarle los guantes ella ve una obra mía y exclama con un WOW! «¿Puedo hacer una foto!?». En ese momento es tan obvio el reconocimiento mutuo de consideración, amor humano y compartir de una misma esperanza. Nos acompaña a la estación y ayuda a comprar los billetes de tren y espera con nosotros hasta el último autobús que tiene que tomar para llegar a su refugio antes del cubre fuego. Nos saludamos en una estación de tren repleta de militares y subimos al tren rumbo a la capital.

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