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‘Quiebre epocal’ y conciencia de nación. Desafíos para el humanismo e Hispanoamérica

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Por ASDRÚBAL AGUIAR

En un ensayo que escribo hacia 1989 e intitulado “Derechos humanos y humanismo cristiano”, después recogido en el libro sobre Cultura de Paz y Derechos Humanos que me edita la Unesco una década más tarde, en 2000, transcribo lo que con indiscutible presciencia observaba y relataba una década antes del derrumbe del comunismo un amigo y entrañable maestro: “Hay quienes dicen –y con razón– que la crisis que vive la Humanidad no es simplemente el anuncio de una nueva época histórica. Toda una era en la evolución geo-bio-morfológica terráquea está llegando a su fin: la del laboreo de los metales comenzada hace más o menos veinte mil años en el cuaternario. Probablemente estemos por ingresar a una nueva fase, que será por fin la de la dimensión humana, en la cual nuestras concepciones existenciales deberán cambiar…”, señalaba entonces Juan Carlos Puig, excanciller argentino.  “¡Que no nos ocurra lo que al búho de la Minerva, que levantaba su vuelo a la caída del crepúsculo cuando ya las tinieblas habían hecho desaparecer la claridad del día!”, fue su admonición antes de morir.

Tres décadas de deconstrucción cultural

Algunas élites académicas y políticas aún creen que la Venezuela sufriente, Colombia o Chile que eventualmente podrían repetir sus pasos, mientras lo hacen ya Nicaragua, Perú, Argentina, El Salvador, serían la obra de un traspié, de errores cocinados sobre las hornillas del encono entre sus dirigentes y partidos tradicionales, hoy vueltos piezas de museo.

Decía José Ortega y Gasset, por ende, sobre la importancia de no golpearnos con los árboles patentes si es que pretendemos imaginar al bosque y conocerlo, para constatar, eventualmente, en línea contraria a Zaratustra, que Dios no ha muerto.

Tras el derrumbe de la Cortina de Hierro emergen en Alemania abiertas y preocupantes manifestaciones de fundamentalismo al apenas reabrirse la Puerta de Brandemburgo; acaso por el trasiego inesperado de sus gentes orientales hacia el occidente, separadas desde 1949.

Tales hechos coinciden, en el polo extremo, con el agotamiento del sistema democrático de partidos en Venezuela, la insurgencia posterior del llamado Caracazo con sus centenares de muertos, mientras en China ocurre la Masacre de Tiananmén. Habían transcurrido 30 años desde el triunfo de la revolución cubana, del primer viaje a la Luna, el inicio de la experiencia civil y democrática tras el derrocamiento del régimen militar perezjimenista, también en Venezuela, y en España la liberalización de la economía en 1959.

Los causahabientes del socialismo real se quedaron en la tierra después de 1989. No viajan a Marte al final de comunismo, sino que tamizan su credo bajo la guía del régimen cubano, acicateado este por las urgencias que le concita su sobrevenida orfandad tras el final de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Ambos entienden, no así el llamado mundo libre, los alcances del sismo histórico en emergencia, que se vuelve «quiebre epocal» y es evidencia palmaria de actualidad.

La corriente de deconstrucción que sobreviene es cultural y política, de suyo jurídica, y encuentra como laboratorio propicio a la América Latina o Hispanoamérica.

La izquierda de nuevo cuño hace propio y «criolliza» las enseñanzas neomarxistas de la escuela de Frankfurt, que se había mudado a USA bajo la presión nazi. Y apela a la metodología destructiva o desintegradora de sólidos culturales que le provee la obra de Antonio Gramsci, sumando a su naciente catecismo, incluso, como paradoja, las prédicas del conservatismo liberal contenidas en The Kissinger Report (1974). Este documento, casualmente desclasificado en 1989, promueve el control de la población en el planeta como una cuestión de seguridad y sirve, después, como anclaje para la ideología de género.

Las élites occidentales celebran el final de las ideologías al ocurrir el Glasnost y la Perestroika. Creen que basta, para lo sucesivo, con apalancar las realidades sobre el Consenso de Washington, afinar políticas públicas, acelerar la desregulación estatal, estabilizar los índices macroeconómicos, y así llevar sosiego a los estratos sociales que descubren, súbitamente, el sentidocotidiano de la incertidumbre tras el agotamiento del choque Este-Oeste.

