Con la perspectiva que da el medio siglo transcurrido desde el inicio de la tercera ola de democratización, hoy hay una sobrada evidencia que ratifica un notable grado de bondad de los procesos electorales. El conocido término que Samuel Huntington popularizó para referirse a los cambios políticos que acontecieron en los países de Europa del sur a partir de 1973 y, seguidamente, en América Latina para recabar tres lustros después en Europa central y oriental, sigue sirviendo para entender el panorama actual.
Aunque la democracia no pasa por su mejor momento, de acuerdo con los diferentes indicadores que miden el rendimiento de la compleja malla de instituciones que ayudan a definirla, no parece que las elecciones ocupen el lugar central en el elenco de los motivos que susciten preocupación para asumir que la democracia esté sometida a un estado de fatiga, de erosión o incluso de peligrosa involución.
Es muy probable encontrar imperfecciones vinculadas al desempeño electoral que pueden suponer serios cuestionamientos a este, pero me atrevo a sostener que estas críticas en el conjunto no tienen un impacto sustantivo. Los casos de denuncias por fraude electoral, o simplemente mal desempeño en el ejercicio del voto, son raras. Las evaluaciones negativas de la democracia se centran en otros aspectos sobre los que volveré enseguida. En particular y con respecto a lo estrictamente electoral, considero que hay dos situaciones que siguen llamando más mi atención: la inequidad en la competición y el uso espurio de la mecánica electiva.
Con respecto a la primera, una de las pequeñas lecciones que han deparado los comicios pasados de medio término en Estados Unidos, y sobre los que no han reparado los diferentes análisis, es el hecho de que en 96% de las campañas electorales habidas para la carrera por un puesto en la Cámara de Representantes fueron ganadas por quien más gastó.
En cuanto a la segunda, el inefable Elon Musk se divirtió con el juego electoral usando su recientemente adquirida red social para preguntar al pueblo, según su propia expresión, si debería restablecer la membresía del anterior presidente Donald Trump en Twitter. El resultado en esa suerte de plebiscito particular, celebrado el 19 de noviembre en el que hubo 15.085.458 votos, favoreció el regreso de Trump, gracias al apoyo de 51,8% de esa comunidad sui géneris. Musk tuiteó la noticia añadiendo una coletilla en latín que hacía referencia a la consabida ilación entre la voz divina y la voz del pueblo. La banalización del mecanismo electoral estaba servida.
La democracia, ciertamente, es algo más que elecciones. La Universidad de Gotemburgo en Suecia dirige, desde hace una década, de manera interesante y validada por un sólido bagaje teórico, un proyecto de investigación que propone abordar el análisis de la democracia asumiendo que esta puede descomponerse en cinco variedades que responden a cuestiones diferentes. Aunque se trata de asuntos complementarios, al seccionar la democracia según sus componentes electoral, deliberativo, igualitario, participativo y representativo, está marcando una vía clara para la comprensión de algo complejo.
A la vieja expresión de que la democracia tenía que ver con la elección periódica, limpia, secreta, libre e igual de quienes gobiernan, sin dejar de lado los principios constitutivos de un Estado de derecho, ahora se enunciaban aspectos que aludían al enmarañado mundo de la representación política donde gobierno y oposición configuraran una lucha por la alternancia, así como a los mecanismos de la participación popular que evitaran el monopolio de la política de la mano de los profesionales de esta.
La visibilidad de lo electoral, no obstante, opaca habitualmente el escenario. La denominada “fiesta de la democracia”, como a veces se llama a la jornada electoral centrada en el ritual del voto y en la lógica de que unos ganan y otros pierden, oculta que la democracia supone más cosas.
Aspectos que van desde el quehacer cotidiano vinculado con el funcionamiento de muy diversas instituciones (ayuntamientos, Congresos, Gobiernos, cortes, partidos, organismos autónomos…) al ejercicio de la ciudadanía, tanto de manera individual como grupal, hacen explícitos diferentes valores que constituyen una determinada cultura política. También está presente el propio rendimiento de las decisiones que toma el poder y que, de una manera u otra, satisfacen o no las demandas de la gente.
En la medida en que los comicios dependen, para su desarrollo, de un entramado de reglas y de personas que llevan a cabo unas tareas de supervisión y de control para que funcionen, focalizar en sendas instancias la problemática de la política es un recurso habitual. Los procesos electorales se convierten en el centro de la atención mediática, azuzados en su ejecutoria por supuestos malos desempeños por parte de actores políticos sin escrúpulos y ávidos de rentabilizar una determinada situación.
Los dos países más relevantes de América Latina en términos demográficos y económicos viven, en este sentido, una experiencia similar. El todavía presidente Jair Bolsonaro, siguiendo con su activismo denigratorio en contra del sistema electoral de Brasil sobre el que ha estado sembrando dudas en relación con su desempeño desde su elección en 2018, ha cuestionado legalmente el resultado de las elecciones de octubre pasado sin aportar prueba alguna.
Por su parte, el presidente Andrés Manuel López Obrador sataniza al Instituto Nacional Electoral y a su presidente Lorenzo Córdova, que cuenta con la confianza del 76% de la ciudadanía y que desde 2014 ha organizado 330 elecciones sin ningún incidente, y promueve una reforma electoral exprés y sin consensuar con la oposición. Un paso más en la deriva que vive el país hacia la discrecionalidad y que lo lleva a una época pretérita en la que las elecciones eran un juguete del poder.
Ni en Brasil ni en México las elecciones son el problema. La corrupción sistémica, la desigualdad tenaz, así como, especialmente en México, las desapariciones y los asesinatos cotidianos, son el apuro. Ahora bien, hoy las elecciones en Perú son la solución.
Manuel Alcántara es profesor emérito de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): “El oficio de político” (2.ª ed., Tecnos, Madrid) y coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo, y «Dilemas de la representación democrática» (Tirant lo Blanch, Colombia).
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