A la sazón se soslaya lo vertebral, a saber, que es llegada una «crisis de paradigmas». Se sucede un huracán que causa estragos de todo orden, que todos observamos desde la periferia y en sus efectos, pero que nadie analiza desde su ojo, en su centro de estabilidad, para mejor comprenderlo y poder resolver.

Han transcurrido, entonces, dos generaciones. Pasan 30 años más hasta que el COVID-19, seguido del aldabonazo de la guerra rusa contra Ucrania, cierra el tiempo que igualmente inauguran la tercera y la cuarta revoluciones industriales, la digital y la de la inteligencia artificial; pero abre otro –¿hasta 1949?– que se empeña en la mineralización de las tendencias deconstructivas en curso y para dar lugar a otro orden mundial globalista y totalizante. Es la Era Nueva, como se la titula desde Pekín.

El caso es que demostrándose errada la tesis de Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre, 1992,), que nos hablaba de otra etapa sin guerras ni revoluciones, nominalmente sí se ha hecho veraz la realidad de unas generaciones más ocupadas de su bienestar, en un marco de liquidez normativa, de fugacidad en los comportamientos humanos y de «juego sin reglas». La historia de las civilizaciones –destacando la nuestra, la Occidental y también atlántica, judeocristiana y grecolatina– que se finca en el valor del espacio, desde donde las horas y los días forjan tradiciones y modelan cometidos, sugiere, en apariencia, haber llegado a su término.

Al espacio, pues y en beneficio de la deconstrucción social y política como modelo para el siglo XXI, se le sobrepone la virtualidad. Al tiempo se le abroga en su sentido, para darle paso a la cultura de lo instantáneo digital, de suyo de descarte de lo humano racional en beneficio de lo sensorial. Y no se olvide, los saben los israelitas desde 1948, que no hay Estado ni república sin nación o sociedad, que es su contenido. Esta, justamente, es la obra del espacio y de la conexión intelectual entre distintas generaciones.

Media, pues, un auténtico «quiebre epocal», cabe repetirlo.

Puede decirse, entonces, que no presenciamos un simple cambio de época tras 30 años de desestabilización y con vistas a este otro período que se abre a partir de 2019, como tampoco somos testigos de una transición hacia otra Era dentro de la historia de los pueblos y las naciones. Se sucede, claramente, una ruptura epistemológica, también antropológica.

El tiempo es el no tiempo, y el lugar se torna imaginario. Cada uno y cada cual se construye ahora identidades al arbitrio e imaginarias, sin «lugarización», sobre las autopistas por las que transita el Homo Twitter de César Cansino. Sus premisas son, en gruesa síntesis, por una parte, «la muerte de Dios» en el mejor sentido nietzscheano, que es abrogación de todo límite social y en beneficio de la denominada «corrección política» de nuevo cuño.

Como desiderátum de lo anterior, podría decirse que se trata del advenimiento del «transhumanismo», desbordante del antropocentrismo, en procura de perfeccionar las capacidades humanas, físicas y psicológicas del hombre, visto como objeto y no sujeto de las revoluciones digital y de la inteligencia artificial. Y tanto es así que, hasta se busca integrarlo indiferenciadamente y como parte de las cosas que forman a la Naturaleza, sujetándole a sus leyes evolutivas y matemáticas.

No por azar, el recién rechazado proyecto de Constitución chilena, animada por el deconstructivismo neomarxista o progresista, junta la dispersión en el Estado o Leviatán y la adscribe a la Naturaleza, ambos como ejes dominantes. “Chile reconoce la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado” y “las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman con ella un conjunto inseparable”, rezan los artículos 1,2 y 5,1.

Venezuela e Hispanoamérica, ajenasal contexto que las condena

Venezuela, que ha sido el eje regional de la experiencia deconstructiva y uno de los productores petroleros entre los más importantes del planeta, parte de la seguridad energética norteamericana, así como se volvió la nutriente de ese proceso guiado desde La Habana, al término ha confirmado como tesis lo que era una hipótesis en la enfebrecida mente de Fidel Castro. La sintetiza cabalmente Luis Almagro, secretario general de la OEA:

“Quienes toman la realidad como parte de una guerra de relatos quieren meter la crisis venezolana en la misma bolsa… No existen parámetros para querer meter en esa bolsa la mayor crisis migratoria en la historia hemisférica… prácticamente incomprensible para un país de los más ricos en recursos… [Es] una crisis tan profunda de desinstitucionalización, de falta de garantías y de libertades individuales, de ineficiencia administrativa y de capacidades productivas [de “violaciones sistemáticas de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad”]… [que puede] subsumirse en una sola crisis, la superlativa crisis política…”, explica el diplomático.

Ciertamente, junto al desplazamiento hacia el extranjero de casi 8 millones de personas que la fracturan como nación y que ayer reconoce la ONU como la migración más numerosa del planeta, su territorio y su nación se encuentran materialmente parcelados. Medran, nada más, bajo el control de fuerzas cubanas, rusas, chinas, iraníes, y de rezagos de las FARC y el ELN colombianos. La república venezolana y su existencia constitucional, sin soporte de nación, es hoy una caricatura.

En 1992 publico dos ensayos, uno de 1991 para la Revista Política Internacional, que intitulo “Memorándum sobre la Paz y el Nuevo Orden Mundial” y, el otro, “El Nuevo Orden Internacional y las Tendencias Direccionales del Presente” para el Anuario de ODCA, El reto democrático: América Latina, 1992.

En el primero, afirmo que “la tergiversación maniquea que buena parte de la reciente literatura política ha introducido en su interpretación del fin de la bipolaridad internacional, predicando como dogma el final del Estado y de las ideologías y la definitiva mundialización de los valores del mercado, en buena medida es la responsable del impulso creciente de los fanatismos; y de esa desintegración que acusan, sin alternativas válidas, las organizaciones públicas contemporáneas”.

En el segundo doy cuenta de datos de la experiencia, sin persuadirme todavía de la tesis que ya se introduce en paralelo sobre el desencanto con la democracia. La sostiene Rodolfo Cerdas Cruz (El desencanto democrático: Crisis de partidos y transición democrática en Centroamérica y Panamá, San José de Costa Rica, 1992), adelantándose al Informe del PNUD de 2004 que busca cerrarle el paso a la Carta Democrática Interamericana de 2001.

Refiero, en lo particular, que “el 4 de febrero de 1992, luego de la noche precedente y al ritmo de las campanadas anunciando un nuevo día consagrado a San Juan de Britto, mártir de la cristiandad, una forma inédita de neo fundamentalismo hizo su aparición en segmentos importantes de las Fuerzas Armadas” venezolanas. Era lo que importaba destacar, lo del fundamentalismo deconstructivo en puertas, el bolivariano, que se pasa por alto una vez como se sucede el golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez.

Sus gestores, militares en un número de más de seis centenares, dejan de lado su identidad dentro de la institución militar, molde histórico dentro de una república que adquiere unidad real sólo ainicios del siglo XX y dentro de los cuarteles, no de los partidos. El movimiento de los «bolivarianos» -así se autodenominan– provoca el reinicio, o el “reseteo” o la pérdida de la memoria sobre la conciencia de lo nacional en amplias capas de la población.

Seguidamente explico que “una vez contenida la revuelta, las autoridades civiles sorprendieron con la temprana liberación o el sobreseimiento de la mayoría de los militares alzados. Medió apenas una catarsis de mero contenido pedagógico, tras la cual se permite la reincorporación de aquellos, sin reservas de peso, al desempeño de sus tareas castrenses”. Aún gobernaba el presidente Pérez.

El texto primeramente citado lo invoca estepara su intervención ante la Asamblea de la Unesco, en París, mientras avanza la llamada Tormenta del Desierto, la coalición de la ONU contra la república iraquí. Mas el quid es que al segundo texto le fijo una introducción a manera de petición de principio, sobre lo que observo ayer y que cristaliza como tendencia profunda y apenas se le comprende con grave retraso tras la guerra en Ucrania y el manifiesto ruso-chino que le precede, suscrito en Beijing el pasado 4 de febrero.

“Las generaciones de venezolanos –afirmo– nacidas y amamantadas en la libertad y por ende ajenas a los desvaríos del autoritarismo, hemos ingresado a la corriente de cambios planetarios propulsada por el fin de la guerra fría. Súbitamente, no mediando respiro, descubrimos el significado de las llamadas fuerzas impersonales de la Historia; esas que «empujan las cosas hacia ciertas consecuencias sin ayuda de motivos locales, temporales o accidentales» (Vid. Letters of Lord Acton to Mary, daughter of the Right Hon. W.E. Gladstone, London, 1904, Apud. F.Baumer. El pensamiento europeo moderno 1600/1950, FCE., 1985).

Trátase –prosigo– de nuestra incorporación a la «primera revolución mundial» (1991) descrita en el Informe del Consejo al Club de Roma y que, habiendo hecho saltar la tapa de una olla de presión, despierta fenómenos, devociones nacionalistas y conflictos hasta ahora ocultos por la bipolaridad internacional”; susceptibles, lo dicen los autores del documento, de “poner en peligro a toda la especie humana” si media un enfoque inadecuado (A. King y B. Schneider, La primera revolución mundial, FCE, México, 1991, pp. 17 ss.).

Así se explica, no de otro modo, lo inocuas que han sido, por ausencia de adecuada contextualización, las acciones emprendidas por los actores partidarios y democráticos venezolanos e hispanoamericanosa fin de restañar la pérdida de la calidad de la democracia que padecen durante lo que corre del siglo XXI. Y es que sin nación y sin sociedad, reitero, la política se hace banal e inútil, es un ejercicio de narcisismo en el teatro de la república.

Entre el socialismo del siglo XXI y Maritain: Globalización vs. lugarización

En su aparente desarrollo histórico o decantación, las agendas dominantes del progresismo globalista (Foro de Sao Paulo, 1990-1991 + Grupo de Puebla, 2019 + Agenda ONU 2030) causahabientes del comunismo retitulado socialismo del siglo XXI, vuelto a bautizar como progresismo pasadas tres décadas, apenas expresan tácticas “líquidas” «negativas» para el acceso al poder: “Por incapaces de describir lo bueno”, según lo admite la misma Escuela de Frankfurt (Max Horkheimer, apud. Carlos Thiebaut, “La escuela de Frankfurt”, en Historia de la ética III – de Victoria Camps, editora – Barcelona, Critica, 2000). Mal configuran tales agendas una cosmovisión, menos alguna que sea auténtica renovación del pensamiento marxista. Sólo el ejercicio totalizante y totalitario del poder político y económico, dentro de sociedades vueltas rompecabezas, mediando un «capitalismo de vigilancia» –como lo describe Shoshan aZuboff– anima al conjunto progresista. Nada más.

Inspiradas o nutridas tales agendas, eso sí, de elementos que toman de la misma escuela sincrética mencionada y viabilizadas de manos del pensamiento de Gramsci, citado antes, se cimbran sobre lo instrumental para fracturar a la cultura de Occidente. Es el cometido. Arguyen todavía y pasados casi 80 años desde el final de la Segunda Gran Guerra, en especial los discípulos de Frankfurt, el fracaso del mundo occidental porhaber permitido el ascenso del nazismo y el fracaso de las revoluciones.

Observo este bosque y de conjunto –siguiendo a Ortega– como un movimiento deconstructivo huérfano de base o fundamento como para que pueda sostenerse en el tiempo; para que sus partes no caigan al piso y se disuelvan en el tráfico de ilusiones; más allá de las prácticas despóticas y autoritarias de poder que las acompañan y ejercitan los gobernantes hispanoamericanos que les sirven como mascarón de proa.

Luego de enfrentar a la globalización y de haber reivindicado el valor integrador de las raíces históricas, el Foro de Sao Paulo –que las tacha luego y califica de fascistas el Grupo de Puebla– predican en lo adelante la globalidad o el globalismo, si cabe el neologismo. Lo hacen de forma utilitaria dado el citado pragmatismo posmarxista que aconsejara el mismo Castro en 1989: “¿Acaso vamos a detener nuestra marcha?… ¿Ante las realidades cerraremos los ojos? ¡No! ¡Jamás! Tenemos que ser más realistas que nunca”, afirma.

Para ello, aquí sí, trastocan el significado y sentido diáfano del lenguaje común y el de la política –rompen la relación entre el significado y el significante– a fin de impedir la movilización ordenada y convergente de las ideas dentro de la opinión pública; relativizan a la naturaleza humana; hacen de las diásporas o migraciones forzadas hacia países vecinos que les estorban o son más avanzados, factores para desestabilizarlos. Sólo eso.

La fractura de la memoria colectiva, tras saltos al pasado remoto e inmemorial y su revisionismo; el ecologismo integrista, a cuyas leyeshan de someterse los seres humanos– paradójicamente, en línea contraria a lo que critica Herbert Marcuse desde la escuela de Frankfurt, pues rechaza la mecanización como estilo de vida y la pérdida de la conciencia reflexiva con vistas al «control universal» (L’hommeunidimensionnel, Paris, 1968); la negación del personalismo judeocristiano; en fin y, como soporte de fondo, la «corrección política» o el relativismo existencial, esa dictadura posmoderna que no discierne sobre universales en materia política ni social, ni entre la criminalidad y las leyes de la decencia humana, o sobre el carácter integrador de las civilizaciones como hijas de los espacios y el transcurso del tiempo, son los signos del «quiebre epocal» que observamos. Avanza raudamente desde 1989.

El debilitamiento de los espacios geopolíticos occidentales por impulso de la sociedad de la información, mientras Rusia y China sostienen los suyos apelando incluso a la guerra, ha acelerado la referida fragmentación del género humano y la fragua de miríadas de nichos o retículas “de diferentes”. Comprometen a los grandes relatos culturales y con ello cimbran la emergencia de contextos sociales signados por las inseguridades de todo orden, por la negación del valor de los “proyectos de vida” compartidos. Al Estado y los Estados, al término, se los vacía de la idea de la nación ysu conciencia práctica.

Transcurridos doce años desde el desmoronamiento del Muro de Berlín, elmismo Club de Roma advirtió que “el mundo está pasando un período de trastornos y fluctuaciones en su evolución hacia una sociedad global, para la cual la población no está mentalmente preparada”. Agrega, que como“resultado su reacción es a menudo negativa, inspirada por el miedo a lo desconocido y por la dimensión de los problemas que ya no parecen ser a escala humana. Estos temores, si no se abordan, pueden llevar al público a extremismos peligrosos, un nacionalismo estéril y fuertes confrontaciones sociales”, concluye (Bruselas, 25 de abril de 1996).

Pues bien, advirtiéndose de inviable lo que pretenden algunos desde hace dos décadas, a saber, un “diálogo” o sincretismo de laboratorio entre quienes asociados a la disolución cultural y al final de los relatos paternalistas –no pocos beneficiarios de colusiones con la criminalidad “política” como cabe reiterarlo–  y quienes sostienen el valor de los principios universales que guían a “la conciencia de los pueblos libres” y son comunes a sus varias civilizaciones, Jacques Maritain,uno de los exponentes más reconocidos de la corriente humanista cristiana a finales de la segunda gran guerra del siglo XX, apuesta al término por una metodología de aproximación fundada en la razón práctica moderna.

Juzga de posible enunciar los predicados “que constituyen grosso modo una especie de residuo compartido, una especie de ley común no escrita, en el punto de convergencia práctica de las ideologías teóricas y las tradiciones espirituales más diferentes” (Del autor, Le Paysan de la Garonne, París, Desclée de Brouwer, 1966). Pero juntándose, es mi opinión, las dimensiones de la realidad jurídica [la descriptiva o normativa, la de la efectividad sociológica de las prescripciones de la conducta, y la adecuación de ambas al principio de Justicia o de mayor libertad para la persona humana], a fin de conjurar, aquí sí, las desviaciones marxista y fascista que se retroalimentan de la maldad en doble vía, de una manera recíproca y vicaria.

Con los pies sobre la tierra las denuncia. Cree y está demostrado –lo afirma– que someten “al hombre a un humanismo inhumano, el humanismo ateo de la dictadura del proletariado, el humanismo idolátrico del César o el humanismo zoológico de la sangre y de la raza” (Del autor, Humanismeintégral, Lille, 1936). Son taras sociales que justamente vuelven por sus fueros bajo la fórmula del progresismo globalista, haciendo posible la epidemia de neopopulismos corruptos y posdemocráticos que se expande en las Américas yen Europa occidental.

Mas, para la comprensión realista del presente y su manejo no olvida este pensador cristiano francés la necesidad que tiene cada nación o pueblo de contar con raíces sólidas que le salven de las trampas del oportunismo o el tráfico de las ilusiones en las coyunturas, a cuyo efecto nos deja una clara enseñanza que cabe revisitar: – «Lo que decimos y esto era ya lo que enseñaba Aristóteles, es que el saber político constituye una rama especial del saber moral, no la que se refiere al individuo, ni la que se refiere a la sociedad doméstica, sino precisamente la que se refiere de un modo especifico al bien de los hombres reunidos en ciudad, al bien del todo social; este bien es un bien esencialmente humano y por lo tanto se mide, ante todo, en relación con los fines del ser humano, e interesa a las costumbres del hombre en cuanto ser libre que ha de usar de su libertad para sus verdaderos fines», escribe (Humanisme, cit.).

Debo repetir, entonces, que no hay república sin nación, “que es el gobierno de los pueblos levantado en sus grandes experiencias sobre sí mismos”, como lo recuerda Lamartine.

De consiguiente, se trata de recrear entre nosotros –lo repito a mis compatriotas– y en esta hora adolorida a esa patria que, como lo dijese el patricio don Miguel J. Sanz, nos permite ser “libres como debe serlo”.  Es aquella en donde se encuentran nuestras raíces genuinas y nos hace memoriosos a distancia del tiempo recorrido y en los espacios siderales hacia los que nos hemos atomizado como diásporas, sin una Torá que nos acompañe.

Acaso pueda representar lo señalado un acto de ingenuidad. Nos encontramos ante un «quiebre epocal» que estremece los cimientos de la civilización. Media una suerte de inédita realidad sobrevenida, deconstructiva, virtual, desasida de lugares y de memorias. De donde, rescatar la conciencia de nación como primer paso, en su mejor sentido, y para ello restablecer “la memoria de sus raíces” –lo recomienda Jorge Mario Cardenal Bergoglio en 2005 y pide la Conferencia Episcopal Venezolana en 2022– resulta imprescindible para volver al equilibrio entre la globalización inevitable y la “lugarización” que asegure la autonomía personal frente a los programas de supervivencia en la incertidumbre.

Algún autor, recién, acuña la idea de la «glocalización», pero como vía que fisure las resistencias culturales internas o domésticas a la globalización, obviándose la señalada interacción necesaria y el aprendizaje recíproco entre las ideas de lo universal y las particularidades, como lo sugiere el ensayo de Armin G. Wilfeuer (“Idea and function of science and scientific knowledge in a glocalisedworld”, vid. Hans Hobelsberger, Ed.,Social Glocalisation and Education, Berlin, V.B. Budrich, 2021; Ídem, Rustam Brahma, Globalisation to Glocalisation: A Multidisciplinary Perspective, New Delhi, Akansha Publishing House, 2015).

El filósofo alemán de origen surcoreano Byung Chul Han, en ensayo sobre las “No cosas” (2021), explica con mejor claridad que vivimos en un reino de información frenética que se hace pasar por libertad; que se coloca delante de las cosas y las desaparece, desmaterializando al mundo y aislando o extrañando a los seres humanos hacia otra realidad, imaginaria. Sostiene que con la perdida de las cosas se van nuestros recuerdos, los que nos dan estabilidad como individuos y sociedades, a partir de los que podemos razonar, discernir, elegir en conciencia. De donde, en el aquí y en el ahora, sólo almacenamos datos pues hemos dejado de habitar la tierra y el cielo para habitar en las nubes y sus redes (Del autor, No-Cosas: Quiebras del mundo de hoy, Madrid, Penguin Random House, Barcelona, 2021).

¿La persona humana –cuya autoconciencia, la percepción de sí misma y su autodeterminación original es la que, partiendo de su soledad originaria les pone nombre a todas las cosas creadas y que son partes de la Naturaleza, sin que otro le ayudase para identificarse a sí misma– aceptará ser un mero dato o usuario o elemento que nutre a los algoritmos de la gobernanza digital en curso; esa que a diario condiciona a sus sentidos y le hipoteca el discernimiento?

¿Aceptará verse metabolizada dentro de las leyes evolutivas de la misma Naturaleza, dada la urgencia de la conservación ecológica o transición verde, obviando que como criatura racional fue situada en la cima de la propia Creación?

Además, por último, dado el distanciamiento social que se le impone –no ya por la pandemia universal sino por las redes o autopistas digitales y el mundo de lo virtual con sus metaversos– ¿asumirá, sin rebelarse, su encierro en otra cueva o nicho platónico al sentirse incomprendida, desamparada, triste e indefensa, sin el arraigo que le dan las raíces bajo los espacios, en medio de la contracultura de lo instantáneo y del narcisismo digital?

Son estas, en suma, interrogantes e hipótesis para su desarrollo acerca de las dos perspectivas intelectuales y prácticas en boga y dominantes, que de ser asumidas sin ánimo crítico o racional pueden conjurar la gran tarea pendiente y por hacerse desde el Humanismo. Cabe y es pertinente, resulta imperativo, pues, determinar y fijar un anclaje antropológico –¿distinto, nuevo? –a partir del cual hacer una renovada interpretación práctica de las tendencias direccionales del siglo XXI en marcha, con vistas al otro período intergeneracional que se ha abierto con el aldabonazo ucraniano (2019-2049).

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